martes, mayo 31, 2016

Treinta años de comunicador




















Yo también fui joven. Claro, eso ocurrió hace mucho, tanto ya que aquella condición me parece, quizá porque lo es, del siglo pasado. Siete días después de que cumplí 22 años, es decir, el 31 de mayo de 1986, precisamente un día como hoy, me gradué de la carrera de comunicación en una escuela de cuya sigla apenas puedo acordarme: Iscytac. La fiesta se celebró en Los Sauces, un salón que en aquellos tiempos gozaba de cierto prestigio para desahogar actividades (o "eventos", como dice la raza) sociales de ese tipo, es decir, bodas, quincearañas, graduaciones y conexas. Recuerdo que unos días antes de la ceremonia, cuando mis compañeros y yo planeábamos la fiesta, entre todos escogimos a quien leería el discurso de egresados. Elegimos, por su buen timbre de voz, a mi amigo Saúl Vargas, quien ya para entonces destacaba por su facilidad para leer con una excelente entonación grave. Luego alguien reparó en el discurso, y como según esto —imagínense nomás— yo ya escribía y hasta publicaba, entre todos me encomendaron la escritura del discurso. Acepté convencido de que lo haría bien, aunque por supuesto no lo hice, pues nada de lo que entonces escribía merece hoy el más mínimo recuerdo. Alguna vez, no hace tanto, acomodé papeles viejos y por allí saltaron esas dos cuartillas escritas en máquina mecánica; hoy no sé dónde están, pero no importa. De ellas recuerdo que contenían los obligatorios brindis por una nueva generación de profesionistas y blablablá, lo que se estila en tales casos. Pero recuerdo más, eso sí, que mencioné a Manuel Buendía, el periodista asesinado casi exactamente dos años antes, el 30 de mayo del 84. Hice pues un elogio del periodismo crítico y a nombre de todos mis compañeros la promesa acaso exagerada de ser buenos comunicadores. Luego perdí la pista de casi todos, salvo de dos o tres, como Adrián Valencia o Margarita Morales, con quienes todavía coincido en la vida real o mediante el mail o las redes sociales. Hoy entonces, hace treinta largos años, salí de comunicador y en esto sigo no sé si bien o mal, pero sigo.

Nota: la nebulosa foto que adereza este post es una de las pocas que tengo de esa época. Sospecho que es de 1985, todavía no me escaseaba el pelo, no usaba bigote y cargaba muy pocos kilos sobre la osamenta, por lo cual parecía cantante de pop en desgracia; allí estoy sentado en la sala de la casa de Enrique Lomas, compañero del taller literario Botella al mar. En esa misma reunión estaban también Saúl Rosales, Héctor Matuk Núñez, Gilberto Prado y Pablo Arredondo. La casa de Lomas estaba (o está al menos en edificación) sobre  la acera poniente de la calle Galeana, entre las avenidas Juárez e Hidalgo, en Torreón, al lado de una peluquería con caramelo en la puerta.

sábado, mayo 28, 2016

Beisbol















Todo comenzó casualmente porque todo comienza casualmente, si nos fijamos bien. Yo había llegado a La Laguna apenas tres semanas antes y estaba en el proceso de adaptación en todos los sentidos: en el cultural, muy sencillo porque aquí la gente es afable y muy fiestera, y en el climatológico, más difícil porque en esta región hace un calor de su puta madre y como vengo de Cuernavaca no estoy acostumbrado. Mi único contacto era César, un primo chilango que de casualidad vino a caer en Torreón también por motivos de trabajo. Él fue quien me consiguió el departamentito en el que vivo. No tiene buen aire acondicionado y cuando estoy en él casi me siento brócoli en vaporera, pues estamos a finales de mayo. Tras llegar del trabajo procuro entonces escaparme un rato, no habitar entre estas paredes que parecen placas de metal al rojo vivo. Descubrí una cantina a dos cuadras, aunque esto no es meritorio pues casi cada esquina de Torreón tiene un bar adecuadamente refrigerado donde tramitan las cervezas más frías del universo. Allá me dirigía cuando llamó César. Que si lo acompañaba al beisbol, dijo. Agregó que iría con su jefe del trabajo. Dudé en aceptar, pues de beisbol no sé nada y me importa un pito, pero César insistió. Entonces accedí y media hora después íbamos en su coche a las inmediaciones del estadio donde nos encontramos con su jefe, un señor sonriente y pelón. Pero eso no era lo importante, sino sus dos hijas veinteañeras, unos cromos, casi dos modelos. Entendí la tirada de César. Lamentablemente quedamos colocados en un orden que me hizo imposible la comunicación con Bianca, como se llamaba la que quedó libre. Era impresionante: encantadora, usaba una gorra con la L bordada del Laguna y celebraba las buenas jugadas del equipo. Bebía cerveza delante de su padre y se mordía un poco la punta de las uñas cuando había tensión en el terreno de juego. Quise caerle a como diera lugar, pero sólo al final del partido pude cruzar dos o tres palabras con ella. Me llamó la atención que hubiera retenido en la cabeza todo el juego, que ante mí lo analizara mientras salíamos del estadio. Nuestro mánager debió ordenar toque de bola para avanzar al corredor, no había out, allí estaba la carrera del empate, dijo. No entendí nada, pero era delicioso escucharla, sentir de cerca su examen del partido, la explicación de la derrota propinada al equipo local, su sincera molestia de fanática. César me dejó en el depa y lo primero que hice fue abrir la computadora y conectarme a internet. Ahora era indispensable aprovechar las noches y aprender, pese al calor, todo lo posible sobre beisbol, mi deporte favorito desde hace aproximadamente media hora.

miércoles, mayo 25, 2016

Enjambre
















Los bomberos ya no pueden acceder a la zona de desastre. La colmena ha crecido tanto que tapó las bocacalles y ante esta contingencia ha sido necesario solicitar la ayuda del ejército. Hay un zumbido enloquecedor, incesante, casi estruendoso. Yo quedé encerrado en casa y puedo ver las figuras geométricas del panal untadas a la ventana de mi sala. Por temor a los ladrones hace mucho mandé colocar un vidrio de doce milímetros y eso ha impedido, creo que de milagro, el acceso de las abejas. A otras casas han entrado por allí, precisamente: con toda claridad escuché el ruido de los vidrios, su estallamiento ante la fuerza indetenible del panal. También oí los gritos de dolor de varios vecinos seguramente acribillados a picotazos. Y pensar que todo esto comenzó con un pequeño tumor de árbol. Lo detecté de inmediato: había un hoyito en el tronco y allí formaron su primera colonia. Poco a poco vi el avance de ese bulto y un buen día, cuando sentí que dos o tres abejas me sobrevolaban demasiado cerca, llamé a la línea de emergencia en Torreón. Me contestó una señorita amable que sin más encaminó la llamada hacia el departamento de bomberos. Allí, un hombre me pidió los datos, el domicilio y eso. También me preguntó que si yo tenía detergente en polvo. Le dije que sí. Prometió que una cuadrilla de bomberos vendría en seguida. Tras colgar pensé en lo obvio: ¿por qué piden detergente a los ciudadanos? ¿Qué los bomberos no tienen un equipo y agentes químicos para someter enjambres? En fin. Busqué la bolsa en el cuartito de lavado, y esperé. Nunca llegaron. Volví a llamar. Me tomaron otra vez los datos, les dije que ya tenía el detergente preparado, y prometieron visitarme de inmediato. Pero nada. Llamé diez veces más, y lo mismo. Una tarde de domingo el panal comenzó a crecer desmesurada y velozmente, tanto que del árbol callejero pasó a invadir la otra acera. Su tamaño se volvió monstruoso. Llamé de nuevo al número de emergencia, pero la llamada se cortó. Luego se fue la electricidad y comencé a escuchar los alaridos de dolor de mis vecinos. Atranqué bien la puerta y desde el grueso vidrio de mi ventana vi el avance del panal que a ritmo frenético comenzó a tapar coches, casas, plantas, arbotantes. Probé una llamada con mi celular, y la señal entró débil. La señorita volvió a canalizarme con los bomberos. A gritos pedí que vinieran, que el panal ya había devorado toda una cuadra. Ahora sí hicieron caso y me solicitaron no cortar la comunicación, por si yo era el único testigo vivo encapsulado en el enjambre. Por el mismo teléfono me comunicaron después que ya no podían hacer nada. Llamaron entonces al ejército y en eso están ahora. Me acaban de informar que un comando espacial con lanzallamas ha comenzado sus maniobras. Mientras eso ocurre, acá sigo mi reporte.

miércoles, mayo 18, 2016

Síndrome




















Los curiosos le llamaron “Síndrome de Guajardo” en honor a Olegario Guajardo, el médico que lo descubrió. Fue, por supuesto, una noticia que alborotó el morbo público, pues nadie dio crédito a la descripción del facultativo. Según sus declaraciones, a su consultorio habían llegado los padres de un niño que luego de los siete años manifestó un extraño padecimiento: sus brazos comenzaron a perder densidad y a volar, casi como si fueran globos con helio. Obviamente no lograban elevarlo, pues el peso de cabeza, tronco y piernas lo impedía, aunque tenían la tendencia a subir hasta que las palmas de las manos sobrepasaban por mucho la coronilla. El pequeño debió mantener las manos en los bolsillos, de alguna manera se acostumbró a eso y en cierta medida todavía pudo hacer una vida normal. La situación se complicó cuando la levedad comenzó a manifestarse en la cabeza: según la propia descripción del niño —cuya identidad, no está de más señalarlo, mantenemos en secreto para no afectarlo—, sentía que el cráneo jalaba hacia arriba y le producía un intenso dolor de cuello, pero otra vez sin lograr la levitación pues el tronco y las piernas mantenían su estado normal: seguían siendo atraídos por la gravedad. En esa circunstancia la situación ya se había tornado muy difícil, y los padres anticiparon lo peor. No se animaron a buscar especialistas por temor a ser tildados de mentirosos, y dejaron pasar varios meses. Fue así como llegó el peor escenario: la condición de globo gasificado llegó al tronco del niño y con esto una sensación de independencia con respecto de las fuerzas atractivas del planeta: el niño pegaba saltos similares a los que pudieron dar los astronautas en la luna. Los padres vieron esto con una mezcla de miedo y simpatía, así que decidieron confiar en que se trataba de un mal pasajero. No lo fue tanto, sin embargo. Pasadas unas semanas, como si el niño se hubiera vaciado de masa, las piernas también tendieron a flotar, de suerte que todo el cuerpo experimentó “la sensación”. Los padres se llevaron esta mayúscula sorpresa: una mañana el niño amaneció pegado al techo, lo que hizo imposible pensar en sacarlo al aire libre sin algún anclaje. Cuando estaban confeccionando unos zapatos con barras de plomo en la suelas, el niño comenzó a ganar de nuevo su peso natural: piernas, tronco, cabeza, todo adquirió la densidad primigenia. Fue en ese momento cuando lo llevaron con el doctor Guajardo, quien al principio no creyó la descripción y luego —algunos dicen que deseoso de celebridad pues su consultorio de traumatología venía a menos— hizo público el asunto, con lo cual provocó un escándalo que por suerte sólo tuvo eco en una columna harto proclive a la ficción.

miércoles, mayo 11, 2016

Básquet















Formó el equipo de básquet con diez jugadores, para disponer de cambios. Había dos altos (arriba del 1.90 es alto para estas ligas), cinco de estatura normal y tres bajitos. Se supone que era una restauración, o casi, del cuadro que habían tenido en la selección de secundaria. Dos, los altos, eran refuerzos, y con eso intentarían ganar el torneo de veteranos. Juan fue quien los entusiasmó. Juan y Facebook, más bien, pues todos se habían localizado luego de treinta años sin saber nada de nadie. ¿Y si nos juntamos otra vez?, les dijo. Para motivarlos subió una foto descolorida en la que se veían todos borrosos, pero no el trofeo del campeonato que ganaron una vez. ¿Recuerdan el equipazo que formamos?, insistió Juan. Así, los demás, incluso Lugo, comenzaron a interesarse luego de las preguntas y la foto. Juan movilizó la organización. Él inscribiría al equipo y él se encargaría de comprar los uniformes, pues no por nada era ya un microempresario próspero. El entusiasmo fluyó entonces en Facebook, tanto que por unanimidad decidieron regalarse una junta previa de preparación y quizá, más adelante, otra de entrenamiento. Y así lo hicieron. Se citaron en el apartado de una cantina céntrica. Fueron llegando uno tras otro y las carcajadas no cesaron. Las burlas, todas, estuvieron encaminadas a destacar el avejentamiento. Las panzas, las calvas y las canas ya visibles en todas esas humanidades cincuentonas detonaron carcajadas estentóreas, más aún porque estaban desinhibidas con cerveza. En la primera reunión todos incrementaron su entusiasmo y varios prometieron ponerse en forma, caminar al menos en el bosque para oxigenar los pulmones. El día del primer partido se acercaba, y Juan, quien había tomado la batuta de la organización, necesitaba fotos para las credenciales. No quiso pedirlas, y buceó un rato en las cuentas de cada Facebook para localizar una adecuada de cada uno. Fue allí cuando la vio: era Irene. Estaba en la página de Lugo, hacían pareja ya. Se supone que esa Irene había sido la más bonita del salón, y Juan le cayó encima cuando se enteró que había terminado su noviazgo con Lugo. Ella lo rechazó, y al poco tiempo volvió con el mismo, con Luguito. Supo años después que cada cual hizo su vida, que tuvieron sus hijos, que Lugo incluso trabajó varios años en El Paso. Lo que no sabía era, ahora, que por alguna extraña razón se habían reencontrado. Ella no era ya la misma Irene, aunque en las fotos conservaba algo de lo que fue; Lugo, claro, tampoco era el mismo. El único que en este caso seguía igual era Juan: su envidia por Lugo había permanecido intacta durante treinta años. A ver cómo deshacía pues el entusiasmo de los basquetbolistas. Ya no quería volver a eso. 

sábado, mayo 07, 2016

Orbes
















La muerte es extraña y desconocida. Nadie sabe lo que es ella hasta que muere, y de eso hablo (¿hablo?) con absoluto conocimiento de causa, pues he muerto hace como cuatro horas y ya me tienen en la funeraria. Descanso en un ataúd muy bonito y es aquí, claro, donde la gente me verá por última vez (los que se animan, por supuesto, ya que muchos evitan asomarse para no cargar en la memoria el último rostro que deja quien se va). El muerto, en cambio, vive una experiencia sensorial muy distinta. Para empezar, uno muere y de inmediato siente una gran ligereza, como si de golpe dejara de cargar tres o cuatro bultos de cemento. Entra luego a un orbe diáfano, incoloro, vacío. Es como si de repente se convirtiera en aire, pero sin serlo. Luego, por una extraña transferencia de impresiones, sin palabras, sin instructores ni materia, se instala en el alma recién llegada al Orbe Diáfano (llamémosle así) una especie de aplicación de celular con toda la información sobre lo se puede y no se puede hacer en ese espacio sin espacio ni, se supone, tiempo. Entre lo mucho que se puede hacer está, a saber, lo siguiente, dos puntos: ver y oír todo lo que ocurre en la vida real a 324 metros a la redonda; confundirse con la materia inanimada de la vida real (ser una piedra, una cuchara, un neumático, una revista de espectáculos, un preservativo); comprender de golpe todo el conocimiento acumulado por el ser humano; disfrutar hasta el éxtasis toda manifestación artística por deplorable que sea (Arjona o la Banda Cuisillos, por ejemplo, equivaldrían a Mozart en este generoso universo) y, por último, permanecer despierto miles de horas y sólo tomar siestas de dos minutos kiltter (unidad de medida ajena al mundo terrenal) para recuperar energía. Entre lo que no se puede hacer está, en primer lugar, molestar o ayudar a los vivos; espiar la vida íntima de los o las ex; asustar a las personas en casas abandonadas, cambiar de zona de acción fuera de los 324 metros permitidos ni, por último, revivir. Otra prerrogativa del muerto es poder elegir a qué Orbe final irá. Lo malo es que esa elección se toma bajo una circunstancia peculiar: mientras el muerto habita el Orbe Diáfano, nace una pregunta en su interior. Es simple: ¿cuál es el Orbe que escoge para vivir la eternidad? En ningún  momento el muerto sabe cómo son los Orbes, así que todos eligen al tanteo. Quienes han sido malos, corruptos, bribones en la vida, eligen (no falla) un Orbe hermoso, como el cielo que imaginamos en la vida real. Ignoran que en ese lugar el placer y los lujos son insoportables, por infinitos, y duelen muchísimo. Los seres humanos normales suelen elegir un Orbe más modesto, tanto que casi siguen habitando en las tres o cuatro cuadras de su barrio.

miércoles, mayo 04, 2016

Fosfo




















Sobre la acera, del otro lado del ventanal pringoso de esta fonda hedionda a consomé del más inmundo, la joven de blusa fosforescente se pasea con el celular clavado en la oreja. Mueve las manos un poco airada, como si su interlocutor pudiera ver los aspavientos. Así hablamos por teléfono cuando estamos muy molestos, pienso. La chica camina a izquierda y a derecha sin salir del área que permite verla en el rectángulo de la ventana. Como en una pecera, pienso. Lo más notorio es la blusa fosfo, cierto, pero debajo hay una minifalda y unas piernas espectaculares y bien entaconadas. Puedo verla impunemente, pues no hay clientes en el restaurante y las señoras de la cocina parlotean entre los cacerolazos y el ruido del televisor. Terminé mi comida y apareció la joven fosfo, así que decidí marear la Coca para disfrutar el show. Se supone que no debo perder más tiempo en la comida, que estoy amenazado. “Mire, Hernández, si vuelve a faltar o a llegar tarde, vamos a tener que echarlo”, me dijo el supervisor apenas ayer. Y sí, ya debía muchas. He estado faltando porque todo se hizo bolas. Para pagar unas cosas de la casa pedí un préstamo en el trabajo. Luego no pude pagar el préstamo y tuve que buscar más chamba en otro lado. El nuevo empleo me jaló tanto que descuidé el más importante, y así pasó el tiempo y todo comenzó a crecer hasta terminar en lo que ando por estos meses: un desastre en el que debo hasta lo que no he comido. Cuando uno anda así, claro, salta a la cabeza la idea de huir. Por un raro mecanismo de la conciencia uno piensa que en algún sitio lejano está la oportunidad, la salvación, y sueña como tonto y en el sueño todo funciona a la perfección: se da el viaje, se localiza la oportunidad y en quince días cae el primer sueldo curativo. Pero la realidad respira de otra forma. Uno sabe que moverse de una posición mala pero estable es peligroso, pues puede caer en una posición pésima e inestable. El caso es que terminé comiendo puros platos de supervivencia, guisos de mierda en fondas de octava. Y hoy, mientras me metía a las tripas un arroz y otro platillo elaborado con ingredientes muy parecidos a la carne, apareció la nena fosfo y por un momento me hizo olvidar la situación. La joven no ha podido verme, y luego de varios minutos mira la pantalla de su celular. Titubea, como si se le hubiera acabado la pila o el crédito, no sé. Luego camina hacia la puerta de la fonda, me ve y viene hacia mí con cara de que pedirá un favor. Sé que no podré ayudarla, que diré no a lo que solicite —¿dinero, mi celular?—, pero al menos me dejará el recuerdo de que vi cerquita algo lindo en todos estos asquerosos días.

domingo, mayo 01, 2016

Cartapacios de un “volcán-hembra”




















Las formas de la novela son infinitas, tantas que casi no es posible hablar de forma cuando nos aproximamos a este género. En el caso de Cartapacios (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2016, 336 pp.) de Pedro Damián Bautista, libro ganador del premio latinoamericano para primera novela Sergio Galindo 2015, encontramos un relato —dicho esto en un sentido muy amplio— articulado con recursos no convencionales, una historia que produce una rara sensación de inagotabilidad gracias a su irrefrenable ludismo.
Cartapacios está armada en cinco trancos. El primero, titulado “A modo de exordio introito preámbulo”, contiene el presente de la narración: un joven en bicicleta asedia como voyeur a una chamaca benísima que hace ejercicio en los amplios jardines de la UNAM. Esa joven es Yolanda-Antonietta, a quien el mocoso, entre peripecias que pronto revelan el registro delirante de la historia, alcanza y logra bajarle algunas encamadas dignas de feliz recordación. La postninfeta, sin embargo, emigra de la capital y deja al chico cuatro cuadernos o cartapacios donde ella pormenoriza las andanzas que le han cabido en suerte. Esos cuatro cartapacios son, como es obvio, los capítulos restantes de la novela.
A partir de este momento encaramos la vida inútil pero vertiginosamente divertida de Yolanda-Antonietta. Oriunda de Laredo, Texas —lo que de alguna manera justifica su hibridismo cultural—, Yolanda es una chica demasiado inteligente, absurdamente inteligente y sabedora de su naturaleza, tanto que se da el lujo de mantener en pie los cuatro largos diarios donde detalla cada pliegue de su existencia. La parte de su autoconciencia que más la entretiene es saberse impresionantemente cachonda y ser dueña de un poder de seducción que posibilita encamamientos con quien elija. Por supuesto, todos los varones que la conocen se la quieren, como perros babeantes, echar en un taco, pero es ella quien a fin de cuentas, como precoz cazadora, maneja las situaciones, quien controla las partidas del ajedrez lúbrico.
No podemos pedir una lógica narrativa a las peripecias asentadas en los diarios de la depredadora Yolanda. Como en el argentino Alberto Laiseca, los asuntos se van sucediendo sin anudamientos sensatos, sin relaciones de causalidad perfectamente visibles o a veces nada visibles. Lo fundamental en Cartapacios está en el desafío que Pedro Damián Bautista tuvo que afrontar para, primero, construir a una nena tan canijamente deliciosa, y, segundo, darle entidad con un estilo donde jamás decaen el humor, la acidez, los juegos de palabras, la arbitrariedad, el cosmopolitismo más chocante/exultante y el tumulto de escenas que, dicho sea de paso, colocan de golpe a este “volcán-hembra” como ejemplo señero de desinhibición y goce vital en la literatura mexicana.
Novela abiertamente antinovela, Cartapacios es, enfatizo, un desafío barroco, un buceo desmesurado a los aciertos y los deliberados disparates que pueden resguardar, en tono oral, los diarios de Yolanda-Antonietta. En todo momento, la encantadora protagonista se percibe como imán, incluso cuando no es necesario reiterarlo: “Siempre me provocó miedo y estremecimiento pasar sola a Nuevo Laredo; pasaba con alguien siempre, o prefería no ir. Esa especie de bestialidad mexicana que advertía; el desorden, la basura, lo promiscuo, los hombres en el puente sin documentos migratorios, mujeres agresivas, la pobreza inmediata, el evidente desempleo, tipos arruinados, la derrota, la hiperviolencia, las evidencias de narcos y sus miradas sobre mí”. Su capacidad para atraer la convierte en prematura experta en control de canes y otras plagas: “Los dieciséis y diecisiete años fueron de crecimiento y aventurillas. Y cuidando mi virginidad fundamental, me hice experta para apaciguar perros… & wolves. Amén”. Un tipo, el profesor de lenguas Albert Cacciari, le comparte una hipótesis que puede servirnos para cuadrar mejor la catadura de la apetecida: “Tú representas un conglomerado interesante en sí mismo, Yolanda-Antonietta; se desprende de ti una carga erótica involuntaria que pienso que desconoces y que te planta como una mujer ya adulta a tus diecisiete años, independiente del mundo; ninfeta y adulta”.
Un ejemplo más de su autocontrol lo tenemos en este pasaje (así termina el capítulo sobre Albert): “Fui a su cubículo dos o tres veces más, por la tarde, obedeciendo a una discreta señal que me daba. Vicious but delicious; se extasiaba conmigo hasta media hora sumergido, con un poderosísimo movimiento lingual y labial que me traía infinitos orgasmos hasta perderme dentro de mí. Me gustaba eso-así porque presuponía descompromiso-incompromiso, libertad, igualdad; experiencia. Él no se iría a enamorar de mí ni yo de él. Experimentaba los efectos de mi persona; era como conocerme más objetivamente; terrenal y transparente, desconflictuada, sin semejanzas con las chicas de mi edad. De esa manera empecé a potenciar mi cuerpo para enfrentar el mundo”.
En suma, todos quieren tirársela, todos elaboran discursos para llegar a ella sin saber que ella los anticipa porque desea lo mismo. En general, todos se estupidizan con Yolanda, y ella ríe de ellos y hace que crean que la dominan, que es su juguete. “El asunto —dice— es que soy un fenómeno bastante peculiar de la biología. Una entre cien mil”, un “volcán-hembra”.
Cartapacios, en suma, es un experimento que nos jalará de las solapas para introducirnos en dos mundos: en el de la memorable Yolanda-Antonietta y en otro, acaso más importante: en el de las inmensas posibilidades de la literatura cuando se decide a estallar, a romper jocosa, endiablada, salvaje y bienvenidamente todas las ataduras que nos impone la razón a la hora de construir ese molusco conocido habitualmente como novela.
Xalapa, Veracruz, 23, abril y 2016

*Texto leído en la presentación de Cartapacios que se celebró en la Feria Internacional del Libro Universitario organizada por la Universidad Veracruzana. Participamos Édgar Valencia, Carlos Manuel Cruz y quien esto escribe. El autor de la novela no pudo asistir.