Los
algoritmos son implacables. Con más olfato que el de los sabuesos, detectan y
siguen la pista de lo que nos gusta, y de inmediato comienzan con el bombardeo.
Nunca como ahora se llegó a esto, y sin duda es el más resonante logro del
marcado: saber qué queremos sin necesidad de tocarnos a la puerta. Con un
celular basta para que dejemos en todos lados las huellas digitales de nuestros
apetitos, tanto los superficiales como aquellos que supuestamente mantenemos
agazapados en las cloacas más profundas de nuestro ser. El algoritmo nos conoce
desnudos, es un invasor indetenible de la intimidad.
Además de ofrecimientos de entretenimiento estúpido, el algoritmo suele aguijar mi interés por los libros. Prácticamente no hay visita a mis redes sin que aparezca algo de esto por allí. Por supuesto, es tan grande el menú que apenas me detengo en lo ofrecido. Pero a veces no es así. Esta semana llegó, por ejemplo, la publicidad de un libro que por desgracia sólo venden en España, y mi bolsillo no gasta tan lejos. Parece excelente, pero, a menos que algún día llegue a México, por ahora me contentaré con la sinopsis comercial de Bibliopatías, bibliomanías y otros males librescos (Antonio Catronuovo, Trama, Madrid, 2024, 304 pp.). Dice la publicidad: “Quien se adentra en estas páginas se hunde de inmediato en el lazareto de las enfermedades producidas por los libros, en medio de las monomanías, las fobias, la codicia y los desvaríos desmesurados que afligen a sus maniáticos acaparadores y perseguidores. Un mundo lleno de obsesiones, frenesíes, caprichos y excentricidades desmedidas. Los variados tipos de locura, las numerosas historias de personas reales, los episodios extravagantes y a menudo al borde de lo increíble que aquí se revelan, permiten al autor asumir la figura de «bibliopatólogo», que le sirve para diagnosticar la enfermedad que él mismo padece: la enfermedad incurable de la bibliofilia”.
La
misma página promocional ofrece una estupenda
reseña del blog Libros de Cíbola, así que no abundo sobre este antojable
título, además de que, como no lo tengo, no sabría qué más decir.
Ahora
bien, la referencia sobre las patologías librescas me llevó a recordar La memoria vegetal, libro de Umberto
Eco, más exactamente un pasaje de ese volumen alguna vez comentado
en esta columna. Lo que recordé se encuentra en el apartado “Reflexiones sobre
la bibliofilia” bajo el subtítulo “Robar libros”. La explicación es genial: “El
bibliómano roba libros. Podría robarlos también el bibliófilo, llevado por la
indigencia, pero el bibliófilo suele considerar que, si para poseer un libro no
ha llevado a cabo un sacrificio, no experimenta el placer de la conquista (la
diferencia entre tener una mujer porque la has fascinado y tenerla
violentándola). Por otra parte, se cuenta de un gran anticuario que habría
dicho: «Si no consigues vender un libro, en el próximo catálogo redobla su
precio». El bibliómano roba libros con gesto desenvuelto mientras habla con el
librero: le indica una edición rara en el estante alto y hace desaparecer otra
igual de rara bajo la chaqueta; o roba partes de libros merodeando por
bibliotecas donde corta con una cuchilla de afeitar las páginas más
apetecibles. Yo estoy orgulloso de poseer una Crónica de Nuremberg con la anhelada lámina trece de los monstruos,
mientras que en una biblioteca de Cambridge he visto un ejemplar sin esa
lámina, cortada por un bibliómano endemoniado”.
El
apartado no es muy largo y vale traer más palabras de Eco: “Hay personas de
buena cultura, satisfactoria condición económica, fama pública y reputación
casi inmaculada que roban libros. Los roban por incontenible pasión, y gusto
por el escalofrío, como los ladrones gentilhombres que roban solo joyas
famosas. El ladrón bibliómano se avergonzaría de robar una pera en la frutería,
pero juzga excitante y caballeresco robar libros, como si la dignidad del
objeto excusara su robo. Si pudiera, robaría tantos libros que no tendría ni
siquiera el tiempo de mirárselos. Le corroe el frenesí de su posesión”.
Llegó
por fin a la anécdota que recordé del libro de Eco. Es breve, no necesito resumirla,
sino permitir que sea el italiano quien nos ayude a recorrerla con su erudita
ironía: “El mayor ladrón de libros que la historia de la bibliomanía recuerda
es un señor que, nomen omen, se
llamaba Guglielmo Libri. Era un insigne matemático italiano del siglo pasado
que se convirtió en eminente ciudadano francés (Legión de Honor, Collège de
France, miembro de la Academia, inspector general de Bibliotecas). Es verdad
que Libri llegó a ser benemérito porque visitó todas las bibliotecas más
desvalidas de Francia, encontró y clasificó obras rarísimas que yacían
abandonadas; pero quizá se comportó como esos grandes arqueólogos que dedican
su vida a sacar a la luz tesoros perdidos de los países del tercer mundo y
consideran una honesta recompensa a todos sus esfuerzos llevarse a casa una
parte de lo que encuentran. Libri debió de exagerar: el caso es que hubo un
escándalo público, perdió todos sus cargos y su reputación y acabó su vida en
el exilio, perseguido por órdenes de captura. También es verdad que algunos de
los mejores nombres de la cultura francesa e italiana, como Guizot, Mérimée,
Lacroix, Guerrazzi, Mamiani y Gioberti, se batieron por la inocencia de un hombre
tan célebre y estimado, todos ellos dispuestos a jurar que Libri había sido
víctima de una persecución política. No sé realmente hasta qué punto Libri era
culpable de veras, pero el caso es que había acumulado cuarenta mil textos
antiguos, entre libros y manuscritos rarísimos y, desde luego, la cantidad
induce a sospechar. Libri era, sin duda alguna, un bibliófilo: creyó que esos
libros estaban mejor en su casa, mimados y amados, que en cualquier biblioteca
de provincias donde nunca nadie iría a buscarlos. Pero al haber amado
demasiados, seguramente no pudo haberlos amado uno a uno. Sepultados en su
origen, volvían a estar sepultados en la meta”.
El caso es que tener libros, muchos libros comprados, regalados o robados es un buen tema ya, al parecer, de numerosos libros. Por increíble que parezca, hay personas que se convierten en adictos a los libros como objetos preciosos, atesorables como las joyas o el dinero, con voracidad y celo. A veces esta adicción no incluye leerlos, dado que la pura posesión es, como observa Eco, el fin, igual que tener joyas y no usarlas o dinero y no gastarlo. Se trata en suma de una patología, no le exijamos mucha lógica.