Para los muchos lectores que subrayan lo que leen son algo
incómodos los libros demasiado buenos, pues al recorrerlos sienten, me
cuento en este caso, que no es posible avanzar a un ritmo más o menos sostenido
de lectura. Con los muy buenos libros pasa pues que todo va pareciendo
importante, digno de atención, de memorización, de pausa y subrayado. Los
lectores obsesionados por dejar marcas en sus libros deben, entonces, hacer un
esfuerzo doble o triple para no ceder a la tentación de subrayar, pues un libro
demasiado subrayado equivale casi a dejarlo sin señalamientos, pues subrayar
significa destacar para, en el futuro, volver sobre aquello que sobresalió, y
si todo sobresale, da lo mismo subrayar o no.
Acometo esta enredada explicación por culpa de La memoria vegetal (Lumen, México, 2022,
263 pp.), de Umberto Eco. Al leerlo, sobre todo en sus primeros capítulos, he
acusado la molestia de verme retenido por cada párrafo, casi por cada línea.
Todo lo que afirma allí el erudito piamontés aclara, define, orienta. A las
primeras páginas recorridas tomé por ello la decisión de renunciar, o casi, a
los subrayados, esto con el —de antemano— vencido fin de releer de pe a pa
cuando se preste nuevamente la ocasión.
Entre los párrafos que por su encanto sí quedaron
anotados con mi vacilante lápiz está uno vinculado con la bibliofilia percibida
desde fuera. Entre paréntesis, Eco se refiere en todo el libro a esto, a los
libros de papel y a su tenencia, a la bibliofilia, de ahí que desde el título
los considere “memoria vegetal”. Cierro paréntesis.
Decía de un párrafo que me movió a sonrisa. Lo cito en
largo con algunas omisiones: “Naturalmente, el bibliófilo, también y sobre todo
el que colecciona libros contemporáneos, está expuesto a la insidia del imbécil
que entra a tu casa, ve todas esas estanterías, y exclama: ‘¡Cuántos libros!
¿Los has leído todos?’ (…) Ante este ultraje existen, según mi entendimiento,
tres respuestas estándar. La primera corta al visitante e interrumpe toda
relación, y es: ‘No he leído ninguno, si no ¿para qué los tendría aquí?’ Esta
respuesta gratifica, sin embargo, al inoportuno cosquilleando su sensación de
superioridad y no veo por qué hemos de hacerle ese favor. La segunda respuesta
sume al inoportuno en un estado de inferioridad, y suena así: ‘¡Muchos más,
señor, muchísimos más!’. La tercera es una variación de la segunda y la uso
cuando quiero que el visitante caiga presa de un doloroso estupor: ‘No —le
digo—, los que ya he leído los tengo en la universidad, estos son los que he de
leer para la semana que viene’”.
Dado que —afirma Eco— su “biblioteca milanesa cuenta con
treinta mil volúmenes”, ninguna de las tres respuestas es verdadera. Son boutades que propone Eco ante la
evidente necedad de una pregunta frecuente y más o menos automática ante la
superabundancia de libros almacenados en una casa, casi casi como si el exceso bibliográfico
sólo fuera posible en una biblioteca pública y no en un espacio doméstico, casi
casi como si no fuera legítimo que un solo ser humano atesore más libros que
los que será capaz de leer, más allá de que no todos los libros se leen como
novelas, pues muchos son de consulta o referencia.
Un voraz de libros quiere y a veces puede leer mucho, pero esto no es suficiente, como muy bien lo supo Eco. Para este tipo de obsesivo la cosecha trasciende el ahora: por cada libro que se obtiene y se lee, se desean dos o tres o cuatro o cinco o muchos más. En pocas palabras, para un bibliófilo el tope está en la muerte.