Desde hace meses traía el pendiente de subir mi presentación, y la prasentación del propio autor, Alfredo Hernández (Torreón, 1943), a El prodigioso reino de Ax (Ayuntamiento de Torreón-SEC, 2013, Torreón, 97 pp.), libro que me sigue pareciendo, a un tiempo, desconcertante y hermoso. Subsano aquí esa deuda.
De cómo tuve noticia sobre Ax
Jaime Muñoz Vargas
El 24 de mayo de 2013 fui invitado a enunciar unas palabras en el homenaje que rindió San Pedro de las Colonias, Coahuila, a dos de sus ciudadanos más valiosos: el matrimonio de la poeta Concha Luna y el dramaturgo y narrador Alfredo Hernández. Asistí gustoso, seguro de que el reconocimiento era más que merecido, pues Concha y Alfredo son, para mí y para muchos que los conocemos, dos excelentes escritores y dos de los promotores culturales más entusiastas de La Laguna.
Al final de la ceremonia tuve la suerte
de conversar en corto con Alfredo. Recién había elogiado en público sus relatos
breves, y le insistí que debíamos hacer algo para verlos publicados. Fue
entonces cuando, ya casi en la despedida, exactamente afuera de la Casa de la
Casa de la Cultura de San Pedro, Alfredo soltó a regañadientes: “Tengo por allí
unos textos que quizá puedan servir para algo. Hace muchos años publiqué
algunos en el DF, pero necesito revisarlos y ordenarlos, pues no he vuelto a
ese material en mucho tiempo. Lo llamé ‘El prodigioso reino de Ax’, y es una
relación de cosas útiles, animales diversos, plantas, flores, minerales,
asesinos, salteadores, músicos, poetas y demás gentes de buen y mal natural que
hicieron grande y poderoso al reino de Ax. De eso trata más o menos”.
Algo me latió al oír este sumario.
Sospeché de inmediato, basado en las microficciones de Alfredo que poco antes
leí con motivo del homenaje, un valor literario que provocó mi inquietud y,
claro, mi respuesta más apurada: “Mándame eso, maestro. Suena muy bien”.
Pocos días después envié una carta a
Alfredo para preguntarle por Ax. Le dije que no había olvidado la propuesta y
que esperaba con ansia el material. Respondió que estaba trabajando, que debía
releer, pulir, reordenar todo. Esperé, y luego de unas semanas me llegó la
primera tanda de estampas de El prodigioso reino de Ax. Apenas clavé el ojo en las cuartillas y
advertí que se trataba —así, sin avisar— de uno de los libros más inteligentes
y divertidos escritos en la historia de la literatura lagunera, pues en él su
autor nos lleva a un mundo remoto y delirante, un reino poblado por objetos y
criaturas del más extraño pelaje que, entre otros méritos, obligan a reflexionar
sobre la condición ficcional inherente a buena parte de la escritura histórica.
Acuñadas con exquisita prosa, vi que las estampas sobre Ax hacían guiños de
jocosa y borgesiana erudición, y con ellos nos instalaba en la certeza de que
el hombre, haga lo que haga y viva en la época en la que viva, siempre será un
bicho estrambótico, un creador de desvaríos, un ser más próximo a la locura que
a la razón. Pensé que era fácil augurar un inmediato aprecio a las páginas de
este libro, animal bibliográfico tan asombroso que también parece obra del
prodigioso reino de Ax y no de la literatura amonedada habitualmente en la
Comarca Lagunera. Lo demás fue trabajar un poco con Alfredo y pedir a Luis
García González el trabajo de ilustración que tampoco dudo en calificar como
excelente, un complemento gráfico digno de total admiración y gratitud.
En resumen, El
prodigioso reino de Ax es un libro que
no debemos eludir. Su imaginación y su filoso humor nos obligan a celebrar la
presencia de Alfredo Hernández, una presencia que da gusto reencontrar y
compartir.
Comarca Lagunera, 22, octubre y 2013
Introducción al prodigioso reino de Ax
Alfredo Hernández
Aquel que fue declarado territorio estéril por los descubridores
ingleses y portugueses, lugar proclamado maldito por los viajantes que
posteriormente rescataron unos cuantos manuscritos conservados hasta la época
presente, fue el reino de Ax cuyo recuerdo estuvo a punto de desaparecer. Un
yermo de planicies inmensas cubiertas con un manto milenario de sal guarda las
reliquias de aquel país que se desarrolló entre el prodigio y la locura de sus
gobernantes, más lo segundo que lo primero. Historiadores de todo el mundo en
todas las épocas han intentado penetrar en el misterio del lugar y el tiempo de
este reino.
Más espesa que la capa salina que cubrió el territorio es la
conjura que se propuso borrar todo rastro del paso de los hombres de Ax sobre
la tierra. Esa confabulación provocó en muchas mentes el deseo de saber más de
lo que las tradiciones y leyendas han transmitido. Contando con los
amarillentos y quebradizos papeles de que ya dimos noticia, muchos alientan la
esperanza de encontrar aquellas ciudades con palacios de muros de esmeralda.
Algunas mentes brillantes lograron penetrar en el misterio y
acordaron mantener en secreto la historia para que los hombres del futuro, tú y
yo, buscáramos nuestro propio camino sin las referencias de lo sorprendente que
esconde la memoria de Ax.
De la colección de documentos conservados en la biblioteca del
venerable J. L. Casares pudo extraerse el «Nova Totivs Terrarvm Orbis
Geographica Ac Hydrographica Tabula, del auct: Henr: Hondio». En ese mapa,
realizado en el primer tercio de 1600, aparece un espacio abajo del «Mar de
India», la región «Terra Australis Incognita» que algunos identifican como
asiento del reino perdido. El padre G. de Ockham, poco antes de ser excomulgado
por el papa Juan XXII, descartó esa idea y propuso buscar en el lugar que hoy
es conocido como Triángulo de las Bermudas, muy cerca del sitio donde se dice
que se encontraron ruinas que confirman la existencia de la Atlántida.
En cuanto a la época del florecimiento de la cultura de Ax, nadie
se pone de acuerdo, pues si bien Pitágoras emplea como metáfora la belleza
física de todos los hombres y mujeres de aquel territorio, Tucídides introduce
en La guerra del Peloponeso a
uno de los embajadores griegos que tiene conocimiento exacto del lugar preciso
donde se desarrolló la grandeza de aquel pueblo, sólo que éste no pronuncia
palabra en todo el encuentro con los lacedemonios. Pero hay más todavía.
Artistas, filósofos, historiadores, religiosos y buscadores de tesoros manejan
secretamente algunos trozos de información que intercambian en medio de
rigurosos acuerdos y luego cada uno a su manera intenta reconstruir el mapa
real donde se ubica el lugar que ha motivado tantos afanes. Han pasado muchos
años desde que el primero de estos hombres dio a conocer la estatuilla de
bronce de la reina Tit en aquel oscuro museo de historia natural de un remoto
poblado boliviano, confirmando con ello la existencia de lo que hasta entonces
sólo había sido conjetura.
Todo
lo referente a los hechos que ningún historiador quiere registrar, han sido
transmitidos de boca a oído. Aún no hay nada escrito, salvo estos pocos
registros recuperados del arca de hierro de un anticuario egipcio muerto en
extrañas circunstancias. Pero esa es otra historia y no se relatará en estos
documentos por temor a caer en imprecisiones o falsedades.