El sujeto era gordo, alto y de pelo crespo, pero su rasgo más
sobresaliente estaba en que se movía con la lentitud de un tráiler a punto de
estacionarse. Lo vi durante cinco años, siempre en el mismo rincón del café,
siempre vestido con pantalón caqui y una camisa inmensa, de cuadros chicos y
desfajada. Me caía bien porque, como yo, no saludaba a nadie, simplemente
entraba y a paso cansino llegaba hasta su mesa, se instalaba con dificultad y
le servían un café que ya no pedía pues los meseros sabían que eso deseaba,
además de una canastita con pan dulce. El gordo caía allí de lunes a viernes de
seis a siete, siempre en punto, exacto como las desgracias. Cargaba un libro y
leía unas páginas, bebía tres tazas y despachaba sin falla dos piezas de pan.
Toda su rutina era parsimoniosa y precisa, e igual, sin decir palabra, en
cámara lenta, dejaba dinero sobre la mesa, se levantaba otra vez con dificultad
y salía. Recuerdo que noté algo: cuando abandonaba el local todos los
comensales lo mirábamos intrigados. Seguramente había unanimidad en los
pensamientos: ¿quién era ese gordo inquietante?, nos preguntábamos. La ciudad
ya no es lo que era hace algunos años, cuando todos se conocían y el chisme era
comunitario, pasto para mitigar el aburrimiento. Ahora podía llegar un gordo al
café y aunque su presencia fuera notoria y recurrente ya se daban casos de
aislamiento total, de anonimato perfecto. Cierto jueves reparé en su ausencia.
Pregunté a un mesero y me dijo sólo una palabra: murió. Dije ah viendo a otro
lado y no pregunté más. Pasaron unos días y una tarde llegué al café.
Todas las mesas estaban ocupadas, salvo la del gordo. Fui hacia allá, me senté
y pedí lo de siempre. Al día siguiente ocurrió de nuevo, caí en la mesa del
gordo. Al tercer día había muchos espacios disponibles en el local, pero adrede
fui a sentarme en el mismo lugar. Poco a poco, tarde tras tarde, tomé posesión
de aquel espacio y repetí la rutina tal y como lo hacía el gordo, sólo que yo
nomás fulminaba una pieza de pan. Aprendí a cargar libros y a simular interés
en ellos. Una tarde, al salir, vi que todos me miraban. Sospecho que se
preguntaban quién era yo. Me gustó vivir en ese misterio, desconcertar a la
concurrencia, crearme un aura intrigante. Más que el café, más que el pan, más
que el libro mentiroso, lo que comenzó a deleitarme era sentir que otros me
veían como veíamos al gordo, que en paz descanse.