sábado, agosto 09, 2025

Enfermos de libros













Los algoritmos son implacables. Con más olfato que el de los sabuesos, detectan y siguen la pista de lo que nos gusta, y de inmediato comienzan con el bombardeo. Nunca como ahora se llegó a esto, y sin duda es el más resonante logro del marcado: saber qué queremos sin necesidad de tocarnos a la puerta. Con un celular basta para que dejemos en todos lados las huellas digitales de nuestros apetitos, tanto los superficiales como aquellos que supuestamente mantenemos agazapados en las cloacas más profundas de nuestro ser. El algoritmo nos conoce desnudos, es un invasor indetenible de la intimidad.

Además de ofrecimientos de entretenimiento estúpido, el algoritmo suele aguijar mi interés por los libros. Prácticamente no hay visita a mis redes sin que aparezca algo de esto por allí. Por supuesto, es tan grande el menú que apenas me detengo en lo ofrecido. Pero a veces no es así. Esta semana llegó, por ejemplo, la publicidad de un libro que por desgracia sólo venden en España, y mi bolsillo no gasta tan lejos. Parece excelente, pero, a menos que algún día llegue a México, por ahora me contentaré con la sinopsis comercial de Bibliopatías, bibliomanías y otros males librescos (Antonio Catronuovo, Trama, Madrid, 2024, 304 pp.). Dice la publicidad: “Quien se adentra en estas páginas se hunde de inmediato en el lazareto de las enfermedades producidas por los libros, en medio de las monomanías, las fobias, la codicia y los desvaríos desmesurados que afligen a sus maniáticos acaparadores y perseguidores. Un mundo lleno de obsesiones, frenesíes, caprichos y excentricidades desmedidas. Los variados tipos de locura, las numerosas historias de personas reales, los episodios extravagantes y a menudo al borde de lo increíble que aquí se revelan, permiten al autor asumir la figura de «bibliopatólogo», que le sirve para diagnosticar la enfermedad que él mismo padece: la enfermedad incurable de la bibliofilia”.

La misma página promocional ofrece una estupenda reseña del blog Libros de Cíbola, así que no abundo sobre este antojable título, además de que, como no lo tengo, no sabría qué más decir.

Ahora bien, la referencia sobre las patologías librescas me llevó a recordar La memoria vegetal, libro de Umberto Eco, más exactamente un pasaje de ese volumen alguna vez comentado en esta columna. Lo que recordé se encuentra en el apartado “Reflexiones sobre la bibliofilia” bajo el subtítulo “Robar libros”. La explicación es genial: “El bibliómano roba libros. Podría robarlos también el bibliófilo, llevado por la indigencia, pero el bibliófilo suele considerar que, si para poseer un libro no ha llevado a cabo un sacrificio, no experimenta el placer de la conquista (la diferencia entre tener una mujer porque la has fascinado y tenerla violentándola). Por otra parte, se cuenta de un gran anticuario que habría dicho: «Si no consigues vender un libro, en el próximo catálogo redobla su precio». El bibliómano roba libros con gesto desenvuelto mientras habla con el librero: le indica una edición rara en el estante alto y hace desaparecer otra igual de rara bajo la chaqueta; o roba partes de libros merodeando por bibliotecas donde corta con una cuchilla de afeitar las páginas más apetecibles. Yo estoy orgulloso de poseer una Crónica de Nuremberg con la anhelada lámina trece de los monstruos, mientras que en una biblioteca de Cambridge he visto un ejemplar sin esa lámina, cortada por un bibliómano endemoniado”.

El apartado no es muy largo y vale traer más palabras de Eco: “Hay personas de buena cultura, satisfactoria condición económica, fama pública y reputación casi inmaculada que roban libros. Los roban por incontenible pasión, y gusto por el escalofrío, como los ladrones gentilhombres que roban solo joyas famosas. El ladrón bibliómano se avergonzaría de robar una pera en la frutería, pero juzga excitante y caballeresco robar libros, como si la dignidad del objeto excusara su robo. Si pudiera, robaría tantos libros que no tendría ni siquiera el tiempo de mirárselos. Le corroe el frenesí de su posesión”.

Llegó por fin a la anécdota que recordé del libro de Eco. Es breve, no necesito resumirla, sino permitir que sea el italiano quien nos ayude a recorrerla con su erudita ironía: “El mayor ladrón de libros que la historia de la bibliomanía recuerda es un señor que, nomen omen, se llamaba Guglielmo Libri. Era un insigne matemático italiano del siglo pasado que se convirtió en eminente ciudadano francés (Legión de Honor, Collège de France, miembro de la Academia, inspector general de Bibliotecas). Es verdad que Libri llegó a ser benemérito porque visitó todas las bibliotecas más desvalidas de Francia, encontró y clasificó obras rarísimas que yacían abandonadas; pero quizá se comportó como esos grandes arqueólogos que dedican su vida a sacar a la luz tesoros perdidos de los países del tercer mundo y consideran una honesta recompensa a todos sus esfuerzos llevarse a casa una parte de lo que encuentran. Libri debió de exagerar: el caso es que hubo un escándalo público, perdió todos sus cargos y su reputación y acabó su vida en el exilio, perseguido por órdenes de captura. También es verdad que algunos de los mejores nombres de la cultura francesa e italiana, como Guizot, Mérimée, Lacroix, Guerrazzi, Mamiani y Gioberti, se batieron por la inocencia de un hombre tan célebre y estimado, todos ellos dispuestos a jurar que Libri había sido víctima de una persecución política. No sé realmente hasta qué punto Libri era culpable de veras, pero el caso es que había acumulado cuarenta mil textos antiguos, entre libros y manuscritos rarísimos y, desde luego, la cantidad induce a sospechar. Libri era, sin duda alguna, un bibliófilo: creyó que esos libros estaban mejor en su casa, mimados y amados, que en cualquier biblioteca de provincias donde nunca nadie iría a buscarlos. Pero al haber amado demasiados, seguramente no pudo haberlos amado uno a uno. Sepultados en su origen, volvían a estar sepultados en la meta”.

El caso es que tener libros, muchos libros comprados, regalados o robados es un buen tema ya, al parecer, de numerosos libros. Por increíble que parezca, hay personas que se convierten en adictos a los libros como objetos preciosos, atesorables como las joyas o el dinero, con voracidad y celo. A veces esta adicción no incluye leerlos, dado que la pura posesión es, como observa Eco, el fin, igual que tener joyas y no usarlas o dinero y no gastarlo. Se trata en suma de una patología, no le exijamos mucha lógica.