miércoles, abril 10, 2019

La Cloaca y el "Supercamarón M"*
























En Cabezas de tormenta, obra de Christian Ferrer, este sociólogo argentino describe la andanza de un tal Orllie Antoine de Tounens, hidalgo arruinado y tenaz que en el siglo XIX intentó fundar su reino en la Patagonia, por supuesto sin éxito. En El vuelo, reportaje de Horacio Vertbisky —acaso el mejor periodista argentino de la actualidad—, el hoy director del portal El Cohete a la Luna es abordado por un tipo en el subte: se trata de Adolfo Francisco Scilingo, exmilitar, quien pide una entrevista a Vertbisky para narrar un recuerdo que decora sus pesadillas: él participó en los vuelos de la muerte perpetrados por la dictadura entre 1976 y 1983; el relato aturde, pues uno imagina a los prisioneros sedados y arrojados vivos a las entrañas del océano. En Santa Evita, Tomás Eloy Martínez cuenta en clave casi surrealista el periplo desmesurado y cierto y grotesco del cadáver de Eva Duarte, aventura que es suma y espejo de la necrofilia argentina. Por último, en la prensa de este momento (abril de 2019) continúa la turbia saga de un fiscal llamado Carlos Stornelli al que le acercaron unos cuadernos con el relato pormenorizado de los negocios entre los gobiernos de la era K y empresarios de la construcción, todo con el leve agravante de que no hay pericias caligráficas y los cuadernos “originales” fueron quemados por su presunto y jamás confirmado autor, un chofer de apellido Centeno; luego, a propósito de lo anterior, se descubrió una trama en la que un espía parlanchín, valga la paradoja, llamado Marcelo D’Alessio, en asociación con el mencionado fiscal y un “periodista” llamado Daniel Santoro, extorsiona y aprieta por plata a empresarios con la amenaza de meterlos, si no aflojan el dinero, en los mencionados cuadernos que en los hechos son sólo fotocopias. Con estos cuatro ejemplos quiero apenas insinuar que la realidad argentina tiene mucho de delirante, tanto que da para que cualquier historia, por atroz o insólita que parezca, se guise sola en el fuego de los acontecimientos diarios. La novela que hoy presentamos se ciñe a tal esfera: es alucinante, pero temo que si uno rasca en aquella realidad podrá advertir que aún lo más jalado de los pelos fue o puede ser cierto, como pasa con el aquí mencionado Juan Baigorri, “inventor” de la máquina para hacer llover.
Hecha la advertencia, entro a la novela. La infancia/adolescencia es uno de los mejores relatos que un escritor puede contar. Esto se debe a que en el fondo, ya instalada en el recuerdo, tal etapa de la vida siempre renace con una pátina de misterio, como película en tono sepia. Ahora bien, suele no ser idílica, sino lo contrario: traumática, convulsa, desconcertante, casi un laberinto del que sólo es posible salir, entre comillas, gracias al tiempo. Cuando uno ha pasado la infancia y la adolescencia ya es muy tarde para enderezar la plana, y al adulto no le queda más opción que padecer recuerdos y edulcorarlos/sobrevivirlos como se pueda. En La Cloaca (novela ganadora del premio Sergio Galindo 2018) del escritor argentino Guillermo Ferreyro, nos topamos con la vida de un personaje que en primera persona nos convida una experiencia pasmosa.
La Cloaca es un salto al pasado del personaje narrador, quien en principio nos informa sobre su vida cercana a una cloaca del arroyo Maldonado y del “campito”, una especie de deshuesadero del Ferricarril del Oeste. Las aventuras con sus amigos se dan sobre todo en el drenaje del Maldonado, espacio que les permite husmear el peligro y compartir los primeros aprendizajes del riesgo y del sexo; pese a la normalidad que implican esas andanzas barriales, su juventud es acribillada por el ninguneo: sus amigos lo hacen menos y sus padres apenas sí lo consideran parte de la familia. Desde pequeño, pues, aprende que él es nadie o casi nadie, y que el mundo de los adultos le está vedado.
Dos terceras partes de la novela se desarrollan en el entorno de la cloaca, en un barrio que araña apenas lo clasemediero y particularmente en su casa, donde vive con una madre agobiada por el aburrimiento y un padre ausente, viajero y afectivamente distanciado. En ese espacio comienza el relato (por la alusión a la muerte de Perón suponemos que este arranque se ubica en julio de 1974) y el narrador allí avanza entre sobresaltos domésticos y la rutina de las escapadas a la cloaca. Cierto espacio de la casa le está prohibido: se trata de la habitación en la que su padre almacena objetos secretos, sin aparente conexión. El adolescente consigue un duplicado de la llave y ante las ausencias de sus padres logra inspeccionar el habitáculo. Lo más llamativo son los frascos en los que su padre guarda animales extraños en agua descompuesta u otros líquidos. 
El reducto tiene una mirilla de observación por donde escudriña buena parte de las actividades de su madre, algunas de ellas imborrables. Poco a poco, la tremenda disfuncionalidad de la familia termina por estallar, y su madre se fuga con un amante que al mismo tiempo es amigo cercano de su esposo. Esto ocurre cuando el narrador logra zafar de la “colimba” (servicio militar) por “ineptitud para todo servicio”, lo que termina por desalentar a su padre, quien ya lo imaginaba haciéndose hombrecito como combatiente en las Malvinas.
Cuando creemos que el relato ha quedado estancado el círculo viciado de lo familiar, hay un giro repentino en la trama. Gracias a un diario de su padre escondido en el cuarto cerrado, advierte que se dedica a la experimentación con camarones. Poco a poco, ayudado involuntariamente por Agustina (amiga de su madre y cocinera) adquiere habilidades de chef, toma cursos y es allí cuando decide pegar el gran salto a la historia, reivindicarse: la guerra contra los británicos ha pasado y él, que la eludió con vergüenza, decide un vendetta, sacarse la espina, ser alguien con el objetivo de provocar orgullo en su padre. Se embarca en la cocina de un carguero ruso y poco a poco, como opera Jean Batiste Grenuille con los perfumes, manipula el alimento de la tripulación para conseguir determinados efectos de comportamiento. 
El proyecto lo lleva a Inglaterra, país al que piensa lastimar mediante un método que pasa por la gastronomía, los huevecillos de una criatura llamada “Supercamarón M” y la defecación de quienes insuman sus platillos. El ritmo de estas peripecias es delirante, disparatado en su propósito y contado con permanente humor negro. He aquí, exactamente, una de las mayores virtudes de La Cloaca: su ritmo frenético. La prosa de Ferreyro se desliza con frases cortas, directas, y la abundancia de diálogos es siempre manejada sin advertencias tipográficas que los delaten, de suerte que todo fluye como parte de un discurso hablado, más que escrito, lo que sumado a la brevedad de cada capítulo termina por hacer del largo relato una especie de bólido narrativo.
Guillermo Ferreyro ha configurado esta historia en tres momentos precisos: la parte —amplia— que corresponde al aprendizaje infantil/juvenil del narrador; el segmento en el que viaja y emprende la venganza que lo hará, según sus cálculos, visible ante su padre, y el regreso correspondiente al desenlace. La Cloaca es, por todo, una historia digna del premio Sergio Galindo. Ojalá que libros como este sigan agrandando en calidad y cantidad el valioso catálogo de la Universidad Veracruzana.

*La Cloaca, Guillermo Ferreyro, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2019, 335 pp. Comentario leído en 7 de abril de 2019 en la Feria del Libro Universitario organizado en Xalapa, Veracruz, México, por la Universidad Veracruzana. Participamos Marco Tulio Aguilera Garramuño, el autor y yo.