De
la afamada —aunque sólo entre cierto público— editorial Isis, el capítulo XXII
del libro Costumbres describe la peculiaridad de la tribu ksntpka
nativa de una isla perdida en el Índico. Es un pueblo pacífico dado que no
tiene vecinos contra los cuales reñir. Por esa misma razón carece de envidia y
sus miembros todo lo comparten con un sentido absoluto de la desposesión. Las
mujeres y el alimento son sus dos únicas fuentes de placer, pues se trata de
una sociedad dominada —y en esto no se diferencia de muchas otras— por los
machos. Como todo es de todos, casi siempre tienen lo que necesitan, no lo
disputan, viven en entera libertad y puede afirmarse que son inmensamente
felices. Salvo una, no tienen leyes, o si las tienen, son tácitas,
sobrentendidas, casi ajenas al discernimiento. La única ley que los guía es que
todo es de todos. Entre ellos no existen pues los pronombres “mi” o “tu”. Para
decir, por ejemplo, “mi comida”, en su código expresan algo así como “la
comida”, de ahí que mientras un ksntpka come, otro puede, sin mayor conflicto,
meter la mano en la vasija ajena y hacer lo mismo; esto también explica su serena
promiscuidad. En cuanto a los hijos, se sabe que los crían con amor colectivo,
es decir, que actúan como si todos fueran padres y madres de todos los
pequeños. Los adultos enseñan a cazar a los varones de menor edad, y un joven
hoy puede tener un instructor y mañana otro. Los ksntpka son excelentes en la
pesca; se internan en el mar y luego de unas horas regresan con espléndidas
presas. Como todo es de todos, cuando pescan un gran ejemplar todos pueden
decir “yo lo atrapé” sin que se moleste el verdadero autor de la hazaña, pues
él también puede afirmar, con idéntica sensación de mérito, “yo lo atrapé”.
Gustan, como cualquier pueblo, de las ceremonias. Como no tienen dirigentes,
cualquiera sabe invocar a los dioses y cualquiera acepta sacrificarse en una
sesión bárbara de golpes. Luego de pedir que kagtaka —su diosa de la luna—
descienda, todos, incluidos los niños, arremeten a puñetazos y puntapiés contra
un sujeto que funge como mártir. El sacrificado queda molido, pero en su dolor
entra en trance y siente una comunión con kagtaka, el éxtasis. Pese a esa
liturgia bestial, no son pocos los que se anotan para representar al aykugkay ,
"el sacrificado", y se han dado casos en los que un aykugkay es
elegido dos o tres días sin interrupción hasta que muere, lo que representa el
máximo honor en esa peculiar comuna. Son dos los requisitos para ser aykugkay:
no ser mujer ni menor de edad, lo que asegura la supervivencia de los ksntpka.