¿Cuándo termina uno de leer los libros esenciales? El
problema con esta pregunta es que jamás sabremos cuáles son esos libros, hasta
dónde se extiende el mapa de las páginas que es necesario leer sí o sí antes de
que la huesuda se apersone. De cualquier modo, no hay que arredrarse ante la
incertidumbre y, al contrario, seguir en la exploración de libros a los que
sospechemos alguna calidad. En mi caso, para no errarle, suelo pespuntear entre
lo antiguo y lo cercano: esta semana leo un libro casi recién impreso y la
siguiente algún otro menos próximo.
Así llegué, por estos días, a la Autobiografía de Rubén Darío en una edición horrible de portada. Hacia
1966 fue publicada en México por Editora Latino Americana S.A. Considero que se
trata de un libro esencial, dado que con él nos acercamos, gracias a su propia guía,
a uno de los poetas más importantes de nuestra lengua, quizá el más. Darío nació
en Metapa (hoy Ciudad Darío), Nicaragua, en 1867, y escribió sobre su vida en
las postrimerías de su ídem. Murió en 1916, a los 49, en León, también de su
país natal. La Autobiografía está
fechada en 1912, así que, seguramente, al momento de escribirla ya sentía en la
nuca el vaho calientito de la catrina. Y cómo no, si a su corta edad el cuerpo
le estaba pasando una ristra de facturas que a la postre lo liquidarían. Fueron
facturas bien cultivadas, y veremos por qué.
El libro sólo tiene 160 páginas, pero en ellas cabe buena
parte de las incontables peripecias que atestaron de anécdotas la existencia
del poeta. En principio, llama la atención la enorme, la verdaderamente enorme
cauda de nombres que atraviesa estas páginas. Si el libro tuviera índice onomástico,
demandaría varias hojas para acoger los apellidos de familiares, políticos,
artistas, periodistas y editores. Entre los nombres de mexicanos mencionados
por el autor de Prosas profanas
destacan los de sus amigos Federico Gamboa, Amado Nervo, Justo Sierra y
Bernardo Reyes.
El torrente onomástico no cesa en todo el libro. Como
Darío fue un trotamundo y como la fama le llegó muy temprano, prácticamente
desde la infancia (“Fui algo niño prodigio”, dice) se dedicó a recibir elogios
y traducir la admiración ajena en la posibilidad de conseguir trabajos más o
menos ventajosos para viajar sin freno. Las chambas que le caían como
periodista o diplomático a veces acarreaban jugosos estipendios, otras no
tanto, y todas tenían como rasgo más saliente la inestabilidad, de modo que así
como conseguía un trabajo, lo perdía semanas o meses después y entraba al
consiguiente apremio económico. Se casó, tuvo hijos, pero la Autobiografía deja la impresión de que
la familia al uso le importó un cacahuate. Lo suyo era viajar (El Salvador,
Honduras, Chile, Costa Rica, Cuba, España, Argentina, Estados Unidos, Francia,
México…), comer, coger, beber (“la demoniaca agua verde del ajenjo”) y acceder un
día sí y otro también a los activadores alucinógenos de la época. No hubo para
él una comilona que no estuviera “convenientemente humedecida”, ni noche en la
que, con mayor o menor éxito, dice, no buscara en sus andanzas “el peligroso
encanto de los paraísos artificiales”.
No fue gratuita la cirrosis que lo despacharía al más allá cuatro años después de escribir sobre su vida. Además de estas confesiones, nos dejó una obra literaria abundante y ciclónica, y es imposible calcular el tamaño que tendría si su autor le hubiera dado menos vuelo a la hilacha. Pero tampoco hay que lamentarlo, pues hay artistas que, como él, sin el combustible de las juergas quizá nos hubieran privado de su mejor fruto. Salucita por Darío, pues, con imaginario ajenjo.