Soy
habitué de las librerías de viejo y
allí he encontrado libros dedicados por escritores importantes. No a mí, claro,
sino a otros lectores. Recuerdo tres: uno de Juan José Arreola, otro de Roberto
Cabral del Hoyo y uno más de Sergio Pitol. Los tres tienen palabras escritas de
puño y letra —obviamente afectuosas— para sus destinatarios, y los tres los
compré a nada, casi los obtuve gratis. No puedo negar que esas firmas me
provocaron una mezcla de alegría y desazón. Alegría porque admiro a los autores
y desazón porque no podía saber el motivo por el que sus libros se hallaban
confundidos entre muchos otros en el purgatorio de la segunda mano.
¿Habían
sido robados? ¿Sus dueños pasaban aprietos económicos y tuvieron que venderlos?
¿Murieron y los familiares fueron a rematar sus libros? ¿En realidad no
importaban a sus primeros dueños? No sé, pero de cualquier manera no era buena
señal que escritores así de importantes hubieran firmado libros que terminaban
en el tiradero. Si eso les pasaba a ellos, qué podía esperarme yo.
No
he tenido que morir, sin embargo, para experimentar el pellizco. Al menos en
tres o cuatro ocasiones me he topado con libros de mi autoría y dedicados. No
se entrega uno a llorar, claro, pero al menos es desagradable especular sobre
los motivos del rechazo, si es que eso fue y no una simple pérdida o algo
parecido. En casi todas las ocasiones reconocí al dedicatario, es decir, supe a
quién escribí tales o cuales palabras.
Si
uno publica, es imposible evitar esos lejanos desaires. Quizá ni siquiera lo
sean, aunque siempre den esa impresión, pero cuando en efecto lo son, cuando se
puede comprobar científicamente que alguien tiró lo que le ha sido dedicado y
hasta dado, entonces sí es molesto. Eso me pasó cuando un amigo conversaba
conmigo y dijo sin mayor aviso: “Hace poco vi a la venta varios libros tuyos
dedicados a fulana”. Se refería a una amiga ciertamente exitosa que con toda
claridad celebraba mis publicaciones y a la que en cada encuentro yo llevaba,
por supuesto que gratis, algún libro mío que ella parecía celebrar sinceramente,
pero tal parece que tal sinceridad no era genuina, de manera que por un rato
anduve incómodo. Luego me tranquilicé y di con una frase que se convirtió en
consuelo: de mejores bibliotecas me han corrido.