Sobre
la acera, del otro lado del ventanal pringoso de esta fonda hedionda a consomé
del más inmundo, la joven de blusa fosforescente se pasea con el celular
clavado en la oreja. Mueve las manos un poco airada, como si su interlocutor
pudiera ver los aspavientos. Así hablamos por teléfono cuando estamos muy
molestos, pienso. La chica camina a izquierda y a derecha sin salir del área
que permite verla en el rectángulo de la ventana. Como en una pecera, pienso.
Lo más notorio es la blusa fosfo, cierto, pero debajo hay una minifalda y unas
piernas espectaculares y bien entaconadas. Puedo verla impunemente, pues no hay
clientes en el restaurante y las señoras de la cocina parlotean entre los cacerolazos
y el ruido del televisor. Terminé mi comida y apareció la joven fosfo, así
que decidí marear la Coca para disfrutar el show. Se supone que no debo perder
más tiempo en la comida, que estoy amenazado. “Mire, Hernández, si vuelve a
faltar o a llegar tarde, vamos a tener que echarlo”, me dijo el supervisor
apenas ayer. Y sí, ya debía muchas. He estado faltando porque todo se hizo
bolas. Para pagar unas cosas de la casa pedí un préstamo en el trabajo. Luego
no pude pagar el préstamo y tuve que buscar más chamba en otro lado. El nuevo
empleo me jaló tanto que descuidé el más importante, y así pasó el tiempo y todo
comenzó a crecer hasta terminar en lo que ando por estos meses: un desastre en
el que debo hasta lo que no he comido. Cuando uno anda así, claro, salta a la
cabeza la idea de huir. Por un raro mecanismo de la conciencia uno piensa que
en algún sitio lejano está la oportunidad, la salvación, y sueña como tonto y
en el sueño todo funciona a la perfección: se da el viaje, se localiza la
oportunidad y en quince días cae el primer sueldo curativo. Pero la realidad respira
de otra forma. Uno sabe que moverse de una posición mala pero estable es
peligroso, pues puede caer en una posición pésima e inestable. El caso es que
terminé comiendo puros platos de supervivencia, guisos de mierda en fondas de
octava. Y hoy, mientras me metía a las tripas un arroz y otro platillo
elaborado con ingredientes muy parecidos a la carne, apareció la nena fosfo y por
un momento me hizo olvidar la situación. La joven no ha podido verme, y luego
de varios minutos mira la pantalla de su celular. Titubea, como si se le
hubiera acabado la pila o el crédito, no sé. Luego camina hacia la puerta de la
fonda, me ve y viene hacia mí con cara de que pedirá un favor. Sé que no podré
ayudarla, que diré no a lo que solicite —¿dinero, mi celular?—, pero al
menos me dejará el recuerdo de que vi cerquita algo lindo en todos estos asquerosos días.