En Cabezas de tormenta, obra de Christian Ferrer, este sociólogo argentino
describe la andanza de un tal Orllie Antoine de Tounens, hidalgo arruinado y
tenaz que en el siglo XIX intentó fundar su reino en la Patagonia, por supuesto
sin éxito. En El vuelo,
reportaje de Horacio Vertbisky —acaso el mejor periodista argentino de la
actualidad—, el hoy director del portal El
Cohete a la Luna es abordado por un tipo en el subte: se trata de Adolfo
Francisco Scilingo, exmilitar, quien pide una entrevista a Vertbisky para
narrar un recuerdo que decora sus pesadillas: él participó en los vuelos de la
muerte perpetrados por la dictadura entre 1976 y 1983; el relato aturde, pues
uno imagina a los prisioneros sedados y arrojados vivos a las entrañas del
océano. En Santa Evita, Tomás
Eloy Martínez cuenta en clave casi surrealista el periplo desmesurado y cierto
y grotesco del cadáver de Eva Duarte, aventura que es suma y espejo de la
necrofilia argentina. Por último, en la prensa de este momento (abril de 2019)
continúa la turbia saga de un fiscal llamado Carlos Stornelli al que le
acercaron unos cuadernos con el relato pormenorizado de los negocios entre los
gobiernos de la era K y empresarios de la construcción, todo con el leve
agravante de que no hay pericias caligráficas y los cuadernos “originales”
fueron quemados por su presunto y jamás confirmado autor, un chofer de apellido
Centeno; luego, a propósito de lo anterior, se descubrió una trama en la que un
espía parlanchín, valga la paradoja, llamado Marcelo D’Alessio, en asociación
con el mencionado fiscal y un “periodista” llamado Daniel Santoro, extorsiona y
aprieta por plata a empresarios con la amenaza de meterlos, si no aflojan el
dinero, en los mencionados cuadernos que en los hechos son sólo fotocopias. Con
estos cuatro ejemplos quiero apenas insinuar que la realidad argentina tiene
mucho de delirante, tanto que da para que cualquier historia, por atroz o insólita
que parezca, se guise sola en el fuego de los acontecimientos diarios. La
novela que hoy presentamos se ciñe a tal esfera: es alucinante, pero temo que si
uno rasca en aquella realidad podrá advertir que aún lo más jalado de los pelos
fue o puede ser cierto, como pasa con el aquí mencionado Juan Baigorri,
“inventor” de la máquina para hacer llover.
Hecha la advertencia, entro a la
novela. La infancia/adolescencia es uno de los mejores relatos que un escritor
puede contar. Esto se debe a que en el fondo, ya instalada en el recuerdo, tal
etapa de la vida siempre renace con una pátina de misterio, como película en
tono sepia. Ahora bien, suele no ser idílica, sino lo contrario: traumática,
convulsa, desconcertante, casi un laberinto del que sólo es posible salir,
entre comillas, gracias al tiempo. Cuando uno ha pasado la infancia y la
adolescencia ya es muy tarde para enderezar la plana, y al adulto no le queda
más opción que padecer recuerdos y edulcorarlos/sobrevivirlos como se pueda. En La Cloaca (novela ganadora del
premio Sergio Galindo 2018) del escritor argentino Guillermo Ferreyro, nos
topamos con la vida de un personaje que en primera persona nos convida una
experiencia pasmosa.
La
Cloaca es un salto al pasado del personaje narrador, quien en
principio nos informa sobre su vida cercana a una cloaca del arroyo Maldonado y
del “campito”, una especie de deshuesadero del Ferricarril del Oeste. Las
aventuras con sus amigos se dan sobre todo en el drenaje del Maldonado, espacio
que les permite husmear el peligro y compartir los primeros aprendizajes del
riesgo y del sexo; pese a la normalidad
que implican esas andanzas barriales, su juventud es acribillada por el
ninguneo: sus amigos lo hacen menos y sus padres apenas sí lo consideran parte
de la familia. Desde pequeño, pues, aprende que él es nadie o casi nadie, y que
el mundo de los adultos le está vedado.
Dos terceras partes de la novela se
desarrollan en el entorno de la cloaca, en un barrio que araña apenas lo
clasemediero y particularmente en su casa, donde vive con una madre agobiada
por el aburrimiento y un padre ausente, viajero y afectivamente
distanciado. En ese espacio comienza el relato (por la alusión a la muerte
de Perón suponemos que este arranque se ubica en julio de 1974) y el narrador
allí avanza entre sobresaltos domésticos y la rutina de las escapadas a la
cloaca. Cierto espacio de la casa le está prohibido: se trata de la habitación
en la que su padre almacena objetos secretos, sin aparente conexión. El
adolescente consigue un duplicado de la llave y ante las ausencias de sus padres
logra inspeccionar el habitáculo. Lo más llamativo son los frascos en los que
su padre guarda animales extraños en agua descompuesta u otros líquidos.
El reducto tiene una mirilla de
observación por donde escudriña buena parte de las actividades de su madre,
algunas de ellas imborrables. Poco a poco, la tremenda disfuncionalidad de la
familia termina por estallar, y su madre se fuga con un amante que al mismo
tiempo es amigo cercano de su esposo. Esto ocurre cuando el narrador logra
zafar de la “colimba” (servicio militar) por “ineptitud para todo servicio”, lo
que termina por desalentar a su padre, quien ya lo imaginaba haciéndose hombrecito
como combatiente en las Malvinas.
Cuando creemos que el relato ha
quedado estancado el círculo viciado de lo familiar, hay un giro repentino en
la trama. Gracias a un diario de su padre escondido en el cuarto cerrado,
advierte que se dedica a la experimentación con camarones. Poco a poco, ayudado
involuntariamente por Agustina (amiga de su madre y cocinera) adquiere
habilidades de chef, toma cursos y es allí cuando decide pegar el gran salto a
la historia, reivindicarse: la guerra contra los británicos ha pasado y él, que
la eludió con vergüenza, decide un vendetta,
sacarse la espina, ser alguien con el objetivo de provocar orgullo en su padre.
Se embarca en la cocina de un carguero ruso y poco a poco, como opera Jean
Batiste Grenuille con los perfumes, manipula el alimento de la tripulación para
conseguir determinados efectos de comportamiento.
El proyecto lo lleva a Inglaterra,
país al que piensa lastimar mediante un método que pasa por la gastronomía, los
huevecillos de una criatura llamada “Supercamarón M” y la defecación de quienes
insuman sus platillos. El ritmo de estas peripecias es delirante, disparatado
en su propósito y contado con permanente humor negro. He aquí, exactamente, una
de las mayores virtudes de La Cloaca:
su ritmo frenético. La prosa de Ferreyro se desliza con frases cortas,
directas, y la abundancia de diálogos es siempre manejada sin advertencias
tipográficas que los delaten, de suerte que todo fluye como parte de un
discurso hablado, más que escrito, lo que sumado a la brevedad de cada capítulo
termina por hacer del largo relato una especie de bólido narrativo.
Guillermo Ferreyro ha configurado
esta historia en tres momentos precisos: la parte —amplia— que corresponde al
aprendizaje infantil/juvenil del narrador; el segmento en el que viaja y
emprende la venganza que lo hará, según sus cálculos, visible ante su padre, y
el regreso correspondiente al desenlace. La
Cloaca es, por todo, una historia digna del premio Sergio Galindo.
Ojalá que libros como este sigan agrandando en calidad y cantidad el valioso
catálogo de la Universidad Veracruzana.
*La Cloaca, Guillermo Ferreyro, Universidad Veracruzana, Xalapa,
2019, 335 pp. Comentario leído en 7 de abril de 2019 en la Feria del Libro
Universitario organizado en Xalapa, Veracruz, México, por la Universidad
Veracruzana. Participamos Marco Tulio Aguilera Garramuño, el autor y yo.