Bebió. Terminó de limpiar los quevedos y con el paliacate
enjugó de una sola pasadita el sudor de su cuello. Miró la hora. Hizo cálculos.
Recapituló cada uno de los detalles que sería necesario precisar para que todo saliera
bien. Pensó en sus leales. Recordó la cercanía, el apoyo del cabrón embajador
gringo. La acción estaba en marcha y pronto concluiría con él, con el pobre
indio de Colotlán, en el lugar ocupado inmerecidamente por aquel catrín blandengue.
Ya estaba todo en marcha. Imaginó muchas balas, mucha sangre, pero sólo pensaba en una bala y una sangre: la que entraría en Madero, la que derramaría
Madero, en ese orden. Volvió a los cálculos. Sonrió. Fue a servirse otro coñac.