miércoles, agosto 31, 2022

Dos canciones bien cocinadas

 






Hace algunas semanas caí a desayunar en Ciudad Lerdo con parte de mis hermanos. Fuimos a un lugar llamado “Sabor a mí”. Esto, obvio, movió mi recuerdo hacia Álvaro Carrillo, compositor de muchas letras ya famosas en el cancionero popular mexicano como “El andariego”, “Luz de luna” y por supuesto “Sabor a mí”. Para no pasar de largo por la oportunidad, me asomé a varias de las canciones de Carrillo, quien nació en Cacahuatepec, Oaxaca, en 1919, y murió en un accidente de auto hacia 1969 en la capital del país.

Al atender el fluido de “Sabrá Dios” advertí lo que habitualmente me agrada en una letra de música popular: que así exponga un relato simple, avance sin tropiezos sintácticos y no acuse versos o palabras forzados. Esta canción cumple tan bien su desarrollo que es posible construirla como un párrafo sin que notemos dislocamientos, brusquedades, casi como si acatara la compacidad de una carta: “Sabrá Dios si tú me quieres o me engañas. Como no adivino seguiré pensando que me quieres solamente a mí. No tengo derecho en realidad para dudar de ti y para no vivir feliz, pero yo presiento que no estás conmigo aunque estés aquí. Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada. Me dará vergüenza si este amor fracasa nada más por mi equivocación, y debo estar loco para atormentarme sin haber razón, pero voy a luchar hasta arrancar esa ingrata mentira de mi corazón”.

Algo similar ocurre con “Aviéntame”, de Catarino Leos. El hecho de que sea una canción norteña —en la mayor parte de los casos fallidas en su trazo literario—, nos hace presentir errores, pero no, es perfecta en el despliegue de su pequeña historia. También podemos leerla como carta: “Algo te pasa, pero ya no eres la misma, de un tiempo acá yo te he notado diferente. No se equivoca el corazón cuando presiente que sin motivos se le deja de querer. Por eso quiero sin rodeos hablar contigo y sin temor me digas qué es lo que te pasa; si mi presencia ya no te es indispensable, en un segundo de tu vida yo me voy. Aviéntame, si es que ya en tu vida yo no valgo nada, si de mi cariño estás decepcionada, ya no tiene caso, para que fingir. Aviéntame, eso es preferible a seguir mintiendo, sácame esta duda que me está comiendo, porque ya con ella no puedo vivir”.

La ilación (así se escribe, sin hache, y no es palabra derivada del verbo “hilar”) es pues, para mí, un mérito de toda canción bien cocinada.

domingo, agosto 28, 2022

Uno de mis abuelos












Quesque hoy es el Día del Abuelo, así que bueno, venga un breve recuerdo. Al de mi flanco paterno, Zeferino, de rulfiano nombre, no lo conocí, pues ya había muerto cuando yo vine a parar en este mundo. Al que sí conocí fue al padre de mi madre, de nombre Eduardo Vargas Rodríguez. Esta foto es la única que tengo solo con alguno de mis abuelos, y supongo que data de 1966, cuando yo rondaba los dos años de edad. Creo de hecho que es de mi cumpleaños, pero la verdad no sé. Mi abuelo nació, según mi madre, en 1904 (como Alejo Carpentier, como Agustín Yáñez); era oriundo de Sierra Mojada, Coahuila, pero pronto se avecindó con su familia en San Pedro de las Colonias, Coahuila, donde estudió la primaria. Sólo probablemente, sin asegurar nada, he pensado que mi abuelo pudo haber visto en San Pedro a Francisco I. Madero, quien por aquellos tiempos vivía en aquel municipio; fue allí, precisamente y como sabemos, donde el político parrense escribió “La sucesión presidencial”. Pero insisto, esta es sólo una suposición de mi parte.

Mi abuelo murió a finales de los setenta, así que me dio tiempo de verlo y ahora recordarlo. Mi madre nos llevaba con frecuencia a verlo, yo tendría ocho o nueve años, y debo confesar que me infundía miedo, pues era un señor hosco, muy poco dado a la sonrisa, de voz áspera. Había tenido éxito en los negocios, sumaba una buena cantidad de propiedades y usaba unos lentes de cristal verdoso que hacían imposible ver cómo nos miraba. En las fiestas era espléndido, patriarcal, y ordenaba la preparación de abundante comida, mucho trago y música ininterrumpida de mariachi o conjunto norteño en vivo. El recuerdo más presente que de él tengo es el siguiente: una vez mi madre me llevó a saludarlo o a cualquier otro asunto, y al entrar a su oficina (la oficina que había acondicionado en su casa) vi que tenía abierta su caja fuerte. Yo era un niño, supongo que de aproximadamente ocho años, y mi abuelo no se preocupó en cerrar la pesada puerta de la caja. Pude ver, como en las películas de hacendados, monedas de oro (quizá de los llamados “centenarios”), papeles seguramente importantes (escrituras), algunos fajos de billetes y una pistola. Es difícil olvidar esos símbolos de poder, por ello la imagen de aquella visión ha perdurado en mi memoria. Sé que nunca manejó autos, aunque tuvo muchos, y que sus parrandas eran largas y musicales, aunque esporádicas. A Carmen, su esposa, es decir, a mi abuela y madre de mi madre, la recuerdo también con suficiente claridad. Murió por las mismas fechas, allá por el 75, y era el envés de don Lalo: afectuosa, tierna, frágil, abnegada. Por mi abuelo llevo como segundo nombre Eduardo. Por último, algo había en don Lalo que le daba un aire al actor Carlos López Moctezuma, de ahí que me infundiera miedo.

sábado, agosto 27, 2022

Palabras abrazadas

 







Sé que en el inglés y en otros idiomas como el alemán hay muchas palabras compuestas, es decir, armadas con dos palabras que funcionan como unidad, como si fueran una sola. Es el caso de “scarface” (caracortada) o “Volkswagen” (auto del pueblo), del inglés y alemán, respectivamente. El español no tiene tan marcada esta tendencia, pero claro que también se da. Por ejemplo, “brincacharcos” (pantalón sin el largo adecuado), “tumbaburros” (diccionario), “solovino” (nombre dado genéricamente a los perros que llegan solos). Las hay también de tres términos: “tentempié” (bocadillo, tente+en+pie), “enhorabuena” (felicitación, en+hora+buena), e incluso de cuatro: correveidile (chismoso, corre+ve+y+dile). Hay algunas en las que no se nota el aglutinamiento: “mentecato” (mente+captus, tomado de la mente) o “cantimplora” (canta+y+llora).

Varias palabras de este tipo sirven para nombrar objetos (“sacapuntas”, “abrelatas”) o también para referirse a cierto tipo de personas. Enumero rápido estas doce usadas para designar por aspecto, personalidad, rango y demás.

Buscapleitos (también buscabullas). No necesita ampliación. Es aquel sujeto caracterizado por meterse en problemas, sobre todo en enfrentamientos gratuitos.

Chavorruco. Muy de moda, palabra compuesta por dos mexicanismos: “chavo”, joven, y “ruco”, viejo. O sea, aquel viejo que defiende su adolescencia hasta límites que rayan peligrosamente en el ridículo. Ojo: debemos escribirla con doble erre, no “chavoruco”, que se oye como si la pronunciara un chino.

Chingaquedito. Tipo que molesta a los demás de manera sutil y acumulativa, no necesariamente frontal, es decir, que de tiempo completo gotea indirectas, ironías o sarcasmos.

Gordibuena. También de moda. Cierto tipo de chica más o menos abundante de carnes, de silueta voluptuosa y, por qué no decirlo, seamos sinceros, tentadora.

Malacopa. Bebedor que se va poniendo agresivo a medida que avanza la ingesta de alcohol. En México todos tenemos un tío con esta temible peculiaridad.

Mandamás. Jefe, patrón.

Moscamuerta. Hipócrita, que da la impresión de no dañar o aspirar a nada y en el fondo abriga propósitos ambiciosos y/o lesivos.

Nalgapronta. Que se ofrece o cede fácilmente ante las posibilidades afectivas o venéreas.

Pelatunas (también pelagatos). Don nadie, sujeto sin solvencia material.

Pioresnada. Sujeto que queda como última opción, casi casi agarrado en oferta para algún entrevero amoroso. También podríamos escribirlo “peoresnada”, pero la tendencia mexicana a la diptongación ha terminado por deshacer el hiato “peor” y convertirlo en “pior”, como “trapiar” por “trapear”.

Sabelotodo. Tipo que se las da de (o de veras es) erudito en cualquier materia. Puede ser usado con y sin ironía mediante.

Tragadeoquis. Persona sin utilidad, que no deja ningún provecho o que muestra una gran voracidad alimenticia sin encarar después algún acto productivo.

miércoles, agosto 24, 2022

Aquel tenis



















Durante diez años fui seguidor televisivo del tenis internacional. Eso abarcó, más o menos, de 1978 hasta finales de los ochenta. Fue, de hecho, mi etapa de mayor enajenación deportiva, el momento en el que aprendí todo lo que todavía sé sobre box, futbol, tenis, beisbol, futbol americano y, claro, futbol soccer. Esto lo recuerdo porque el pasado fin de semana eché un vistazo a YouTube y me detuve cinco minutos en un match de María Sharápova contra una belga. Aparte de quedar deslumbrado ante la rusa, me llamó la atención su tiro de top spin. Eso me llevó a pensar en el jugador que más admiré, pues coincidió que él estaba en la cúspide cuando me interesé por el tenis.

Me refiero al sueco Björn Borg, que sin inmutarse sacaba unos raquetazos bestiales desde el fondo de la cancha, muchos con el efecto sublime del top spin que nadie, hasta donde pude ver, dominaba tanto como él, rey en tenis del “efecto Magnus”. Vi a Björg contra otros legendarios como Connors, Vilas y, por supuesto, contra otro que también admiré: John McEnroe. Las mujeres no eran entonces tan seguidas por la tele, pero me tocó ver partidos enteros de Chris Evert y, sobre todo, de aquella máquina checa llamada Martina Navratilova.

Para la época de Iván Lendl y Boris Becker yo me había separado mucho no sólo de las transmisiones deportivas, sino de toda la televisión. Pero aquello fue grato mientras duró. No me arrepiento y hasta la fecha creo que nadie ha jugado mejor al tenis que mi ídolo Björn Borg, el Témpano de Hielo, según la crónica de Vicente Zarazúa y Pancho Contreras en canal 5.

Al margen del seguimiento en la tele, siempre sospeché que podía jugar bien al tenis. Algo en mi interior me decía que si lo hubiera aprendido, ciertos tiros desde el fondo, mis tiros, terminarían por derrotar rivales. Pero pasó que nunca tuve la oportunidad. Sabía que las canchas de ese deporte estaban en clubes privados, y soñar con una raqueta era soñar demasiado, así que me resigné a imaginarme un posible buen tenista. Años después jugué un poco de ping-pong, y aunque es algo distinto, sentí que mis buenos muñecazos con efecto (algo tenísticos) eran una prueba de que pude hacer algo en el tenis. Pero esto nunca pasará de ser una simple conjetura, un sueño muy borroso en el recuerdo.


sábado, agosto 20, 2022

Policías y redactores

 











En la escritura se cae con frecuencia en el uso de una sinonimia delirante. Como la repetición de palabras en un texto dizque es un delito castigado con cárcel sin derecho a fianza, muchos redactores, sobre todo de la prensa, incurren en el hábito de usar neologismos o parir sinónimos muy poco elegantes, algunos más desagradables que patada en los destos. El periodismo policial antiguo era especialmente diestro en el manejo de esta fealdad, y buscaba sinónimos y cierto caló para evitar la reiteración de palabras o por un pretendido eufemismo que jamás llegó a eufimizar nada. Creo que tal pobreza se ha mitigado —o quizá ya no exploro noticas de esa índole—, pero como hace años leía la nota roja no he olvidado algunas palabras de la jerga periodístico-policial. Comparto algunas.

Aletero. Antes casi todos los autos tenían “aletas”, el triangulito de cristal que, al moverlo, permitía un mejor flujo de aire exterior. Cuando las pertenencias de un vehículo eran robadas, muchas veces se debía a que los ladrones forzaban una aleta, metían la mano y abrían la puerta, de allí que fueran “aleteros”.

Amasia. Cuando la compañera o amante de un sujeto implicado en cualquier delito aparecía en la nota roja, sin falla era una “amasia”, palabra que en sí misma suponía el pecado de no ser la esposa casada de blanco en un ritual católico, apostólico y romano.  

Chacal. Si algún tipo perpetraba crímenes con barbarie extrema, un poco en la modalidad de los asesinos seriales a la mexicana, era indefectiblemente considerado un “chacal”.

Chafero. Fue el vendedor de objetos de poco valor, chafas, pero ofrecidos como si fueran de lujo. Las “joyas” eran su producto insignia.

Coscorronero. Llamaban así a quienes de madrugada abrían, para robar, un agujero en el techo de cualquier negocio, es decir, le propinaban un metafórico coscorrón (“Los coscorroneros robaron joyas y dinero”)

Cristalazo. Quienes rompían un aparador cometían esto, un “cristalazo”; obviamente no lo tronaban por vandalismo ocioso, sino para robar.

Ergástula. Una de las palabras más espantosas de nuestra lengua. Se supone que equivale a cárcel.

Fardera. Oficio que consistía en robar prendas, sobre todo íntimas, de las tiendas; ignoro por qué fue una ocupación exclusivamente femenina.

Fémina. Horrible sinónimo de “mujer” usado en la prensa criminal (“Declaró que a esa hora bailaban algunas féminas en el lugar”).

Finca. Después de usar “casa”, “negocio”, “edificio”, “residencia”, el periodista se sentía indefenso y apelaba a este sinónimo genérico de la prensa roja: “finca” (“Cerca de las once de la noche comenzó el incendio de la mencionada finca”).

Galeno. Lo escribo y se me retuercen las tripas. Fue uno de los sinónimos más socorridos por la necedad periodística (“Según el galeno, la herida interesó órganos vitales de la víctima”).

Mariposero. No sé por qué, pero así fue llamado el ladrón de bicicletas del neorrealismo lagunero.

Nosocomio. Otro nauseabundo. Se supone que es una forma elegante de decir “hospital” (“El lesionado fue atendido en un nosocomio de la localidad”).

Parroquiano. Los asistentes a todo bar, cantina, lupanar, piquera, similares y conexos, todos eran, siempre, “parroquianos”.

miércoles, agosto 17, 2022

Tres anglicismos descartables

 








La política de aceptación o rechazo a los anglicismos no es de muy fácil manejo en el habla y la escritura cotidianas. Igual que ante palabras de otros orígenes, sé que en cualquier caso debemos estar atentos y aceptar una palabra cuando es insustituible porque se trata de una innovación cultural o tecnológica, e incluso en estas situaciones es bienvenido que nos asalte la duda. Por ejemplo, ¿acepto el anglicismo —ya castellanizado— “accesar” o no? Según mi opinión, no, pues en español ya contábamos con el verbo “acceder” como sinónimo de “entrar”. ¿Acepto el niponismo “karaoke”? Según mi opinión, sí, pues esta palabra acompaña una innovación.

En mi caso, no soy de los que persiguen como policía a quienes enriquecen su vocabulario con novedades del momento, como “es correcto” en lugar de “sí”, “literal” para lo que es indudablemente literal (“Llegué a la oficina a las 7 de la mañana, literal”), “expertiz” por “experiencia” y otras voces no menos flamantes y bobas. Que cada quien haga con su lengua lo que guste, pero a fuerza de escucharlos (y leerlos) hay algunos anglicismos que quizá merezcan el beneficio de la guillotina. Traigo sólo tres.

Uno. La palabra “bizarro” tiene tras acepciones en el diccionario académico. 1. Valiente. Arriesgado. 2. Generoso, lucido, espléndido. 3. Raro, extravagante o fuera de lo común. Su uso en español era literario y antiguo, siempre en el sentido de las acepciones 1 y 2, pero hace varios años empezó a destacar entre nosotros, por influencia del inglés, la tercera acepción con la variante semántica del inglés, que a lo raro añade una buena dosis de fealdad. Es decir, que lo bizarro no es sólo lo raro o extravagante, sino lo francamente feo e incluso grotesco. No por nada hay un género porno así llamado en el que los protagonistas son sujetos nada convencionales, por decirlo amablemente.

Dos. Como cualquiera lo sabe, debemos al nombre de Vespucio, navegante y cartógrafo florentino, el topónimo “América”, de donde deriva el adjetivo “americano”. En teoría, este gentilicio designa a todo el territorio que va desde Nunavut, al norte de Canadá, hasta las Islas Hermite, un poco más abajo de Ushuaia, en Argentina. Así pues, el vallenato es un ritmo americano, el mole es un platillo americano y el Chimborazo es un volcán americano, y no sólo lo que está o fue hecho en “America” (sin tilde), es decir, en EUA.

Tres. También por calco del inglés, está muy de moda calificar como “épico” lo que sobre todo los jóvenes perciben intenso, agitado, estridente, movido o algo así. Pero no, lo “épico” es lo “Perteneciente o relativo a la epopeya o a la poesía heroica”, lo que se relaciona con las guerras. Por esta razón, con gran servilismo anglófilo ya hay, malamente, “bodas épicas” o “viajes épicos a Cancún”.

martes, agosto 16, 2022

De libros, lectores y editores

 









En 2019 o poco antes, Gerardo Segura —escritor, periodista y promotor cultural coahuilense— me invitó a participar en el libro que he comentado en esta liga. Meses después supe que se agotó en su soporte material y por ello el sello encargado de editarlo, la Secretaría de Cultura de Coahuila, ha sumado este título a su lista de obras para descarga gratuita en la siguiente página. Comparto aquí la presentación escrita por Gerardo Segura y la entrevista completa que generosamente me hizo e incluyó en el libro. Confío en que se trata de un material de notable interés sobre todo para los lectores, escritores y editores.


Presentación

Gerardo Segura

En el hermoso libro Qué leen los que no leen, de Juan Domingo Argüelles, se aborda el prejuicio respecto a las lecturas sanas, las que nutren, y las chatarra. Nos han enseñado que la lectura es buena y la no lectura alimenta el ocio. También que las lecturas sanas están en un canon y las malas en el puesto de periódicos, en la peluquería, en las salas de espera. Este planteamiento abre el camino a un asunto extra lector que habría que discutir, o simplemente ignorar y que cada quien se las arregle como pueda, que piense lo que quiera.

Otro semejante es el tema de que los libros buenos, los válidos, son los impresos por sellos editoriales comerciales. Las ediciones de autor, los institucionales, de imprentas del barrio, son proyectos que se agotan en sí mismos, sin trascender. En la biblioteca de casa hay un par de bellísimos ejemplares de Iberia editorial que impulsa Jaime Muñoz Vargas. Lejos del manido “Libros muy dignos” o “No le pide nada a nadie”, los libros de Iberia son ejemplos de que fuera de los sellos nacionales comerciales sí se sabe editar siguiendo los cánones de las artes gráficas.

Y uno más es mal leer los libros. Las maestras nos dijeron con más frecuencia que éxito, que habíamos leído mal tal o cual libro, que no lo entendimos. ¿Hay un modo correcto de leer? ¿Hay un modo incorrecto de leer? Si es así, habría que preguntarse si existe un modo correcto y uno incorrecto de vivir, de entender de qué va la historia personal.

La lista de prejuicios, de malos entendidos, de intransigencias, de fantasmas que recorren las páginas de los libros, se alarga al tenor del censor, del juez que, ya sea vestido de bibliotecario, maestro, cura, librero, crítico, con frecuencia bien intencionado, hasta ser más grande que la enciclopedia británica.

A lo largo de años embebido en la lectura he resuelto algunos escollos y creencias, las menos, con tal de seguir abandonándome 8 en las páginas de los libros con la impudicia imprescindible para disfrutarlos. Sin embargo, cuando llegó la promoción de la lectura como actividad profesional y me trepé a la palestra a pontificar sobre el modo correcto de leer, vinieron las preguntas incómodas. ¿Así se hace? ¿Así procederá Alma Velasco, Felipe Garrido, Daniel Goldin y tantísimos más promotores serios, promotores de verdad? Ya la lectura de Ramón Flecha y antes, de su tutor Paulo Freire, había zanjado la cuestión con voz más clara que mi entendimiento: que cada quien lea a la luz de su historia personal.

Leer, como leerse, es un asunto tan subjetivo que más tiene que ver con el propio acercamiento inaugural a la lectura, con el acompañamiento que vivió, con el modo de entender la reacción del entorno a su ejercicio lector, con el tipo de lecturas realizadas... con un montón de cosas más que, como los genes reunidos al instante de la concepción, obedecen más al azar que a una planeación bien rumiada.

Preguntando, preguntador, me hice a la mar de la conversación con la Gente de libros. Todo lo que buscaba saber era si les ocurría lo mismo, si sus libros, sus hábitos lectores, sus libreros y esperanzas librescas alimentaban o padecían glorias o fantasmas.

La pléyade aquí reunida representa a los diversos gremios de la parábola que trazan los libros desde su salida del escritorio del escritor hasta su destino final. Editores, promotores, bibliotecarios, lectores y críticos están representados en las siguientes páginas, sin frontera entre una actividad y otra. Los bibliotecarios escriben, los escritores promueven la lectura, los lectores son escritores, los promotores son críticos, los críticos son bibliotecarios, así sea de su propia biblioteca... Ya lo dijo Yolanda Argudín en las entrañables clases en la Ibero Churubusco: el que anda entre libros a escribir se enseña.

Como en los ríos viejos las riveras están deslavadas y el agua fluye de un lado a otro sin mucha vocación de límite. Así, la gente de libros va al tenor de su juicio de un lado a otro de las orillas del 9 libro y ora toca la rivera del ensayo, ora la de la promoción, ora de la edición con tal de seguir leyendo, alimentando sus pensamientos, su voz interior.

Más allá de la censura, de los consejos, de los prejuicios del censor, el lector letrado escucha a su voz interior que, página tras página, libro tras libro, va haciéndose más sonora, más clara, más nítida, más inteligente. Tal vez por eso sea que algunos lectores letrados hablan poco, ocupados, como están, en dialogar con su voz interior, con el hombre que siempre va consigo.

*

La gente de libro cuyo pensamiento camina por estas páginas, son personas a las que admiro, respeto y tengo como ejemplo en uno o varios sentidos. A los que busqué y no están por algo será. Se partió del principio de construir un abanico conformado por jóvenes de diferentes edades, de diferentes regiones, no solo capitalinos, no solo coahuilenses; de diferentes acentuaciones profesionales, de diferentes formaciones, y de diferentes modos de pensar. El propósito es ofrecer al lector un caleidoscopio del pensamiento de los grandes lectores en México.

A cada una se le presentó una guía de conversación, de entre cinco y seis preguntas, que se desahogó conforme transcurría la charla. Se decidió suprimir la voz del interlocutor en un afán de dejar sola y libre la del entrevistado y que ésta corriera a su libre albedrío, salvo en el caso de tres entrevistados que prefirieron redactar sus respuestas y enviarlas por correo.

Gracias a la bondadosa confianza que dispensaron al proyecto, gracias por sus confidencias e infidencias (no todas están) y gracias por el trabajo de leer la edición final y aprobar el respectivo manuscrito.

Gerardo Segura Saltillo, Coah. Noviembre 2018

 

Entrevista a Jaime Muñoz Vargas

La imagen más vieja que retengo sobre mi contacto con las letras se remonta, creo, a 1968. Tendría yo como cuatro años y en la salita de mi casa en la calle Madero, de Gómez Palacio, Durango, me veo tirado en el piso, con una hoja, un lápiz y un periódico. Concentrado, copio algunas letras y formo una palabra. Sospecho que todavía no sé qué sonido tiene cada letra, pero con ellas formo una palabra que ni siquiera es eso, una palabra, sino un arbitrario puñadito de letras. Al final, llega mi padre y le muestro el resultado. Lee que no dice nada, que sólo se trata de una breve sucesión de letras, sonríe y seguramente me da unas leves palmadas en la coronilla. Creo recordar, o no sé si ese recuerdo lo inventé después, que para mí fue muy meritorio juntar esas letras, copiarlas tal y como las veía en el periódico. Esto significaría entonces que escribí poco antes de entender lo que escribía, que para mí las letras primero fueron forma antes que sonido.

Como digo, un periódico fue mi primer papel impreso. En mi casa no había libros ni antecedentes de lectura como fuente de placer. Lo que sí había era periódico, pues mi madre compraba a diario La Opinión, el periódico más viejo de La Laguna, fundado en 1917. Gracias a esto, cuando al fin llegué a la primaria y aprendí a leer, las páginas del diario se complementaron con los libros de texto, así que de 1970 a 76, más o menos, no tuve contacto con otros papeles que no fueran esos. Los libros de texto de aquellos años que me gustaban más eran los de español e historia, y desde siempre me sentí lejos de los otros.

Cuando llegué a la secundaria ocurrieron dos hechos importantes: por un lado, descubrí la práctica del futbol y, por el otro, mi madre compró unas enciclopedias, lo que en aquella época (1978) era como conectarse a internet. Apasionarme por el futbol como deporte, jugarlo bien y sin descanso, tuvo una extraña derivación “intelectual”, por llamarla de algún modo: me convertí en comprador, lector y coleccionista contumaz de revistas futboleras. Cada semana ahorraba la cantidad necesaria para comprar cinco publicaciones, es decir, todo lo que llegaba a La Laguna sobre ese tema: las revistas Pénalty, Balón y Sólo Futbol, y las historietas Borjita y Chivas Chivas Ra Ra Ra. Gracias sobre todo a las revistas, y a falta de Ilíadas y Odiseas, accedí a entrevistas, reportajes y columnas en los que fui haciéndome una idea del mundo y de la vida a partir del futbol. En aquel tiempo no sólo La Laguna, toda la provincia era más provinciana y se soñaba poco con lo que estaba fuera de nuestro entorno. Las entrevistas a los jugadores me remontaban a geografías distantes, a topónimos y nombres de equipos y jugadores que conllevaban una sonoridad peculiar: Botafogo, San Lorenzo de Almagro, Amaury Epaminondas, Juan Carlos Czentoriky, Belarmino de Almeida, Colo Colo, Rafael Albrecht, Jan Gomola, Carlos Jara Saguier… algo raro había en esas palabras, lo que me hacía pensar en lejanías, en la heroicidad de viajar, en la vaga sensación de que el mundo era mucho más grande de lo que yo imaginaba. Mi vida, entonces, era ir a la escuela, leer revistas de pe a pa y jugar futbol en la calle todos los días. Eso fue, sospecho, lo primero que leí con pasión y disciplina, pero no me duraría mucho tiempo, pues llegaron las enciclopedias y con ellas unos libros de regalo, como un pilón. Las enciclopedias sirvieron en casa para las tareas de mis hermanos y las mías, pero yo aproveché más un libro extra, de los de regalo, al que considero muy importante en mi vida, acaso el primero que logró cautivarme. Alguna vez, en septiembre de 2014, escribí sobre él, y lo evoqué así en mi blog:

“Desde hace unos cinco años pienso con frecuencia en aquel libro. Llegó a la casa familiar como regalo en la compra de una enciclopedia, la Británica o la Grolier, quizá la Salvat, no sé. Recuerdo su formato grande, como tabloide, su pasta dura, su buen encuadernado y el papel brillante y bien impreso a color de todas sus páginas, como de revista gringa. Lamento no recordar el título, lo que contrasta con la excelente calidad de las fotos que conservo en la memoria. Era un libro gordo, de al menos 250 páginas, y por su tamaño pesaba tanto que sólo podía ser hojeado en una base de apoyo, sobre una mesa.

Las fotos hacían un recorrido por las edificaciones más importantes construidas por la humanidad y algunos portentos de la naturaleza: edificios, puentes, casas, presas, catedrales, museos, cataratas, ríos. De cada obra o escenario natural, varias tomas a full color desde distintos ángulos. Además, un texto aledaño, sencillo e instructivo. Para despachar cada zona del planeta, creo que su índice procedía por continentes, pero eso no puedo asegurarlo.

Una de mis secciones favoritas era la inicial. En las primeras páginas, antes de llegar a las edificaciones modernas más impresionantes, el libro describía, también con abundantes imágenes, las siete maravillas de la antigüedad. Sin información previa ni guía de nadie, yo metía los ojos en aquellas páginas y con verdadera delectación leía y releía lo que se afirmaba sobre la gran pirámide de Guiza, los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa, la estatua de Zeus, el mausoleo de Halicarnaso, el coloso de Rodas y el faro de Alejandría. Todo eso era mágico, tanto como ver después, en las fotos siguientes, la muralla china, la torre Eiffel o el puente de San Francisco. De una forma que por supuesto ya da risa, aquel fue mi primer internet, el viaje por el mundo entero que jamás, por cierto, he realizado más que en las páginas de aquel libro maravilloso.

Tengo [tenía] 48. Ese libro estuvo cerca de mi vida, al menos, desde mi adolescencia hasta mis treinta años. Dado el uso rudo que le infligió una familia llena de manos infantiles, al final lo recuerdo sin el forro, pero todavía bien unido por el lomo perfectamente cosido con resistente cáñamo.

¿Cuándo desapareció aquel libro, a dónde fue a parar? Si tuviera su título, el nombre de la editorial, lo que sea, estoy seguro que trataría de conseguirlo nomás para revivir el gusto de emprender aquellos viajes alrededor del mundo en 250 páginas”.

Hasta aquí la evocación. Luego de escribir eso, busqué en Google como pude y añadí esto:
“Posdata media hora después. Luego de escribir los párrafos anteriores, le rasqué a la memoria y di en internet con el mentado libro. Hay muchos ejemplares a la venta en España. Lo compraré, no importa que me salga cariñosa la mensajería que cruza el Atlántico. He aquí abajo la portada. Su ficha bibliográfica es ésta: Maravillas del mundo: prodigios de la naturaleza y realizaciones del hombre, desde las cataratas del Niágara hasta las bases espaciales, Roland Gööck, Círculo de Lectores, 1968, 250 pp.”.

Eso ocurrió en la adolescencia, y al llegar a la prepa se dio otro hecho peculiar que asimismo consigné en algún texto sólo publicado en el blog y titulado “Asombro de los libros”. Cito el pasaje más significativo: “Sin conciencia plena de ese deslumbramiento inaugural, como a los quince años llegaron a mi vida los primeros libros no obligatorios, aquéllos que no eran de texto gratuitos. He olvidado los títulos, pero sé que dichos volúmenes amarillentos tenían un contenido religioso pues mi hermano los había interceptado en un descarte de parroquia y, no sé con qué razón, me los regaló en una caja de galletas Marías. Aquéllos, como ya dije, fueron mis primeros libros no obligatorios, no escolares; eran como veinte o treinta piezas descabaladas, mordidas por los años y todas con páginas color ocre. Recuerdo que los limpié, los pegué, los forré, los ordené y mucho antes de leerlos ya me había enamorado de los libros, de los objetos llamados libros. Así, con la simpleza del azar, empezó mi relación con esos objetos sagrados que hasta la fecha busco y ordeno con la misma emoción infantil que me sobrecoge cuando vuelvo a conseguir alguna novedad editorial”. Desde entonces, pues, comenzó una relación con los libros que prosigue hasta la fecha. Empecé con lo que mencioné y en casi cuarenta años he podido armar, desde aquellos años, una biblioteca que quizá ronde los nueve o diez mil títulos. Creo que es lo único que tengo en términos de propiedad material.

Las buscas de la lectura

He tratado de explicarme por qué comencé a leer, y sospecho que eso se debió a mi flanco tímido. No soy antisocial, pero tampoco me he considerado nunca el alma de las fiestas. Tiendo entonces a la soledad, al aislamiento, zonas de la vida en las que no me siento nada mal. La timidez y la soledad en general tienen mala prensa, suelen ser etiquetadas como negativas en el mundo del exitismo, pero a mí me sirvieron para comenzar a leer. Un día descubrí que tener libros y leerlos me complacía, y repetí y repetí freudeanamente ese placer. Poco después de quedar asombrado ante los libros, di el siguiente paso: escribir. Por supuesto, desde entonces hasta la fecha leer me gusta más, y escribo como una consecuencia casi obligatoria de lo estimulante que ha sido para mí pasar los ojos por los libros.

Leer siempre es un viaje, como lo descubrí en el libro Maravillas del mundo. Un viaje imaginario, pero viaje al fin. Es decir, se trata de un desplazamiento, de una salida de nuestra circunstancia. Gracias a la lectura he podido saciar una necesidad que muchos resuelven con viajes reales, con el alcohol o las drogas, con el cine, con la música, con la locura o el suicidio. Leer me ha permitido conocer otras geografías, moverme en otros periodos de la historia, vagabundear en el alma de muchos hombres, turistear azoradamente en nuestra lengua, enterarme de conflictos que se libran sobre el papel, clavar la mirada en dichas y desdichas ajenas. Todo esto, en la noción vargaslloseana, ha enriquecido mi pobre experiencia individual y me ha granjeado diversas alegrías, como descubrir a Borges y releerlo o saber que Quevedo o Cervantes siempre estarán al alcance de la mano. No quiero decir que la lectura haya tenido, para mí, sólo fines utilitarios o terapéuticos, sino que gracias a la alegría que leer me produce he lidiado mejor con las miserias de la vida que, como cualquiera, enfrento. Esto significa que leer es para mí, en primer término, un acto estético, un ejercicio hedónico, y en segundo lugar todo lo demás.

Cuando la pasión se desborda

Tengo una lista más o menos monolítica de querencias. Es previsiblemente larga, pero no tanto como para agobiar a quien quiera, si es que tal persona existe, hurgar en mis preferencias de lector: Borges encabeza todo, él es quien coloca la bandera en la cima del Everest. Luego de él, Cervantes y Quevedo (ya mencionados), Reyes, Carpentier, Vargas Llosa, García Márquez, Rulfo, Arreola, Sor Juana, Kafka, Papini, Schwob, Cortázar, Nabocov, Zweig, Faulkner, Ramón López Velarde, Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez, Rodolfo Walsh, Poe, Conan Doyle, Luisa Valenzuela, Neruda, nuestra Enriqueta Ochoa, Paz, Sabines, Osvaldo Soriano, Julio Ramón Ribeyro, J.M. Coetzee, Umberto Eco, Cioran, Auster, Roberto Fontanarrosa, José Agustín, Juan Forn, Juan Sasturain, Fernando del Paso, Tomás Eloy Martínez, José Lezama Lima, José Martí, Eduardo Galeano, José Revueltas, Vicente Leñero, todos los cronistas de Indias, Salvador Novo, Alejandro Dolina, Guillermo Saccomanno, César Aira, Juan Sasturain, Federico Campbell, Mempo Giardinelli, Miguel Ángel Asturias, Ricardo Piglia, Jorge Ibargüengoitia, Abelardo Castillo, Silvia Iparraguirre, Manuel Mujica Lainez, Juan José Saer, Ricardo Garibay, Rubén Bonifaz Nuño, Sergio Pitol, Carlos Montemayor, Max Rojas, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Efraín Huerta, René Avilés Fabila, Óscar de la Borbolla, Juan Villoro, José Joaquín Blanco, Luis Sepúlveda, Enrique Serna, Hugo Hiriart, Hernán Lara Zavala, Guillermo Samperio, Eduardo Antonio Parra, Luis Humberto Crosthwaite, Julio Scherer, Álex Grijelmo, Horacio Verbitsky, Christian Ferrer, Eduardo Subirats… A ellos debo sumar libros de amigos cercanos y queridos como Saúl Rosales, David Lagmanovich, Sergio Antonio Corona, Gilberto y Javier Prado Galán, Gerardo García Muñoz, Fernando Fabio Sánchez, Vicente Alfonso, Édgar Valencia, Miguel Báez, Daniel Lomas, Daniel Herrera, David Miklos, José Salvador Ruiz, Fabián Vique, Rogelio Ramos Signes, Diego Muñoz Valenzuela, Giselle Aronson, Antonio Cruz, Daniel Salinas Basave, Zita Barragán, Atenea Cruz, Roberto Bardini, Felipe Garrido, Rogelio Guedea, Lilian Elphick, María Rosa Fiscal, Jesús Marín, Magda Madero, Gerardo Segura, Alejandro Pérez Cervantes, Alfredo García, Frino, Julián Herbert, Valeria Zurano, Carlos Dariel, Leandro Hidalgo…

Es una lista caótica, ciertamente, pero en este caos, en este tumulto, he encontrado la “grata compañía”, como decía don Alfonso, de libros que leí y ahora, cada vez que puedo, revisito como quien vuelve a la casa familiar, como quien rehidrata lo querido. En cuanto a libros de mi preferencia, en efecto tengo algunos. Por ejemplo, la primera edición (1965) de Para las seis cuerdas, de Borges, libro que me gusta por su forma, por sus grabados y por su contenido; son milongas “que parecen nada”, como dijo Yupanqui, y sin embargo resultan “sonadoras”, tanto que juntas constituyen uno de los libros más importantes de mi vida. Tengo, como libro amuleto, la edición conmemorativa del Quijote publicada por la Real Academia con la firma de Vargas Llosa en la página donde comienza su largo prólogo. También, la obra completa o casi completa de Carpentier, incluida la primera edición (1949) de El reino de este mundo, novela que abrió las puertas de mi total admiración al gran narrador cubano. Quiero mucho asimismo mis primeras ediciones de Zozobra, de López Velarde; Urbe, de Maples Arce; Cuestiones gongorinas, de Reyes; Pedro Páramo, de Rulfo; Historias de cronopios y de famas, de Cortázar; La feria, de Arreola; y varias más que aprecio por su contenido y porque es difícil conseguirlas dada su rareza. Debo añadir que en sentido estricto no tengo un libro favorito, sino que he tratado de acopiar la obra completa, o todo lo que sea posible, de los escritores que admiro.

Ha pasado, sí, que alguno de esos autores me ha movido a escribir tal o cual cuento, tal o cual ensayo. Procuro en general, sin embargo, que la influencia no me pese, lo que es relativamente fácil cuando uno es consciente de que enamorarse de un escritor puede ser peligroso. Trato entonces de no imitar, de ser fiel a lo que me propuse desde hace mucho: asumir mi condición de escritor con todas mis limitaciones y con mis pocas virtudes, si es que las tengo, y trabajar tanto como se pueda sobre todo en el momento de la corrección, punto clave en el proceso creativo.

Ahora bien, una anécdota relacionada con mis libros. Creo que ésta puede servir: en 2001 gané un premio de novela y me dieron 75 mil pesos. No era una fortuna, pero ayudó en algo a la economía familiar, siempre en apuros. Junto con el premio llegó mi amigo Fernando Martínez a decirme que un amigo suyo tenía la tercera edición del diccionario de la Academia y quería venderla a cinco mil pesos. Como yo tenía el monto del premio, decidí hacerme ese regalo, darme un cariño bibliográfico. Lo pagué en dos cuotas y desde entonces tengo ese bello libro, el más viejo de mi acervo, armado en 1791 con la hermosa tipografía de Joaquín Ibarra y Marín, impresor real (o sea, del rey).

Como dice el bolero…

No tengo hábitos de lectura, salvo quizá el de leer donde se pueda y a la hora en que se pueda, e igual pasa cuando se trata de escribir. Dado que soy padre de tres hijas, la situación material siempre me ha exigido trabajar mucho en lo que sé hacer, que es dar clases, editar, escribir para la prensa, coordinar talleres y cursos, dictaminar en concursos, todo eso, oficios que pueden dar para vivir pero no para hacer rico. El tiempo que me queda libre, como dice el bolero, si me es posible se lo dejo a las querencias familiares y luego de eso, el chorrito de tiempo que todavía resta lo aprovecho esté donde esté para leer y escribir. No puedo por ello establecer rutinas, sino que siempre maniobro en las grietas, leo y escribo a saltos. Ahora bien, los fines de semana o los días de vacaciones la situación cambia un poco: escribo y leo tanto como puedo para recuperar terreno. No soy un lector muy veloz, digiero lentamente, siempre estoy atento a la forma, y eso demora el trance de atravesar un libro. Por todo lo que llevo dicho, el baño es desde hace mucho, para mí, un santuario de la lectura.

La creación literaria es el espejo de las lecturas

No sé. Quiero suponer que en el cuidado de la forma sí, no tanto en el contenido. Siempre he leído información relacionada con la escritura, historias del español, gramáticas, diccionarios, libros de texto. Eso que me sirve en las clases también me ha ayudado a conocer un poco mejor la herramienta de trabajo de quien escribe y edita. No escribo como quiero, sino como puedo, pero es un hecho que siempre procuro peinar bien mis renglones, que salgan a la calle sin dar tan mala impresión. Si bien, como le ocurre a cualquier escritor, tal o cual lector me ha dicho que lo mío se parece a tal o cual otro escritor, eso no sucede con frecuencia, lo que es una buena noticia, pues supongo que logro evitar u ocultar bien a los autores que más me gustan, es decir, esquivar su influencia. La verdad, no me gusta la idea de ser una mala copia. Prefiero mil veces ser un mal original.

Editar es como una carta esférica

Comencé por curiosidad, y primero como editor de revistas. Un buen día, luego de conocer el programa Pagemaker, intenté editar un cuadernillo. Con preguntas a diseñadores, con exploración de libros bien editados, leyendo (por ejemplo, ese vademécum titulado El libro y sus orillas, de Roberto Zavala Ruiz) entendí poco a poco tanto la teoría básica como los rudimentos de programas de computadora que con el paso de los años me ayudaron a editar mejor y ser una de mis varias chambas. Este trabajo me gusta mucho, claro, y por ello aprendí todo el proceso: desde recibir (e incluso escribir) el libro en Word hasta recogerlo en la imprenta y presentarlo. Los libros me gustan, ya lo dije aquí muchas veces, y por eso también me agrada la riesgosa aventura de ayudar a que nazcan.

De cómo se disloca la lectura

Leo lentamente, también ya lo dije, porque no paso por los renglones sin pensar en los rasgos de estilo, en el léxico del autor, en las posibilidades de una etimología, en las combinaciones sintácticas, en la puntuación, en la adjetivación. Para muchos lectores todo eso no existe, y disfrutan el libro a su manera, lo que me parece absolutamente legítimo. Yo dejé de ser ese tipo de lector hace muchos años, cuando se me apareció la idea (no sé si llamarla “vocación”) de escribir. Desde entonces la lectura me resulta placentera porque implica todo lo que enumeré. Hace poco, por ejemplo, leí en una clase “El camino de Santiago”, cuento de Carpentier, que inicia así: “Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas…”. Son apenas tres renglones, pero si trato de leerlos hasta el hueso noto que contienen mucha información y un montón de recursos estilísticos que quizá puedo explicar. No es lo mismo decir “Juan andaba con dos tambores a lo largo del río Escalda” que decirlo como Carpentier, con esa poética dislocación de la sintaxis y la elipsis de la palabra “río”, o en la necesidad de saber qué son las “gúmenas” y las “bitas”. En eso me detengo mucho, lo que indefectiblemente ralentiza mis lecturas. Si pudiera encontrar una semejanza con la vida, leo como quien camina por la calle y va admirando edificios, fachadas, jardines, balcones, no como quien la recorre en moto.

Nada se puede añadir al todo

Me da miedo intentar una definición del libro luego de la propuesta por Borges y citada sin piedad cada día internacional del libro: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. Aparece, como sabemos, en su conferencia titulada precisamente “El libro” del libro Borges oral. ¿Qué puedo añadir yo? No se me ocurre nada, sólo quizá esta idea que Pierre Menard bien podría aplaudir: para mí, de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

¿Cuáles títulos o autores invitas a leer para empezar a acercarse a la lectura? Todos los que he ido dejando en el camino de estas respuestas y muchos más que no menciono por olvido e ignorancia.

sábado, agosto 13, 2022

Estilo sonriente

 











A la palabra “estilo” le sucede lo mismo que a “calidad”: aunque debería servir para designar un estado bueno o malo, tiende en el habla a identificar sólo lo bueno: “Producto de calidad” (¿de calidad qué, buena, regular o mala?), “Tiene estilo” (¿estilo qué, bueno, regular o malo, clásico o barroco, formal o informal?). Su uso se ha inclinado a ser útil en el espacio de lo estético: en el arte siempre destacamos “un estilo” como sinónimo de orientación o tendencia, y más allá de este espacio también se emplea para identificar lo bello en otros rubros: “Es un auto con estilo”, “El decorado de su oficina tiene estilo”, sin que sepamos con claridad qué significa esto. En literatura, alguien que se preocupa mucho por el cuidado de la forma, como Arreola, es llamado “estilista”. O era llamado, pues del ámbito de la escritura pasó, con fórceps, al de la alta peluquería: quienes cortan el pelo en “salones” o “¡estéticas!” distinguieron su trabajo de los peluqueros talachones y se hicieron llamar “estilistas”, lo que pudrió esta palabra.

“Estilo” proviene del latín “stilus”, que significa “punzón”, instrumento de metal terminado en punta espatulada que servía para incidir en una tablilla usada como cuaderno con superficie de cera. Si se cometía un error o se quería eliminar (tabula rasa) todo lo escrito, se usaba el extremo chato del estilo. De escribir con el punzón la idea fue pasando a escribir bien, bellamente, y de allí su semántica se desplazó hasta designar todo aquello que tuviera rasgos hermosos y definidos, creadores de “estilo”.

Bueno, todo lo ya dicho sirve como preámbulo de un rasgo que me asaltó al releer La palabra mágica (ERA, México, 1983, 119 pp.) libro de ensayos de Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 1921-México, 2003). ¿Qué estilo tiene?, pensé mientras leía, y así como podemos decir, no sin simplismo y arbitrariedad, que el de Carpentier es un estilo barroco; el de Paz, poético; el de Reyes, clásico; y el de Cortázar, oral, me animo a señalar que el de Monterroso es un estilo sonriente.

Si una marca destaca en su escritura es esta: al avanzar por sus renglones es viable percibir que detrás de cada afirmación se esconde la expresión de un rostro autoral en el que no declina una sonrisa algo giocondesca. Ni en el ensayo, género que suponemos serio, el también autor de La oveja negra y demás fábulas incurre en la solemnidad, como si la suya fuera una lucha sin armisticio posible contra el tono grave. Por supuesto que hay momentos de su escritura que fuerzan una mirada un tanto solemne, pero es claro que la índole, el natural de Monterroso jala en el sentido ya destacado.

La palabra mágica es una “edición espacial”, así la llama ERA en su colofón, diseñada por Vicente Rojo, uno de los fundadores de la editorial. Es un libro-objeto hermoso, lleno de variantes tipográficas, ilustraciones y cambios de tinta, lúdico, un recipiente grato para escanciar la prosa sonriente de Monterroso, como en el pasaje —con el cual termino— donde comenta la invitación que le hizo Vargas Llosa para que escribiera sobre “su” dictador: “Pero la verdad es que el tema me dio miedo, miedo de meterme en el personaje, como inevitablemente hubiera sucedido, y de empezar con la tontería de buscar en su infancia, en sus posible insomnios y en sus miedos y en terminar ‘comprendiéndolo’ y teniéndole lástima; y así (…) renuncié a trabajar en un Somoza al que como juez me hubiera gustado mandar fusilar pero que como escritor hubiera llegado a presentar en toda su indefensión y miseria, y cobardemente renuncié al proyecto, y pocos días después de recibida la carta le contesté a Mario Vargas Llosa que no, que muchas gracias”.

miércoles, agosto 10, 2022

La pandemia: amenaza y oportunidad

 











La percepción de la historia suele apuntalarse en hitos, y es así como nuestra mente se acomoda a la comprensión del pasado para parcelarlo, para evitar que todo el pretérito sea una masa de tiempo uniforme y aplastante. Por ello pensamos en la larguísima duración y dividimos paleozoico, mesozoico y cenozoico, o más cerca de nuestra hora en prehistoria e historia, y en términos todavía más próximos en Medievo, Renacimiento, Ilustración, Revolución Industrial y demás. Cada momento suele tener un punto de arranque y otro de cierre en muchos casos artificial, definido por la ciencia y los historiadores. Esta es la manera en la que construimos líneas de tiempo, segmentando etapas aunque sepamos de antemano que los siglos han avanzado sin solución de continuidad.

Por lo común, para establecer los límites entre una etapa y otra se determina un hito, como ocurre con la Toma de la Bastilla, por ejemplo. Así, no resulta tan difícil presentir que en el futuro la pandemia de Covid-19 será la bisagra entre dos momentos de la historia, ya que por primera vez la humanidad en pleno, sin excepción de personas ni de continentes, se vio acosada por un fenómeno global cuyas consecuencias económicas y sociales todavía no han sido computadas. Falta perspectiva —léase falta que transcurra cierto tiempo— para saber bien a bien qué civilización seremos luego de la pandemia. Lo que sí sabemos, o al menos sí podemos suponer, es que la pandemia es desde ya un parteaguas, un punto de partida para acceder a algo nuevo.

Vendaval de cambios. Anotaciones sobre el origen, la trayectoria y algunos saldos de la pandemia, libro colectivo del taller de periodismo de opinión de la Universidad Iberoamericana Torreón, reflexiona sobre el antes, el ahora y el posible después de la crisis sanitaria que se apoderó del planeta en 2020 y aún (octubre de 2021) no deja de amagarlo. Los cambios se dieron en torrente y de manera simultánea, como un oscuro vendaval que recorrió, que sigue recorriendo, aunque ya con menos fuerza, toda la tierra.

Escritos en clave divulgativa, son siete los textos que articulan esta compilación, todos vinculados desde distintos ángulos al fenómeno de la pandemia. En “Las bibliotecas ante la pandemia: la transformación se acelera”, Clara Cecilia Guerra Cossío reflexiona sobre los cambios que sobrevinieron en el ámbito de las bibliotecas; si ya de por sí con las nuevas tecnologías de la información las bibliotecas acusaban una modificación profunda en su operación y propósito, el paso de la vida abierta a la vida en confinamiento aceleró la necesidad de construir otro tipo de bibliotecas y otro tipo de relación con el usuario.

Por su parte, Claudia Guerrero Sepúlveda propone “Twitter y la comunicación pública de la salud sobre el Covid-19 en México”, examen sobre el manejo de la información relacionada con la pandemia en una de las más influyentes redes sociales. El análisis nos aproxima al juego, ciertamente absurdo, de las simpatías y las diferencias que generan una paradoja comunicativa: hay miles de mensajes, pero parece ser que las redes no pueden sacudirse su “carácter endogámico”, unidireccional, babélico.

“Bioética y sindemia. Retos después del Covid-19” es la propuesta de Laura Elena Parra López. Aquí, la académica observa que la interconexión de la vida planetaria ha provocado que nada de lo que hacemos deje de tener, así sea en grados mínimos, alguna repercusión. Nos aproxima al concepto de “sindemia” y recuerda que el camino de la bioética es ineludible si queremos edificar un futuro más armónico y equitativo.

“Covid-19 y ecosistemas: una relación infravalorada”, de Claudia Rivera Marín, indaga en la cronología de la pandemia, en su aparatoso desarrollo, en las teorías atendibles y descabelladas sobre su origen y en las consecuencias que posiblemente acarreará para el futuro de la sociedad. Quizá no sabemos hoy con exactitud qué pasará, pero, apunta la autora en su conclusión, cambiar y dañar menos, o nada, a la naturaleza parece ser un imperativo que nadie debe soslayar.

Uno de los rubros de la vida que sufrió y sigue sufriendo más los efectos de la crisis sanitaria fue el del empleo. Miles de trabajadoras y trabajadores vieron que se cimbraba su cotidianidad debido a la pérdida de puestos o a la reducción de salarios. Asimismo, hubo tantos cambios en lo laboral que ya no es posible pensar que las actividades productivas se desarrollarán al modo prepandémico. Esto lo plantea Andrés Rosales Valdés en “Reflexiones sobre la pandemia. Una mirada desde las relaciones laborales”.

“Covid-19: Lecciones por aprender”, de Zaide Patricia Seáñez Martínez, es un recorrido general por la crisis con acentos en lo laboral, lo educativo, lo sanitario y lo político. Una verdad emerge de esta visión: ya no es viable demorar la puesta en escena de comportamientos individuales y colectivos que converjan en la preocupación por el destino de la colectividad global.

Por último, “Síndrome metabólico y pandemia: caldo de cultivo ideal para los virus”, de Maricarmen Zolezzi Sada, expone que la aparición del Covid-19 atrajo todos los reflectores sobre la pandemia y nubló, acaso pasajeramente, otros males vinculados con la salud, como las enfermedades crónicas no transmisibles y en especial el síndrome metabólico derivado de la pésima, de la lamentable alimentación que hoy atesta de veneno el estómago de la humanidad.

Dejamos en las manos del lector este Vendaval de cambios y esperamos que sirva como detonador de reflexiones que nos ayuden a seguir pensando la realidad que hoy se despliega como amenaza, sí, pero también como oportunidad ante nosotros.

Comarca Lagunera, 7, octubre y 2021

Nota. Prólogo del libro Vendaval de cambios. Anotaciones sobre el origen, la trayectoria y algunos saldos de la pandemia, colectivo de Clara Guerra Cossío, Claudia Guerrero Sepúlveda, Laura Elena Parra López, Claudia Rivera Marín, Andrés Rosales Valdés, Zaide Patricia Seáñez Martínez y Maricarmen Zolezzi Sada, Universidad Iberoamericana Torreón, Torreón, 2021. El libro está disponible en la Ibero Torreón con jaime.munoz@iberotorreon.edu.mx o en El Astillero Librería, avenida Morelos 567 poniente, entre Leona Vicario e Ildefonso Fuentes.

martes, agosto 09, 2022

Iscytac, hace cuarenta

 











Este 9 de agosto de 2022 ha caído en martes. Hace cuarenta años, el 9 de agosto de 1982, cayó en lunes, y ese día comencé, junto con varios compañeros, mi carrera profesional, la de comunicólogo, en el Instituto Superior de Ciencia y Tecnología, A.C., hoy extinto. Meses antes, cuando estaba en las semanas finales de la prepa, vivía la indecisión de no saber en dónde iba a estudiar. Sabía que debía ser una carrera de humanidades, y ya para entonces abrazaba el secreto propósito de que fuera la licenciatura en Letras. Lamentablemente, La Laguna no tenía, ni tiene aún, una licenciatura pública o privada de aquella disciplina, y como los recursos familiares no daban para convertirme en estudiante foráneo, decidí sin remedio que debía estudiar aquí, en mi tierra. Conseguí no sé cómo un folleto con el programa de la carrera de comunicación (exactamente Licenciatura en Ciencias de la Información) impartida en el Iscytac, y vi con sorpresa que tenía varias materias de literatura y periodismo distribuidas durante los primeros cuatro o cinco semestres. Esto fue suficiente para que no me asomara a explorar una opción que recién se abría en La Laguna, ya que la Ibero Torreón comenzó su labor educativa en agosto del 82.

Me inscribí entonces en el Iscytac y aquel lunes tomé las primeras clases junto a mis nuevos compañeros. Si no recuerdo mal, las autoridades de la Asociación Civil que regía los destinos del Instituto cambió de sede para aquel semestre. Todavía en mayo desarrollaba sus trabajos en el bello edificio principal del Francés de La Laguna, en la colonia Bellavista de Gómez Palacio. Para agosto, se había mudado todo hacia el área que ocupaba el kínder del mismo Francés, un espacio improvisado y convertido de golpe en conato de universidad. Recuerdo que la mayor evidencia de su pasado inmediato como jardín de niños estaba en los tableros de básquet: dado que habían servido para niños muy pequeños, los aros estaban a dos metros de altura y esto nos permitía clavar el balón como si jugáramos en la NBA.

Mientras avanzaban las clases, el Iscytac fue mejorando sus aulas y oficinas. Es un decir, pues todo iba quedando hacinado, “hechizo” (como decimos en México), sin un estilo mínimamente definido. Tan pequeña era la zona correspondiente a la universidad que algunas actividades debían desarrollarse fuera del campus (campus también es un decir). Por ejemplo, los talleres de televisión, radio y fotografía estaban en un chalet que muy pronto bautizamos como “la casa de los monstruos”, un recinto ideal para filmar la segunda parte de El exorcista.

Lo curioso, sospecho, es que jamás nos quejamos por la precariedad de las instalaciones. Creo que naturalizamos su estrechez, nos acostumbramos a ellas y, de hecho, puede que tuvieran una ventaja: como convivíamos en un espacio muy limitado, casi de vecindad pedroinfantesca, todos los alumnos de todas las carreras interactuábamos durante toda la mañana, y así tejimos vínculos de amistad interdisciplinarios e intergeneracionales.

Mi memoria no es la mejor, pero tampoco es deplorable. Recuerdo bien que las clases eran buenas en general, que los maestros le ponían ganas a su trabajo de enseñanza, que el personal administrativo atendía bien y que en general se respiraba un ambiente sano, muy sano pese a que en ocasiones podían fumar diez personas simultáneamente en un salón, incluido el profesor. Y ya que hablo de profes, recuerdo especialmente a tres: Saúl Rosales, quien hasta la fecha sigue siendo mi maestro y amigo; Francisco Amparán, quien murió en 2010, y Jesús Jáuregui, quien nos dio la materia de fotografía durante los ocho semestres que duró la carrera.

Sin excluir querencia y respeto por otros compañeros y otras compañeras, mi amistad se estrechó particularmente con dos cuates encontrados en el Iscytac: Saúl Vargas y Adrián Valencia. También con Ramón Guevara, pero él dejó la carrera casi a la mitad y migró a Arizona, donde continúa su ya larga radicación gringa. A Saúl Vargas lo perdí de vista, pero a Adrián no; lo veo dos o tres veces al año y por él siento un afecto de hermano y un cariño que extiendo a toda su familia.

Cuarenta años, en suma, han pasado desde aquel 9 de agosto de 1982. Si estas cuatro décadas se miran fríamente, ya forman una vida. Felicidades a mis compañeras y compañeros.  Ojalá que podamos llegar al cierre de la quinta década y, por qué no, reunirnos ya cerca del ocaso, como dijo el poeta.

sábado, agosto 06, 2022

Tragos con Rubén












¿Cuándo termina uno de leer los libros esenciales? El problema con esta pregunta es que jamás sabremos cuáles son esos libros, hasta dónde se extiende el mapa de las páginas que es necesario leer sí o sí antes de que la huesuda se apersone. De cualquier modo, no hay que arredrarse ante la incertidumbre y, al contrario, seguir en la exploración de libros a los que sospechemos alguna calidad. En mi caso, para no errarle, suelo pespuntear entre lo antiguo y lo cercano: esta semana leo un libro casi recién impreso y la siguiente algún otro menos próximo.

Así llegué, por estos días, a la Autobiografía de Rubén Darío en una edición horrible de portada. Hacia 1966 fue publicada en México por Editora Latino Americana S.A. Considero que se trata de un libro esencial, dado que con él nos acercamos, gracias a su propia guía, a uno de los poetas más importantes de nuestra lengua, quizá el más. Darío nació en Metapa (hoy Ciudad Darío), Nicaragua, en 1867, y escribió sobre su vida en las postrimerías de su ídem. Murió en 1916, a los 49, en León, también de su país natal. La Autobiografía está fechada en 1912, así que, seguramente, al momento de escribirla ya sentía en la nuca el vaho calientito de la catrina. Y cómo no, si a su corta edad el cuerpo le estaba pasando una ristra de facturas que a la postre lo liquidarían. Fueron facturas bien cultivadas, y veremos por qué.

El libro sólo tiene 160 páginas, pero en ellas cabe buena parte de las incontables peripecias que atestaron de anécdotas la existencia del poeta. En principio, llama la atención la enorme, la verdaderamente enorme cauda de nombres que atraviesa estas páginas. Si el libro tuviera índice onomástico, demandaría varias hojas para acoger los apellidos de familiares, políticos, artistas, periodistas y editores. Entre los nombres de mexicanos mencionados por el autor de Prosas profanas destacan los de sus amigos Federico Gamboa, Amado Nervo, Justo Sierra y Bernardo Reyes.

El torrente onomástico no cesa en todo el libro. Como Darío fue un trotamundo y como la fama le llegó muy temprano, prácticamente desde la infancia (“Fui algo niño prodigio”, dice) se dedicó a recibir elogios y traducir la admiración ajena en la posibilidad de conseguir trabajos más o menos ventajosos para viajar sin freno. Las chambas que le caían como periodista o diplomático a veces acarreaban jugosos estipendios, otras no tanto, y todas tenían como rasgo más saliente la inestabilidad, de modo que así como conseguía un trabajo, lo perdía semanas o meses después y entraba al consiguiente apremio económico. Se casó, tuvo hijos, pero la Autobiografía deja la impresión de que la familia al uso le importó un cacahuate. Lo suyo era viajar (El Salvador, Honduras, Chile, Costa Rica, Cuba, España, Argentina, Estados Unidos, Francia, México…), comer, coger, beber (“la demoniaca agua verde del ajenjo”) y acceder un día sí y otro también a los activadores alucinógenos de la época. No hubo para él una comilona que no estuviera “convenientemente humedecida”, ni noche en la que, con mayor o menor éxito, dice, no buscara en sus andanzas “el peligroso encanto de los paraísos artificiales”.

No fue gratuita la cirrosis que lo despacharía al más allá cuatro años después de escribir sobre su vida. Además de estas confesiones, nos dejó una obra literaria abundante y ciclónica, y es imposible calcular el tamaño que tendría si su autor le hubiera dado menos vuelo a la hilacha. Pero tampoco hay que lamentarlo, pues hay artistas que, como él, sin el combustible de las juergas quizá nos hubieran privado de su mejor fruto. Salucita por Darío, pues, con imaginario ajenjo.