El pasado 16 de abril,
al caer la noche, murió Catalina Vargas Frausto, mi madre. Creo no equivocarme al
afirmar que ella fue y será la persona que más me ha querido y que nunca nada será
suficiente para retribuirle tal amor. Su partida me deja una
extraña mezcla de tristeza y alegría. Tristeza porque uno siempre desea que las
presencias de ese tamaño sean inagotables, eternas, y alegría porque en sus 88
años de vida gozó de espléndida salud. Fue una mujer justa, leal, generosa,
amable, buena en suma. Sólo ingresó a los quirófanos para tener hijos, y comió
lo que quiso, sin reparar en dietas o regímenes especiales, como señora de
antes.
Esto significa que era
un roble, que el trabajo jamás la arredró, y que si sus siete hijos y su esposo
salieron adelante fue porque ella estaba allí, como mánager del equipo, como
silencioso y comprensivo soporte de nuestras vidas. Yo la recuerdo siempre por
su mirada, por los ojos verdes que me heredó: me veían como si yo fuera
perfecto, como si no habitara en mí algún defecto. Muchas veces preguntaba por
mi situación, y yo siempre, como un tonto, me quejaba de esto o de aquello, y
ella me miraba y en su mirada yo veía una combinación hermosa de confianza y
solidaridad, una mirada que indefectiblemente significaba “todo va a salir
bien”. A veces se enojaba, claro, pero sus momentos de irritación eran breves,
muy pasajeros. La mayor parte del tiempo lo transcurría callada, hacendosa, metódica
en sus rutinas de madre.
Sé por ella y por el
testimonio de sus parientes cercanos que comenzó a trabajar desde muy pequeña.
En San Felipe, donde nació y vivió su infancia, tuvo un padre emprendedor,
ambicioso hasta donde se podía ser en aquel tiempo, hábil para el comercio,
ranchero de los de antes. Me madre, pese a su condición de mujer en un ámbito harto
machista, le entró a la chamba sin temor a los rigores de las largas jornadas,
de las cargas excesivas, de las desmañanadas diarias. Trabajaba con sus padres
ya de niña, y fue a la primaria en su pueblo natal. Repitió tres veces cuarto
año, pero no por incompetente, sino porque en ese tiempo no había allí maestros
para los siguientes grados. Cuando ya se sabía todo el curso de cuarto año,
abrieron quinto y sexto, y los hizo. Luego entró a la escuela comercial y “se
recibió”, como decían, pero no ejerció. Volvió a trabajar en los negocios de mi
abuelo y se casó algo grande para los estándares de la época, a los 29. Tuvo
siete hijos. Nació el 31 de diciembre de 1930. Fue una “madre perfecta”, como
escribió Whitman.
Nota. La foto que acompaña este post fue tomada por mi hija Ivana sin que yo me diera cuenta: son, claro, mi mano junto a las maravillosas manos de mi madre, esas manos en las que lo cotidiano se volvía mágico, como dice la canción del Carlos Carabajal, el Peteco, cantada aquí por la Negra Sosa.