¿Cuándo
se adquiere una voz propia en literatura? Para empezar, es necesario decir si
es cierto eso de la “voz propia”. Creo que sí, pero se da en
muy pocos casos y no está determinada sólo por el estilo, sino por otras marcas tal vez más
visibles, como el vocabulario y los temas recurrentes del autor. En todo caso,
la mezcla de muchos rasgos hace reconocible una escritura. Así, es posible
identificar el párrafo siguiente aunque carezcamos de su firma: “Nunca había
sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un
amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos
apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos
encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos
seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no
se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que
nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río,
el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y
renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo
azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después
desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del
sol de aquel calor del sol repartido entre todos”.
Más allá de la cadencia
sintáctica, vemos ciertas palabras (“amontonadero”, “hervidero”,
“apelotonados”, “acorralados”, “polvareda”, “acalenturada”, “renegrida”,
“poquito”…) y de inmediato notamos una impronta muy fuerte. Luego seguimos la
pista de lo contado, del asunto, e imaginamos un ámbito de precariedad, de
aridez, de “puro sufridero” (como dice mi madre). Esa información —contenida
apenas en un modesto párrafo— es tan poderosa que identifica en seguida al
autor, un autor cuyo apellido ya sirvió para acuñar un adjetivo que es epítome
de su estilo.
Como el anterior, son
pocos los casos de estilo o voz propia identificables a simple vista. La mayor
parte de los escritores debe conformarse con pasar la vida en el intento de
lograr aunque sea una pálida aproximación a ese propósito. Al principio, cuando
despuntan las primeras cuartillas, es frecuente que el escritor intente calcar
el estilo de sus maestros. Yo confieso, por ejemplo, que leer a Cortázar y a
Carpentier en mi postadolescencia fue un deslumbramiento que trajo como
inevitable rédito un deseo de imitación con resultados cercanos a la
catástrofe. Sin embargo, a fuerza de no ser tan severo con el joven que hace
mucho fui, vale decir que a casi todos les pasa algo similar y que lo
importante no es quedarse allí, detenido en la obstinación de ser lo que no se
es. Poco a poco, nuevas lecturas y la certeza de la propia individualidad dan
como resultado que uno encuentre la pequeña brecha de su estilo, su vocabulario
y sus temas, “su voz” en suma.
La búsqueda puede durar
toda la vida, y para nadie es fácil. La clave está en que el mismo escritor
haga muy consciente ese propósito. Debe saber que de joven tuvo el legítimo
derecho de recibir influencias, pues nadie nace sabiendo, pero que poco a poco,
y esa es tal vez su principal misión como artista, debe intentar que no sólo su
estilo, sino su universo todo madure hasta delinear los perfiles de su
espíritu. El escritor que camina sin este deseo íntimo puede llegar por
accidente a su voz, pero no es lo común. Lo común es que en secreto, con ensayo
y error, escribiendo mucho, el escritor pueda crear mundos que se le parezcan y
sean distinguibles para cualquier lector, y eso ocurre cuando entramos en trato
con sujetos tan distantes y distintos como García Márquez y Bukowski: los
reconocemos de inmediato, no podemos confundirlos.