La
muerte es extraña y desconocida. Nadie sabe lo que es ella hasta que muere, y
de eso hablo (¿hablo?) con absoluto conocimiento de causa, pues he muerto hace
como cuatro horas y ya me tienen en la funeraria. Descanso en un ataúd muy
bonito y es aquí, claro, donde la gente me verá por última vez (los que se
animan, por supuesto, ya que muchos evitan asomarse para no cargar en la
memoria el último rostro que deja quien se va). El muerto, en cambio, vive una
experiencia sensorial muy distinta. Para empezar, uno muere y de inmediato
siente una gran ligereza, como si de golpe dejara de cargar tres o cuatro
bultos de cemento. Entra luego a un orbe diáfano, incoloro, vacío. Es como si
de repente se convirtiera en aire, pero sin serlo. Luego, por una extraña
transferencia de impresiones, sin palabras, sin instructores ni materia, se
instala en el alma recién llegada al Orbe Diáfano (llamémosle así) una especie
de aplicación de celular con toda la información sobre lo se puede y no se
puede hacer en ese espacio sin espacio ni, se supone, tiempo. Entre lo mucho
que se puede hacer está, a saber, lo siguiente, dos puntos: ver y oír todo lo
que ocurre en la vida real a 324 metros a la redonda; confundirse con la
materia inanimada de la vida real (ser una piedra, una cuchara, un neumático,
una revista de espectáculos, un preservativo); comprender de golpe todo el
conocimiento acumulado por el ser humano; disfrutar hasta el éxtasis toda
manifestación artística por deplorable que sea (Arjona o la Banda Cuisillos,
por ejemplo, equivaldrían a Mozart en este generoso universo) y, por último,
permanecer despierto miles de horas y sólo tomar siestas de dos minutos kiltter (unidad de medida ajena al mundo
terrenal) para recuperar energía. Entre lo que no se puede hacer está, en
primer lugar, molestar o ayudar a los vivos; espiar la vida íntima de los o las
ex; asustar a las personas en casas abandonadas, cambiar de zona de acción
fuera de los 324 metros permitidos ni, por último, revivir. Otra prerrogativa
del muerto es poder elegir a qué Orbe final irá. Lo malo es que esa elección se
toma bajo una circunstancia peculiar: mientras el muerto habita el Orbe
Diáfano, nace una pregunta en su interior. Es simple: ¿cuál es el Orbe que
escoge para vivir la eternidad? En ningún momento el muerto sabe cómo son los Orbes, así
que todos eligen al tanteo. Quienes han sido malos, corruptos, bribones en la
vida, eligen (no falla) un Orbe hermoso, como el cielo que imaginamos en la
vida real. Ignoran que en ese lugar el placer y los lujos son insoportables, por
infinitos, y duelen muchísimo. Los seres humanos normales suelen elegir un Orbe
más modesto, tanto que casi siguen habitando en las tres o cuatro cuadras de su
barrio.