Nomás
un puño de tierra, eso dice una canción al referirse a lo que nos llevamos tras
la muerte: nomás un puño de tierra y a veces ni eso cuando optamos —o cuando
nuestros familiares optan— por la cremación. Todo lo que poseemos, entonces, lo
mucho o lo poco que poseemos, se queda aquí, en este valle de lágrimas en el
que sólo respiramos un ratito.
Ante
lo brutal de ese destino pleno de desposesión, ante el “no-ser” que decía
Lezama Lima, suele no quedarnos más que pensar en lo que hemos acumulado, sea
poco o sea mucho, y elegir en qué manos terminará. Por lo general, quienes se
han preocupado mucho por tener saben a dónde irán a parar sus tesoros luego de
la muerte: la esposa, los hijos, el pariente más cercano se quedan con la
herencia, con las casas, los vehículos, las joyas, el dinero y todo lo que
guarde algún valor visible, indiscutible.
¿Pero
qué pasa si el futuro muertito ha sido un acumulador de libros y no de otros
objetos fácilmente intercambiables en el mercado? Sabido es que quien abraza el
vicio de los libros no toma las providencias necesarias para heredarlos; sabe
qué hacer con sus otras posesiones, si es que las tiene, pero no con los
libros. Algo extraño ocurre en estos casos: los libros son acaso percibidos
como imperecederos y las bibliotecas como entes ajenos a la dispersión, a la
pulverización. Si durante treinta, cuarenta o más años descansaron en una
estantería, no hay razón para pensar en el término de su vida en comunidad, es
decir, en el fin de su existencia como biblioteca personal.
Lamentablemente,
el tiempo, esa sustancia invisible que siempre es cruel con el hombre, también
lo es con las bibliotecas personales. Más de una numerosa, bien armada, sólida,
llena de títulos fascinantes y lujosos, ha terminado convertida en nada,
dispersa, diluida en librerías de viejo tras la muerte de su dueño. Lo digo por
experiencia. Pertenezco a una generación que comenzó a comprar libros hacia la
década de los ochenta. Además de los nuevos que adquirí desde las primeras
épocas del intruso celofán, compré, y sigo comprando, en librerías de viejo.
Allí he hallado joyas, libros que de otra manera jamás hubieran llegado a mis
manos. Pues bien, no ha sido infrecuente que en esos espacios aparezcan títulos
antes pertenecientes a bibliotecas bien armadas. Lo sé porque ostentan firmas, sellos
de goma o ex libris de escritores y periodistas de mi región.
¿Y
qué pasó, por qué llegaron esos libros hasta allí? Es fácil conjeturarlo. Al
morir, los familiares quizá supieron qué hacer con el dinero y otros bienes
heredados por el desaparecido, pero no con sus libros. Resolvieron entonces por
el camino fácil: vender en las librerías de segunda mano, tal vez en bulto,
indiscriminadamente, bibliotecas enteras. Luego, como pirañas, a granel, hemos
ido apareciendo los compradores y nos hemos llevado por separado los libros que
antes estaban juntos y formaban una biblioteca.
Mi
amigo argentino David Lagmanovich tomó providencias. Murió en 2010, había
nacido en 1927, y antes de llegar a los ochenta organizó y catalogó su enorme
biblioteca y mediante convenio la donó a un centro cultural de San Miguel de
Tucumán, en el noroeste argentino. Esa biblioteca siga en pie, reunida en un
solo espacio y es útil para quienes desean consultarla.
Por
más que el futuro se pinte como sólo digital, es pertinente que los dueños de
bibliotecas sepan que la vida sí se acaba y que sus libros pueden quedar en
buenas manos, salvados de la despiadada venta. Organizarlas y donarlas con
cuidado puede ser quizá su último acto de amor por los libros, los (sus)
queridos libros arracimados en una biblioteca personal.