sábado, mayo 07, 2016

Orbes
















La muerte es extraña y desconocida. Nadie sabe lo que es ella hasta que muere, y de eso hablo (¿hablo?) con absoluto conocimiento de causa, pues he muerto hace como cuatro horas y ya me tienen en la funeraria. Descanso en un ataúd muy bonito y es aquí, claro, donde la gente me verá por última vez (los que se animan, por supuesto, ya que muchos evitan asomarse para no cargar en la memoria el último rostro que deja quien se va). El muerto, en cambio, vive una experiencia sensorial muy distinta. Para empezar, uno muere y de inmediato siente una gran ligereza, como si de golpe dejara de cargar tres o cuatro bultos de cemento. Entra luego a un orbe diáfano, incoloro, vacío. Es como si de repente se convirtiera en aire, pero sin serlo. Luego, por una extraña transferencia de impresiones, sin palabras, sin instructores ni materia, se instala en el alma recién llegada al Orbe Diáfano (llamémosle así) una especie de aplicación de celular con toda la información sobre lo se puede y no se puede hacer en ese espacio sin espacio ni, se supone, tiempo. Entre lo mucho que se puede hacer está, a saber, lo siguiente, dos puntos: ver y oír todo lo que ocurre en la vida real a 324 metros a la redonda; confundirse con la materia inanimada de la vida real (ser una piedra, una cuchara, un neumático, una revista de espectáculos, un preservativo); comprender de golpe todo el conocimiento acumulado por el ser humano; disfrutar hasta el éxtasis toda manifestación artística por deplorable que sea (Arjona o la Banda Cuisillos, por ejemplo, equivaldrían a Mozart en este generoso universo) y, por último, permanecer despierto miles de horas y sólo tomar siestas de dos minutos kiltter (unidad de medida ajena al mundo terrenal) para recuperar energía. Entre lo que no se puede hacer está, en primer lugar, molestar o ayudar a los vivos; espiar la vida íntima de los o las ex; asustar a las personas en casas abandonadas, cambiar de zona de acción fuera de los 324 metros permitidos ni, por último, revivir. Otra prerrogativa del muerto es poder elegir a qué Orbe final irá. Lo malo es que esa elección se toma bajo una circunstancia peculiar: mientras el muerto habita el Orbe Diáfano, nace una pregunta en su interior. Es simple: ¿cuál es el Orbe que escoge para vivir la eternidad? En ningún  momento el muerto sabe cómo son los Orbes, así que todos eligen al tanteo. Quienes han sido malos, corruptos, bribones en la vida, eligen (no falla) un Orbe hermoso, como el cielo que imaginamos en la vida real. Ignoran que en ese lugar el placer y los lujos son insoportables, por infinitos, y duelen muchísimo. Los seres humanos normales suelen elegir un Orbe más modesto, tanto que casi siguen habitando en las tres o cuatro cuadras de su barrio.