martes, agosto 16, 2022

De libros, lectores y editores

 









En 2019 o poco antes, Gerardo Segura —escritor, periodista y promotor cultural coahuilense— me invitó a participar en el libro que he comentado en esta liga. Meses después supe que se agotó en su soporte material y por ello el sello encargado de editarlo, la Secretaría de Cultura de Coahuila, ha sumado este título a su lista de obras para descarga gratuita en la siguiente página. Comparto aquí la presentación escrita por Gerardo Segura y la entrevista completa que generosamente me hizo e incluyó en el libro. Confío en que se trata de un material de notable interés sobre todo para los lectores, escritores y editores.


Presentación

Gerardo Segura

En el hermoso libro Qué leen los que no leen, de Juan Domingo Argüelles, se aborda el prejuicio respecto a las lecturas sanas, las que nutren, y las chatarra. Nos han enseñado que la lectura es buena y la no lectura alimenta el ocio. También que las lecturas sanas están en un canon y las malas en el puesto de periódicos, en la peluquería, en las salas de espera. Este planteamiento abre el camino a un asunto extra lector que habría que discutir, o simplemente ignorar y que cada quien se las arregle como pueda, que piense lo que quiera.

Otro semejante es el tema de que los libros buenos, los válidos, son los impresos por sellos editoriales comerciales. Las ediciones de autor, los institucionales, de imprentas del barrio, son proyectos que se agotan en sí mismos, sin trascender. En la biblioteca de casa hay un par de bellísimos ejemplares de Iberia editorial que impulsa Jaime Muñoz Vargas. Lejos del manido “Libros muy dignos” o “No le pide nada a nadie”, los libros de Iberia son ejemplos de que fuera de los sellos nacionales comerciales sí se sabe editar siguiendo los cánones de las artes gráficas.

Y uno más es mal leer los libros. Las maestras nos dijeron con más frecuencia que éxito, que habíamos leído mal tal o cual libro, que no lo entendimos. ¿Hay un modo correcto de leer? ¿Hay un modo incorrecto de leer? Si es así, habría que preguntarse si existe un modo correcto y uno incorrecto de vivir, de entender de qué va la historia personal.

La lista de prejuicios, de malos entendidos, de intransigencias, de fantasmas que recorren las páginas de los libros, se alarga al tenor del censor, del juez que, ya sea vestido de bibliotecario, maestro, cura, librero, crítico, con frecuencia bien intencionado, hasta ser más grande que la enciclopedia británica.

A lo largo de años embebido en la lectura he resuelto algunos escollos y creencias, las menos, con tal de seguir abandonándome 8 en las páginas de los libros con la impudicia imprescindible para disfrutarlos. Sin embargo, cuando llegó la promoción de la lectura como actividad profesional y me trepé a la palestra a pontificar sobre el modo correcto de leer, vinieron las preguntas incómodas. ¿Así se hace? ¿Así procederá Alma Velasco, Felipe Garrido, Daniel Goldin y tantísimos más promotores serios, promotores de verdad? Ya la lectura de Ramón Flecha y antes, de su tutor Paulo Freire, había zanjado la cuestión con voz más clara que mi entendimiento: que cada quien lea a la luz de su historia personal.

Leer, como leerse, es un asunto tan subjetivo que más tiene que ver con el propio acercamiento inaugural a la lectura, con el acompañamiento que vivió, con el modo de entender la reacción del entorno a su ejercicio lector, con el tipo de lecturas realizadas... con un montón de cosas más que, como los genes reunidos al instante de la concepción, obedecen más al azar que a una planeación bien rumiada.

Preguntando, preguntador, me hice a la mar de la conversación con la Gente de libros. Todo lo que buscaba saber era si les ocurría lo mismo, si sus libros, sus hábitos lectores, sus libreros y esperanzas librescas alimentaban o padecían glorias o fantasmas.

La pléyade aquí reunida representa a los diversos gremios de la parábola que trazan los libros desde su salida del escritorio del escritor hasta su destino final. Editores, promotores, bibliotecarios, lectores y críticos están representados en las siguientes páginas, sin frontera entre una actividad y otra. Los bibliotecarios escriben, los escritores promueven la lectura, los lectores son escritores, los promotores son críticos, los críticos son bibliotecarios, así sea de su propia biblioteca... Ya lo dijo Yolanda Argudín en las entrañables clases en la Ibero Churubusco: el que anda entre libros a escribir se enseña.

Como en los ríos viejos las riveras están deslavadas y el agua fluye de un lado a otro sin mucha vocación de límite. Así, la gente de libros va al tenor de su juicio de un lado a otro de las orillas del 9 libro y ora toca la rivera del ensayo, ora la de la promoción, ora de la edición con tal de seguir leyendo, alimentando sus pensamientos, su voz interior.

Más allá de la censura, de los consejos, de los prejuicios del censor, el lector letrado escucha a su voz interior que, página tras página, libro tras libro, va haciéndose más sonora, más clara, más nítida, más inteligente. Tal vez por eso sea que algunos lectores letrados hablan poco, ocupados, como están, en dialogar con su voz interior, con el hombre que siempre va consigo.

*

La gente de libro cuyo pensamiento camina por estas páginas, son personas a las que admiro, respeto y tengo como ejemplo en uno o varios sentidos. A los que busqué y no están por algo será. Se partió del principio de construir un abanico conformado por jóvenes de diferentes edades, de diferentes regiones, no solo capitalinos, no solo coahuilenses; de diferentes acentuaciones profesionales, de diferentes formaciones, y de diferentes modos de pensar. El propósito es ofrecer al lector un caleidoscopio del pensamiento de los grandes lectores en México.

A cada una se le presentó una guía de conversación, de entre cinco y seis preguntas, que se desahogó conforme transcurría la charla. Se decidió suprimir la voz del interlocutor en un afán de dejar sola y libre la del entrevistado y que ésta corriera a su libre albedrío, salvo en el caso de tres entrevistados que prefirieron redactar sus respuestas y enviarlas por correo.

Gracias a la bondadosa confianza que dispensaron al proyecto, gracias por sus confidencias e infidencias (no todas están) y gracias por el trabajo de leer la edición final y aprobar el respectivo manuscrito.

Gerardo Segura Saltillo, Coah. Noviembre 2018

 

Entrevista a Jaime Muñoz Vargas

La imagen más vieja que retengo sobre mi contacto con las letras se remonta, creo, a 1968. Tendría yo como cuatro años y en la salita de mi casa en la calle Madero, de Gómez Palacio, Durango, me veo tirado en el piso, con una hoja, un lápiz y un periódico. Concentrado, copio algunas letras y formo una palabra. Sospecho que todavía no sé qué sonido tiene cada letra, pero con ellas formo una palabra que ni siquiera es eso, una palabra, sino un arbitrario puñadito de letras. Al final, llega mi padre y le muestro el resultado. Lee que no dice nada, que sólo se trata de una breve sucesión de letras, sonríe y seguramente me da unas leves palmadas en la coronilla. Creo recordar, o no sé si ese recuerdo lo inventé después, que para mí fue muy meritorio juntar esas letras, copiarlas tal y como las veía en el periódico. Esto significaría entonces que escribí poco antes de entender lo que escribía, que para mí las letras primero fueron forma antes que sonido.

Como digo, un periódico fue mi primer papel impreso. En mi casa no había libros ni antecedentes de lectura como fuente de placer. Lo que sí había era periódico, pues mi madre compraba a diario La Opinión, el periódico más viejo de La Laguna, fundado en 1917. Gracias a esto, cuando al fin llegué a la primaria y aprendí a leer, las páginas del diario se complementaron con los libros de texto, así que de 1970 a 76, más o menos, no tuve contacto con otros papeles que no fueran esos. Los libros de texto de aquellos años que me gustaban más eran los de español e historia, y desde siempre me sentí lejos de los otros.

Cuando llegué a la secundaria ocurrieron dos hechos importantes: por un lado, descubrí la práctica del futbol y, por el otro, mi madre compró unas enciclopedias, lo que en aquella época (1978) era como conectarse a internet. Apasionarme por el futbol como deporte, jugarlo bien y sin descanso, tuvo una extraña derivación “intelectual”, por llamarla de algún modo: me convertí en comprador, lector y coleccionista contumaz de revistas futboleras. Cada semana ahorraba la cantidad necesaria para comprar cinco publicaciones, es decir, todo lo que llegaba a La Laguna sobre ese tema: las revistas Pénalty, Balón y Sólo Futbol, y las historietas Borjita y Chivas Chivas Ra Ra Ra. Gracias sobre todo a las revistas, y a falta de Ilíadas y Odiseas, accedí a entrevistas, reportajes y columnas en los que fui haciéndome una idea del mundo y de la vida a partir del futbol. En aquel tiempo no sólo La Laguna, toda la provincia era más provinciana y se soñaba poco con lo que estaba fuera de nuestro entorno. Las entrevistas a los jugadores me remontaban a geografías distantes, a topónimos y nombres de equipos y jugadores que conllevaban una sonoridad peculiar: Botafogo, San Lorenzo de Almagro, Amaury Epaminondas, Juan Carlos Czentoriky, Belarmino de Almeida, Colo Colo, Rafael Albrecht, Jan Gomola, Carlos Jara Saguier… algo raro había en esas palabras, lo que me hacía pensar en lejanías, en la heroicidad de viajar, en la vaga sensación de que el mundo era mucho más grande de lo que yo imaginaba. Mi vida, entonces, era ir a la escuela, leer revistas de pe a pa y jugar futbol en la calle todos los días. Eso fue, sospecho, lo primero que leí con pasión y disciplina, pero no me duraría mucho tiempo, pues llegaron las enciclopedias y con ellas unos libros de regalo, como un pilón. Las enciclopedias sirvieron en casa para las tareas de mis hermanos y las mías, pero yo aproveché más un libro extra, de los de regalo, al que considero muy importante en mi vida, acaso el primero que logró cautivarme. Alguna vez, en septiembre de 2014, escribí sobre él, y lo evoqué así en mi blog:

“Desde hace unos cinco años pienso con frecuencia en aquel libro. Llegó a la casa familiar como regalo en la compra de una enciclopedia, la Británica o la Grolier, quizá la Salvat, no sé. Recuerdo su formato grande, como tabloide, su pasta dura, su buen encuadernado y el papel brillante y bien impreso a color de todas sus páginas, como de revista gringa. Lamento no recordar el título, lo que contrasta con la excelente calidad de las fotos que conservo en la memoria. Era un libro gordo, de al menos 250 páginas, y por su tamaño pesaba tanto que sólo podía ser hojeado en una base de apoyo, sobre una mesa.

Las fotos hacían un recorrido por las edificaciones más importantes construidas por la humanidad y algunos portentos de la naturaleza: edificios, puentes, casas, presas, catedrales, museos, cataratas, ríos. De cada obra o escenario natural, varias tomas a full color desde distintos ángulos. Además, un texto aledaño, sencillo e instructivo. Para despachar cada zona del planeta, creo que su índice procedía por continentes, pero eso no puedo asegurarlo.

Una de mis secciones favoritas era la inicial. En las primeras páginas, antes de llegar a las edificaciones modernas más impresionantes, el libro describía, también con abundantes imágenes, las siete maravillas de la antigüedad. Sin información previa ni guía de nadie, yo metía los ojos en aquellas páginas y con verdadera delectación leía y releía lo que se afirmaba sobre la gran pirámide de Guiza, los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa, la estatua de Zeus, el mausoleo de Halicarnaso, el coloso de Rodas y el faro de Alejandría. Todo eso era mágico, tanto como ver después, en las fotos siguientes, la muralla china, la torre Eiffel o el puente de San Francisco. De una forma que por supuesto ya da risa, aquel fue mi primer internet, el viaje por el mundo entero que jamás, por cierto, he realizado más que en las páginas de aquel libro maravilloso.

Tengo [tenía] 48. Ese libro estuvo cerca de mi vida, al menos, desde mi adolescencia hasta mis treinta años. Dado el uso rudo que le infligió una familia llena de manos infantiles, al final lo recuerdo sin el forro, pero todavía bien unido por el lomo perfectamente cosido con resistente cáñamo.

¿Cuándo desapareció aquel libro, a dónde fue a parar? Si tuviera su título, el nombre de la editorial, lo que sea, estoy seguro que trataría de conseguirlo nomás para revivir el gusto de emprender aquellos viajes alrededor del mundo en 250 páginas”.

Hasta aquí la evocación. Luego de escribir eso, busqué en Google como pude y añadí esto:
“Posdata media hora después. Luego de escribir los párrafos anteriores, le rasqué a la memoria y di en internet con el mentado libro. Hay muchos ejemplares a la venta en España. Lo compraré, no importa que me salga cariñosa la mensajería que cruza el Atlántico. He aquí abajo la portada. Su ficha bibliográfica es ésta: Maravillas del mundo: prodigios de la naturaleza y realizaciones del hombre, desde las cataratas del Niágara hasta las bases espaciales, Roland Gööck, Círculo de Lectores, 1968, 250 pp.”.

Eso ocurrió en la adolescencia, y al llegar a la prepa se dio otro hecho peculiar que asimismo consigné en algún texto sólo publicado en el blog y titulado “Asombro de los libros”. Cito el pasaje más significativo: “Sin conciencia plena de ese deslumbramiento inaugural, como a los quince años llegaron a mi vida los primeros libros no obligatorios, aquéllos que no eran de texto gratuitos. He olvidado los títulos, pero sé que dichos volúmenes amarillentos tenían un contenido religioso pues mi hermano los había interceptado en un descarte de parroquia y, no sé con qué razón, me los regaló en una caja de galletas Marías. Aquéllos, como ya dije, fueron mis primeros libros no obligatorios, no escolares; eran como veinte o treinta piezas descabaladas, mordidas por los años y todas con páginas color ocre. Recuerdo que los limpié, los pegué, los forré, los ordené y mucho antes de leerlos ya me había enamorado de los libros, de los objetos llamados libros. Así, con la simpleza del azar, empezó mi relación con esos objetos sagrados que hasta la fecha busco y ordeno con la misma emoción infantil que me sobrecoge cuando vuelvo a conseguir alguna novedad editorial”. Desde entonces, pues, comenzó una relación con los libros que prosigue hasta la fecha. Empecé con lo que mencioné y en casi cuarenta años he podido armar, desde aquellos años, una biblioteca que quizá ronde los nueve o diez mil títulos. Creo que es lo único que tengo en términos de propiedad material.

Las buscas de la lectura

He tratado de explicarme por qué comencé a leer, y sospecho que eso se debió a mi flanco tímido. No soy antisocial, pero tampoco me he considerado nunca el alma de las fiestas. Tiendo entonces a la soledad, al aislamiento, zonas de la vida en las que no me siento nada mal. La timidez y la soledad en general tienen mala prensa, suelen ser etiquetadas como negativas en el mundo del exitismo, pero a mí me sirvieron para comenzar a leer. Un día descubrí que tener libros y leerlos me complacía, y repetí y repetí freudeanamente ese placer. Poco después de quedar asombrado ante los libros, di el siguiente paso: escribir. Por supuesto, desde entonces hasta la fecha leer me gusta más, y escribo como una consecuencia casi obligatoria de lo estimulante que ha sido para mí pasar los ojos por los libros.

Leer siempre es un viaje, como lo descubrí en el libro Maravillas del mundo. Un viaje imaginario, pero viaje al fin. Es decir, se trata de un desplazamiento, de una salida de nuestra circunstancia. Gracias a la lectura he podido saciar una necesidad que muchos resuelven con viajes reales, con el alcohol o las drogas, con el cine, con la música, con la locura o el suicidio. Leer me ha permitido conocer otras geografías, moverme en otros periodos de la historia, vagabundear en el alma de muchos hombres, turistear azoradamente en nuestra lengua, enterarme de conflictos que se libran sobre el papel, clavar la mirada en dichas y desdichas ajenas. Todo esto, en la noción vargaslloseana, ha enriquecido mi pobre experiencia individual y me ha granjeado diversas alegrías, como descubrir a Borges y releerlo o saber que Quevedo o Cervantes siempre estarán al alcance de la mano. No quiero decir que la lectura haya tenido, para mí, sólo fines utilitarios o terapéuticos, sino que gracias a la alegría que leer me produce he lidiado mejor con las miserias de la vida que, como cualquiera, enfrento. Esto significa que leer es para mí, en primer término, un acto estético, un ejercicio hedónico, y en segundo lugar todo lo demás.

Cuando la pasión se desborda

Tengo una lista más o menos monolítica de querencias. Es previsiblemente larga, pero no tanto como para agobiar a quien quiera, si es que tal persona existe, hurgar en mis preferencias de lector: Borges encabeza todo, él es quien coloca la bandera en la cima del Everest. Luego de él, Cervantes y Quevedo (ya mencionados), Reyes, Carpentier, Vargas Llosa, García Márquez, Rulfo, Arreola, Sor Juana, Kafka, Papini, Schwob, Cortázar, Nabocov, Zweig, Faulkner, Ramón López Velarde, Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez, Rodolfo Walsh, Poe, Conan Doyle, Luisa Valenzuela, Neruda, nuestra Enriqueta Ochoa, Paz, Sabines, Osvaldo Soriano, Julio Ramón Ribeyro, J.M. Coetzee, Umberto Eco, Cioran, Auster, Roberto Fontanarrosa, José Agustín, Juan Forn, Juan Sasturain, Fernando del Paso, Tomás Eloy Martínez, José Lezama Lima, José Martí, Eduardo Galeano, José Revueltas, Vicente Leñero, todos los cronistas de Indias, Salvador Novo, Alejandro Dolina, Guillermo Saccomanno, César Aira, Juan Sasturain, Federico Campbell, Mempo Giardinelli, Miguel Ángel Asturias, Ricardo Piglia, Jorge Ibargüengoitia, Abelardo Castillo, Silvia Iparraguirre, Manuel Mujica Lainez, Juan José Saer, Ricardo Garibay, Rubén Bonifaz Nuño, Sergio Pitol, Carlos Montemayor, Max Rojas, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Efraín Huerta, René Avilés Fabila, Óscar de la Borbolla, Juan Villoro, José Joaquín Blanco, Luis Sepúlveda, Enrique Serna, Hugo Hiriart, Hernán Lara Zavala, Guillermo Samperio, Eduardo Antonio Parra, Luis Humberto Crosthwaite, Julio Scherer, Álex Grijelmo, Horacio Verbitsky, Christian Ferrer, Eduardo Subirats… A ellos debo sumar libros de amigos cercanos y queridos como Saúl Rosales, David Lagmanovich, Sergio Antonio Corona, Gilberto y Javier Prado Galán, Gerardo García Muñoz, Fernando Fabio Sánchez, Vicente Alfonso, Édgar Valencia, Miguel Báez, Daniel Lomas, Daniel Herrera, David Miklos, José Salvador Ruiz, Fabián Vique, Rogelio Ramos Signes, Diego Muñoz Valenzuela, Giselle Aronson, Antonio Cruz, Daniel Salinas Basave, Zita Barragán, Atenea Cruz, Roberto Bardini, Felipe Garrido, Rogelio Guedea, Lilian Elphick, María Rosa Fiscal, Jesús Marín, Magda Madero, Gerardo Segura, Alejandro Pérez Cervantes, Alfredo García, Frino, Julián Herbert, Valeria Zurano, Carlos Dariel, Leandro Hidalgo…

Es una lista caótica, ciertamente, pero en este caos, en este tumulto, he encontrado la “grata compañía”, como decía don Alfonso, de libros que leí y ahora, cada vez que puedo, revisito como quien vuelve a la casa familiar, como quien rehidrata lo querido. En cuanto a libros de mi preferencia, en efecto tengo algunos. Por ejemplo, la primera edición (1965) de Para las seis cuerdas, de Borges, libro que me gusta por su forma, por sus grabados y por su contenido; son milongas “que parecen nada”, como dijo Yupanqui, y sin embargo resultan “sonadoras”, tanto que juntas constituyen uno de los libros más importantes de mi vida. Tengo, como libro amuleto, la edición conmemorativa del Quijote publicada por la Real Academia con la firma de Vargas Llosa en la página donde comienza su largo prólogo. También, la obra completa o casi completa de Carpentier, incluida la primera edición (1949) de El reino de este mundo, novela que abrió las puertas de mi total admiración al gran narrador cubano. Quiero mucho asimismo mis primeras ediciones de Zozobra, de López Velarde; Urbe, de Maples Arce; Cuestiones gongorinas, de Reyes; Pedro Páramo, de Rulfo; Historias de cronopios y de famas, de Cortázar; La feria, de Arreola; y varias más que aprecio por su contenido y porque es difícil conseguirlas dada su rareza. Debo añadir que en sentido estricto no tengo un libro favorito, sino que he tratado de acopiar la obra completa, o todo lo que sea posible, de los escritores que admiro.

Ha pasado, sí, que alguno de esos autores me ha movido a escribir tal o cual cuento, tal o cual ensayo. Procuro en general, sin embargo, que la influencia no me pese, lo que es relativamente fácil cuando uno es consciente de que enamorarse de un escritor puede ser peligroso. Trato entonces de no imitar, de ser fiel a lo que me propuse desde hace mucho: asumir mi condición de escritor con todas mis limitaciones y con mis pocas virtudes, si es que las tengo, y trabajar tanto como se pueda sobre todo en el momento de la corrección, punto clave en el proceso creativo.

Ahora bien, una anécdota relacionada con mis libros. Creo que ésta puede servir: en 2001 gané un premio de novela y me dieron 75 mil pesos. No era una fortuna, pero ayudó en algo a la economía familiar, siempre en apuros. Junto con el premio llegó mi amigo Fernando Martínez a decirme que un amigo suyo tenía la tercera edición del diccionario de la Academia y quería venderla a cinco mil pesos. Como yo tenía el monto del premio, decidí hacerme ese regalo, darme un cariño bibliográfico. Lo pagué en dos cuotas y desde entonces tengo ese bello libro, el más viejo de mi acervo, armado en 1791 con la hermosa tipografía de Joaquín Ibarra y Marín, impresor real (o sea, del rey).

Como dice el bolero…

No tengo hábitos de lectura, salvo quizá el de leer donde se pueda y a la hora en que se pueda, e igual pasa cuando se trata de escribir. Dado que soy padre de tres hijas, la situación material siempre me ha exigido trabajar mucho en lo que sé hacer, que es dar clases, editar, escribir para la prensa, coordinar talleres y cursos, dictaminar en concursos, todo eso, oficios que pueden dar para vivir pero no para hacer rico. El tiempo que me queda libre, como dice el bolero, si me es posible se lo dejo a las querencias familiares y luego de eso, el chorrito de tiempo que todavía resta lo aprovecho esté donde esté para leer y escribir. No puedo por ello establecer rutinas, sino que siempre maniobro en las grietas, leo y escribo a saltos. Ahora bien, los fines de semana o los días de vacaciones la situación cambia un poco: escribo y leo tanto como puedo para recuperar terreno. No soy un lector muy veloz, digiero lentamente, siempre estoy atento a la forma, y eso demora el trance de atravesar un libro. Por todo lo que llevo dicho, el baño es desde hace mucho, para mí, un santuario de la lectura.

La creación literaria es el espejo de las lecturas

No sé. Quiero suponer que en el cuidado de la forma sí, no tanto en el contenido. Siempre he leído información relacionada con la escritura, historias del español, gramáticas, diccionarios, libros de texto. Eso que me sirve en las clases también me ha ayudado a conocer un poco mejor la herramienta de trabajo de quien escribe y edita. No escribo como quiero, sino como puedo, pero es un hecho que siempre procuro peinar bien mis renglones, que salgan a la calle sin dar tan mala impresión. Si bien, como le ocurre a cualquier escritor, tal o cual lector me ha dicho que lo mío se parece a tal o cual otro escritor, eso no sucede con frecuencia, lo que es una buena noticia, pues supongo que logro evitar u ocultar bien a los autores que más me gustan, es decir, esquivar su influencia. La verdad, no me gusta la idea de ser una mala copia. Prefiero mil veces ser un mal original.

Editar es como una carta esférica

Comencé por curiosidad, y primero como editor de revistas. Un buen día, luego de conocer el programa Pagemaker, intenté editar un cuadernillo. Con preguntas a diseñadores, con exploración de libros bien editados, leyendo (por ejemplo, ese vademécum titulado El libro y sus orillas, de Roberto Zavala Ruiz) entendí poco a poco tanto la teoría básica como los rudimentos de programas de computadora que con el paso de los años me ayudaron a editar mejor y ser una de mis varias chambas. Este trabajo me gusta mucho, claro, y por ello aprendí todo el proceso: desde recibir (e incluso escribir) el libro en Word hasta recogerlo en la imprenta y presentarlo. Los libros me gustan, ya lo dije aquí muchas veces, y por eso también me agrada la riesgosa aventura de ayudar a que nazcan.

De cómo se disloca la lectura

Leo lentamente, también ya lo dije, porque no paso por los renglones sin pensar en los rasgos de estilo, en el léxico del autor, en las posibilidades de una etimología, en las combinaciones sintácticas, en la puntuación, en la adjetivación. Para muchos lectores todo eso no existe, y disfrutan el libro a su manera, lo que me parece absolutamente legítimo. Yo dejé de ser ese tipo de lector hace muchos años, cuando se me apareció la idea (no sé si llamarla “vocación”) de escribir. Desde entonces la lectura me resulta placentera porque implica todo lo que enumeré. Hace poco, por ejemplo, leí en una clase “El camino de Santiago”, cuento de Carpentier, que inicia así: “Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas…”. Son apenas tres renglones, pero si trato de leerlos hasta el hueso noto que contienen mucha información y un montón de recursos estilísticos que quizá puedo explicar. No es lo mismo decir “Juan andaba con dos tambores a lo largo del río Escalda” que decirlo como Carpentier, con esa poética dislocación de la sintaxis y la elipsis de la palabra “río”, o en la necesidad de saber qué son las “gúmenas” y las “bitas”. En eso me detengo mucho, lo que indefectiblemente ralentiza mis lecturas. Si pudiera encontrar una semejanza con la vida, leo como quien camina por la calle y va admirando edificios, fachadas, jardines, balcones, no como quien la recorre en moto.

Nada se puede añadir al todo

Me da miedo intentar una definición del libro luego de la propuesta por Borges y citada sin piedad cada día internacional del libro: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. Aparece, como sabemos, en su conferencia titulada precisamente “El libro” del libro Borges oral. ¿Qué puedo añadir yo? No se me ocurre nada, sólo quizá esta idea que Pierre Menard bien podría aplaudir: para mí, de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

¿Cuáles títulos o autores invitas a leer para empezar a acercarse a la lectura? Todos los que he ido dejando en el camino de estas respuestas y muchos más que no menciono por olvido e ignorancia.