sábado, abril 20, 2019

Ma




















El pasado 16 de abril, al caer la noche, murió Catalina Vargas Frausto, mi madre. Creo no equivocarme al afirmar que ella fue y será la persona que más me ha querido y que nunca nada será suficiente para retribuirle tal amor. Su partida me deja una extraña mezcla de tristeza y alegría. Tristeza porque uno siempre desea que las presencias de ese tamaño sean inagotables, eternas, y alegría porque en sus 88 años de vida gozó de espléndida salud. Fue una mujer justa, leal, generosa, amable, buena en suma. Sólo ingresó a los quirófanos para tener hijos, y comió lo que quiso, sin reparar en dietas o regímenes especiales, como señora de antes.
Esto significa que era un roble, que el trabajo jamás la arredró, y que si sus siete hijos y su esposo salieron adelante fue porque ella estaba allí, como mánager del equipo, como silencioso y comprensivo soporte de nuestras vidas. Yo la recuerdo siempre por su mirada, por los ojos verdes que me heredó: me veían como si yo fuera perfecto, como si no habitara en mí algún defecto. Muchas veces preguntaba por mi situación, y yo siempre, como un tonto, me quejaba de esto o de aquello, y ella me miraba y en su mirada yo veía una combinación hermosa de confianza y solidaridad, una mirada que indefectiblemente significaba “todo va a salir bien”. A veces se enojaba, claro, pero sus momentos de irritación eran breves, muy pasajeros. La mayor parte del tiempo lo transcurría callada, hacendosa, metódica en sus rutinas de madre.
Sé por ella y por el testimonio de sus parientes cercanos que comenzó a trabajar desde muy pequeña. En San Felipe, donde nació y vivió su infancia, tuvo un padre emprendedor, ambicioso hasta donde se podía ser en aquel tiempo, hábil para el comercio, ranchero de los de antes. Me madre, pese a su condición de mujer en un ámbito harto machista, le entró a la chamba sin temor a los rigores de las largas jornadas, de las cargas excesivas, de las desmañanadas diarias. Trabajaba con sus padres ya de niña, y fue a la primaria en su pueblo natal. Repitió tres veces cuarto año, pero no por incompetente, sino porque en ese tiempo no había allí maestros para los siguientes grados. Cuando ya se sabía todo el curso de cuarto año, abrieron quinto y sexto, y los hizo. Luego entró a la escuela comercial y “se recibió”, como decían, pero no ejerció. Volvió a trabajar en los negocios de mi abuelo y se casó algo grande para los estándares de la época, a los 29. Tuvo siete hijos. Nació el 31 de diciembre de 1930. Fue una “madre perfecta”, como escribió Whitman.

Nota. La foto que acompaña este post fue tomada por mi hija Ivana sin que yo me diera cuenta: son, claro, mi mano junto a las maravillosas manos de mi madre, esas manos en las que lo cotidiano se volvía mágico, como dice la canción del Carlos Carabajal, el Peteco, cantada aquí por la Negra Sosa.