El destino es veleidoso, lo sabemos. Cualquier evento —evento en el sentido original de la
palabra, no en el burdo sentido que hoy se le otorga en los mundillos de la
política, el espectáculo, el deporte y la cultura— puede cambiarnos de ruta, desviarnos del
camino que creíamos seguro. Miremos nuestras vidas, por ejemplo. Un hecho
aparentemente insustancial, toparnos con el compañero o la compañera de la preparatoria
y hacerles demasiado caso, termina siendo determinante para estudiar después
tal o cual carrera donde luego conocemos a la persona con la cual nos vinculamos
afectivamente. Así, la vida entera es un ininterrumpido encadenamiento de
hechos que encierran nuevas posibilidades que cristalizan en nuevos hechos que
abren más posibilidades, todo gobernado por el invisible azar.
Cuando salí de la carrera de comunicación sabía, o creía
saber, que mi futuro estaba en las áreas de la comunicación relacionadas con el
trabajo de escritura, con el periodismo, la edición, algo cercano a eso.
Conseguir trabajo no fue fácil, así que alguna vez, por una carambola de las
que hablo, es decir, porque acompañé a un amigo a una fiesta circunstancial, me
topé con un sujeto que estuvo a punto de cambiarme la existencia. En el jardín
donde se departía con carne asada, trago y mucha plática, mi amigo tuvo la
amabilidad de presentarme a su tío, un señor de apellido Medina, según
recuerdo. El señor Medina era un tipo sonriente, vital, dicharachero, de esos
cabrones que se creen el alma no sólo de las fiestas, sino de todas las
actividades en las que se mueven como escarabajos, siempre inquietos, siempre
haciendo algo generalmente trivial. Paraba en una mesa, se tomaba una cuba,
gesticulaba las canciones del estéreo, abrumaba, en suma, y luego saltaba a
otra mesa para entreverar conversación con nuevas víctimas de su campechanía.
Cuando llegó al área que yo ocupaba tuve la mala suerte de
que a mi lado hubiera una silla despejada. Allí instaló sus nalguillas de mariachi,
así que de inmediato procedió a infligirme una de las amenas pláticas que ya
habían hecho estragos en las mesas precedentes. Siento que los comensales lo
miraban medio asqueados, pero tolerantes, pues había pichado, creo, toda la
carne que humeaba en el asador. El señor Medina (le digo señor porque eso era para mí, un señor de 35 o 40 años, cuando yo
apenas frisaba los 22 o 23) describió un comercial de la tele y dijo la palabra
“náufrago”; al terminar su comentario me pidió opinión y yo, más tímido que
ahora, siempre incómodo en las fiestas, apenas pude decir algo sobre la
etimología de “náufrago”. Las etimologías suelen desconcertar/hechizar a quien
recién descubre una, y como la de “náufrago” es hermosa, el señor Medina guardó
cinco segundos de silencio y luego dijo “ah, mira, qué bien”. Mi amigo, atento
al diálogo, intervino.
—Tío, Jaime estudió comunicación, le gusta escribir.
Era cierto, yo acababa de salir de la carrera y desde
entonces quería dedicarme a escribir, pero la cosa todavía no estaba para que
me anduvieran balconeando de esa forma. Ante la situación inesperada, el tío
optó por acomodarse mejor en la silla, servirse otra cuba y conversar
directamente conmigo sobre “negocios”.
—Mira, Jaime, qué bueno que te conozco. Vamos a hablar de
negocios. Soy empresario y precisamente en estos días he andado batallando con
un asunto. Creo que puedes ayudarme. Necesito una campaña publicitaria para un
producto que voy a lanzar.
Yo no tenía ni una puta media hora de empleo en nada,
todavía no ganaba ni un tostón para sobrevivir, así que de antemano me resigné
a lo que arrojara el destino, fuera lo que fuera. Por dentro yo sabía que
aquello no me interesaba, pero sonreí sobradón y le di confianza a mi
futuro cliente.
—Claro, llevé varias materias de publicidad y mercadotecnia
en la carrera.
Afortunadamente, el tío Medina era un tipo impetuoso y no
dejaba platicar a ninguno de sus interlocutores, lo que me ahorró algunas
vergüenzas retóricas. Ni siquiera notó que mi respuesta debía ahuyentarlo, pues
a leguas dejé claro que sólo estudié esas materias, pero no las ejercía.
—Muy bien, Jaime, mira: estoy a punto de lanzar un producto
a la venta y creo necesario hacer una campaña promocional. Todavía no tengo la
imagen, el logo, el eslogan y todo eso. Es más, ¡todavía no tengo ni el nombre
del producto!
—Bueno, por allí podemos empezar, por el nombre. ¿Qué
producto es?
El tío Medina era locuaz y medio zonzo, pero no tanto como
para no comprender que su producto era algo difícil de colocar en el mercado
con la catapulta de la publicidad.
—Popotes, venderé cajas de popotes.
Aquello comenzaba a tornarse cómico, o trágico, o los dos,
no sé. ¿Popotes? ¿Cómo voy a lograr —pensé— que los popotes del tío Medina tengan impacto
en el mercado? Por eso sólo pude balbucear.
—¿Popotes?
—Sí, popotes —hizo mímica de beber con un popote—, popotes.
Quien me conoce sabe que soy muy serio, que no me gana
fácilmente la risa, pero en ese momento no pude contener, al menos, un barrunto
de sonrisa.
—Ya sé, ya sé —dijo el tío Medina—, no es común vender eso y
menos crearle una campaña publicitaria, pero se puede, claro que se puede.
¿Sabes cuántos popotes se consumen a diario en nuestro país?
—Ni idea —dije.
Pensé que me iba a dar una cifra, algo así como “tres
millones doscientos mil popotes”, pero no, me dio un dato más contundente.
—Un chingo, Jaime, un chingo. Si logro colocar mi producto
en ese mercado, adiós, ya la hicimos.
No sé por qué usó el plural, el “ya la hicimos”, como si yo
fuera a ser beneficiado por las estupendas ventas de todo el popotaje. De
inmediato entendí que su intuición de emprendedor lo obligaba a vincularme con
el glorioso futuro de la empresa. Me quería para crear nombre, imagen, eslogan,
todo, así que resultaba imprescindible hacerme previamente millonario aunque
sólo fuera en el ámbito de la fantasía.
—Bien, ¿cómo le hacemos? —me acorraló.
—Si quiere —le hablé de
usted—, nos vemos en otra parte y platicamos. Para entonces llevaré algunas
ideas básicas, posibles nombres, eslóganes, todo eso.
—Sale, hecho, amigo. Dame tu teléfono.
En ese entonces, 1986, no había celulares ni mail ni nada,
así que le di el teléfono de mi casa, la casa de mis padres. Tuve la esperanza
de que allí terminara todo, pero dos o tres días me gritó mi hermana
—¡Jaimeee, te hablan!
Fui al sillón de la sala, me senté, tomé el auricular y del
otro lado escuché al tío Medina. Acordamos encontrarnos esa misma tarde en un
café del centro. Al vernos, iba otra vez como lo había visto en la fiesta.
Usaba una cadena de oro en el cuello y una esclavota del mismo material en la
muñeca, accesorios que desde entonces y hasta la fecha me parecen totalmente
vulgares, como de mafiosillo pedorro. El tío Medina era de cuerpo pequeño,
desproporcionado en relación con el tamaño un tanto olmeca de su cabeza
arqueológica.
Entre lo poco que me dejó hablar, propuse que me haría cargo
de toda la campaña (nombre, eslogan, colores, diseño de la caja, carteles,
espots de radio, algún espectacular, quizá hasta espots de tele), pero que nada
sería difundido sin su autorización. Estuvo de acuerdo y, dada su permanente
impaciencia, estableció una fecha muy incómoda para ver los resultados.
—¿Qué te parece si nos vemos la semana entrante para analizar
lo que harás?
—¿La semana que entra?
—Sí, la semana que entra, esto urge.
—Pero necesito al menos dos o tres semanas. La chamba no es
tan sencilla, debo buscar diseñadores, todo eso.
—Bueno, dos semanas. Nos vemos aquí mismo en dos semanas.
Acepté. No sabía en qué me estaba metiendo, pero acepté.
Antes de terminar, vencí mi apocamiento natural y logré plantearle un tema
fundamental: el pago.
—Querido Jaime, no te preocupes por eso, aquí hay dinero. Soy
empresario.
Aquellas fueron dos semanas traumáticas. Usé dos días para
pensar en varios nombres potenciales, en eslóganes, en colores institucionales
y demás. Luego procedí a buscar a dos amigos: un diseñador y un productor de
tele. Pronto me di cuenta de que debía pagar sus colaboraciones. Pedí un
préstamo familiar, mínimo, sólo para salvar la ejecución de lo que yo quería.
Me reuní con el diseñador, un buen dibujante. También lo hice con el productor
de tele, quien al final se cotizó muy alto para hacer un simple espot de
prueba, y reculé. Fueron, como digo, días tensionantes, de desveladas. El
diseñador avanzaba lento. No podía hacer, como ahora, algo virtual, en Corel;
forró por ello una caja de popotes de otra marca y la vistió como si fuera la
que yo quería. También diseñó unas cartulinas con plantillas y letras
Mecanorma, esas como calcomanías tipográficas que se usaron mucho en el diseño
ochentero. En pocas palabras, sacar todo aquel jale fue un infierno. Así llegó
el momento de presentarlo ante la mirada inquisitiva del tío Medina.
—Está bonito, ¿pero por qué ese nombre?
Le expliqué que la palabra popote provenía del náhuatl, la lengua de los aztecas, como papalote, cacahuate, tomate, chocolate,
chicle, itacate. De ahí que se me ocurriera “Popotes Atl” como nombre del
producto. Atl, también en náhuatl, es
agua. Si el popote sirve para sorber líquidos y si popote es palabra náhuatl,
lógico es que se llame “Popotes Atl”. Además, fue importante destacar que la
tipografía y los colores predominantes eran el azul con pequeños vivos en
anaranjado. ¿Azul por qué? Bueno, porque los líquidos que se toman con el
popote son fríos, y el frío suele ser representado con el color azul. Además,
los detallitos de color anaranjado serían así porque regularmente tomamos con
popote los líquidos que acompañan nuestros alimentos, y la publicidad de comida
es fundamentalmente anaranjada, roja o amarilla, colores que insinúan la
calidez de los platillos.
Claro que me sentí mal explicando esos lugares comunes de la
materia Publicidad I, pero todo el dispositivo era verosímil y se apegaba a lo
que me enseñaron en las clases sobre el tema. El tío Medina, ingenioso, me
contradijo.
—¿No estaría bien quitar la palabra popote de la publicidad? Se me hace fea.
—No, es la palabra más importante aquí. Si lo hacemos, ¿cómo
les vamos a decir? En Sudamérica les dicen pajillas
o sorbetes, pero esas palabras no las
usamos en México. La palabra popote
es un bello mexicanismo, eso hay que respetarlo.
El tío Medina miró todo el material y puso algunas
objeciones, pero al final aceptó que mi campaña estaba bien diseñada. Felicitó
mucho el monito sonriente que bebía un gran vaso burbujeante con un popote Atl.
No sé por qué, pero vi que algo andaba mal, que su entusiasmo había menguado
incluso antes de ver mi trabajo.
—Bueno, excelente, Jaime. Préstame todo el material, lo
analizaré con calma y luego te llamo. Dime por lo pronto cuánto te debo.
Le dije una cifra, lo que incluía mis pagos al diseñador.
Noté que no le gustó mucho escuchar la cantidad, pero aceptó y pagó allí una
cuarta parte de lo que solicité.
—Mira, te daré esto por lo pronto, y en una semana nos vemos
aquí mismo para liquidarte el total y comenzar con la campaña.
Tomé el dinero, una bicoca en realidad, y nos despedimos.
Cargó con el material diseñado y pensé lo evidente: ya no volvería a verlo, yo
perdería los diseños publicitarios de Popotes Atl y buena parte de mi
inversión. Prometió llamarme. Pasó una semana. Pasaron dos semanas, tres, un
mes, dos meses, y de aquello nunca supe nada más. Increíblemente, me alegré.
Luego de ese forzado experimento, y luego sobre todo de
vincularme con el tío Medina, era una felicidad haber fracasado en mi carrera
de publicitario. Volví a lo mío, a esto que sigo haciendo, a escribir lo que me
viene en gana con o sin fracaso mediante.