lunes, febrero 04, 2013

Aquella terrible estrofita















Hace unos días me preguntaron vía tuiter si sabía quién compuso ciertos versos ya emblemáticos en La Laguna. Respondí lo único que podía responder, esto: en una de las muchas conversaciones que mantuve con don Rogelio Villarreal Huerta, editor nacido en Torreón y muerto hace cerca de diez años, me dijo que aquella terrible estrofita era de su autoría y que la escribió cuando era joven. Es, creo, imposible saber si tal pieza literaria fue acuñada en realidad por don Rogelio, pero a mí me gusta imaginar que sí, pues encaja perfectamente en la personalidad pícara y sabrosamente insolente que muchos le conocimos.
El tema me recordó que alguna vez, a petición de Rogelio Villarreal Macías, su hijo, escribí un puñado de anécdotas sobre don Roger. Las publicaron en una especie de dossier de Generación, revista que luego pude hojear, pero no conservo. Al verificar en este blog que jamás subí las anécdotas, creí oportuno compartir las que más me gustan, principalmente la vinculada a los versos que según don Roger describían, y siguen describiendo, no sé, a La Laguna. Van.

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Hay una estrofita del dominio público entre los laguneros. La oí por primera vez en mi adolescencia, o tal vez antes. La memoricé, y durante años he sentido que ella condensa, humorística y cruelmente, nuestra norteña barbarie. En 1997 negocié con don Roger la impresión de un libro. Lo visité varias veces a su departamento, y en una de nuestras conversaciones surgió el tema. Me dijo que cuando era estudiante a él se le ocurrió escribir esos terribles versos. Desde el principio corrieron con suerte entre todos sus compañeros, y hasta la fecha sobreviven como santo y seña de nuestra laguneridad. Sea o no de don Roger, esa estrofa admite una breve disección literaria: la primera línea dibuja con maestría la mayor peculiaridad de nuestro entorno geográfico; la segunda —obra maestra de la brutalidad escatológica— sigue siendo realidad visible y olfateable en la Comarca Lagunera; el verso tercero pinta de una sola pincelada a todos los nuevos irritilas; el cierre incorpora, sin ánimo poeticista, la más notable característica de nuestro clima. En cuatro versos, pues, se perfila el contorno físico y espiritual de nuestra chula tierra. Va la estrofa íntegra y sin censura:

Cerros chatos y pelones
tajos llenos de cagada
una bola de cabrones
y un calor de la chingada.

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En una ocasión me encontré a don Roger en la presentación de un libro. Llegó agitado y con una burla escondida tras el gesto. Le pregunté qué le ocurría, y me platicó que acababa de tener un extraño encuentro. Caminaba por la calle cuando se le acercó una viejecilla con una canasta.
—Ándele, señor, cómpreme un dulce —le dijo la mujer.
—No puedo, soy diabético —respondió don Roger.
—Entonces deme una ayudita por el amor de dios.
Don Roger no traía monedas, pero sí una espléndida respuesta:
—Tampoco puedo. Soy musulmán.
—¿Y eso qué es?
—Tengo otro dios, no el suyo.
—Por eso les caen esas enfermedades. Por no creer en dios nuestro señor se los llevará a todos la chingada. ¡Cómo se les ocurre creer en otro! ¡Sólo hay uno! ¡Sólo hay uno!

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Algunas conversaciones de don Roger hubieran intimidado al marqués de Sade, quien a su lado quedaría rebajado a la categoría de tío Gamboín. En una reunión, mientras todos mencionaban encuentros y conquistas amorosos, Rogelio tomó la palabra para narrar una escena de zoofilia. Contó que en su juventud fue a un rancho y allí vio a un jornalero echarse a una cabra. Todos nos quedamos boquiabiertos hasta que alguien, al fin, pudo preguntar:
—¿Y qué ocurrió después, don Rogelio?
—Nada, sólo que el ranchero no pudo terminar porque se puso celoso el cabrón, en este caso sin metáfora.