sábado, abril 06, 2019

La generación Igualy













Además del caló y del argot, existen otros modos suburbiales de expresión verbal. En el primero —el caló— se incluyen aquellas voces propias de un grupo, de un barrio, de una comunidad que a veces puede ser una nación. “Chido”, “cantón”, “varo”, “guachar”, “cuico”, “chafa” son vocablos que casi en todo México podemos traducir, respectivamente, como “bonito”, “casa”, “peso”, “mirar”, “policía”, “de mala calidad”. Con respecto del argot el uso está más restringido, pues nos referimos en este caso al habla propia de un gremio; así, los abogados saben muy bien qué es una “chicanada”, los carpinteros se entienden cuando afirman que una tabla debe quedar “a paño”, los soldadores saben qué quiere decir “tirar unos cacahuates” y los músicos no se confunden cuando se trata de “aventarse una hueseada”.
En una zona indefinible del habla coloquial se encuentran las que me atreveré a llamar “expresiones rémora”. Se trata en este caso de frases, palabras, locuciones adverbiales y demás que se van transformando en clichés de uso pasajero, aunque a veces duran varios años adheridos a la lengua de los usuarios y a mi juicio esconden, tras su aparente elegancia, una lamentable carencia de armas retóricas.
Cito tres casos. La locución adverbial “de hecho” es hoy empleada indiscriminada y burdamente por los jóvenes. Hace tiempo conversé con un muchacho que en tres minutos encajó cinco “de hechos” en sus tambaleantes oraciones. Aquello se oyó más o menos así:
—¿Cómo te ha ido? —le pregunté.
—De hecho bien.
—¿Vas a comer en este restaurant?
—De hecho. ¿Y usted, profe?
La televisión puso de moda entre los mexicanos la frase “para nada”. En vez de negar con un sencillo “no”, los elegantes fallidos siempre dicen “para nada”, como aquí:
—¿Tienes 25 años, verdad?
—Para nada, tengo 23.
Pero la más espantosa expresión rémora que conozco —en los años recientes se ha puesto de moda en todas partes— es “igualy” (léase así, pegada, y si es posible hay que meterle prosodia de niña fresa). Haga el lector el experimento y cuente cuántas veces, durante diez minutos, dice “igual y” un elegante fallido. Aseguro que, por lo menos, cinco.
—Te va a dejar el camión.
—No, igual y sí lo alcanzo.
—Se me hace que no, son ya las nueve.
—No importa, igual y me voy en taxi.
Lástima que falte espacio para seguir con este monstruoso diálogo. Pero igual y lo retomo en otra ocasión. “Literal”.