sábado, diciembre 27, 2025

Tiranía del smartphone

 







A finales de 2024 publiqué este ensayo en el libro colectivo Tumultos en el laberínto inmaterial. Redes sociales y mutaciones de la vida cotidiana. Apareció con el sello de la Ibero Torreón, y fue organizado por el taller de periodismo que yo coordinaba en esa institución. El título completo de mi ensayo es "Tiranía del smartphone. Fragmento, intimidad, autodelación y consumo en las redes", un título que se hizo largo porque el texto quiso y quiere ser abarcador. El libro colectivo donde aparece está en la web de la Ibero Torreón; se puede acceder a él pulsando esta liga.

Tiranía del smartphone. Fragmento, intimidad, autodelación y consumo en las redes

Jaime Muñoz Vargas

Quizá sin reparar demasiado en ello, como si se tratara de un fetiche más en la historia de la civilización, fuimos testigos de la aparición del más influyente invento en la historia humana de los últimos tres mil años. Desde la creación de la escritura (que los especialistas ubican hacia el año 3000 antes de Cristo) nada había sido tan trascendente para modificar la relación del ser humano con la realidad. Se dirá, porque lo fue, que, además de la escritura, la imprenta trajo consigo una revolución, y sin duda esto es cierto. Del libro copiado a mano, uno por uno, pasamos al libro multiplicado por decenas, incluso por miles, mecánicamente. Fue una revolución en términos cuantitativos que trajo consigo otra, de orden cualitativo, cuya fuerza modificó, con la lectura, la subjetividad de mayor número de personas. Sin embargo, por más que en términos poéticos digamos que “nos” habita, que es un “ser vivo”, que “habla” y nos “mira”, el libro es un objeto inerte, una cosa que, como en el soneto de Borges, no sabe que existimos, al igual que todas “Las cosas”:

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.

Con su silencio hecho de tinta y papel, el libro cambió el rumbo de la humanidad, pero jamás tuvo el poder de ser ubicuo ni, sobre todo, de espiarnos: por más alto que fuera su tiraje, un volumen no tenía en acto ni en potencia la capacidad para estar en todos lados, y de hecho tal es la razón por la que ha caminado en la historia, hasta hoy, como objeto vinculado, al menos simbólicamente, con las élites. Tuvo y tiene asimismo —Piglia habla de la biblioteca como una forma de la biografía— la capacidad de resguardar delatoras notas a mano de los lectores, pero esto como acto voluntario y limitado, casi podría decirse que precario en el volcamiento de la autoconfesión.

Con la aparición, primero, de internet, y particularmente con el desarrollo del smartphone y las redes sociales, esto entre 2004 y 2010, se llegó a un punto que seguramente será superado, pero que de momento da la impresión de ser avasallante por sus capacidades multiplicadoras de cualquier información, por su omnipresencia, por la facilidad de su manejo y, principalmente, porque, a diferencia del libro y otros objetos, el smartphone y las redes tienen el poder de escucharnos, de vernos, de penetrar hasta las capas más profundas de nuestra conciencia y apuntalar, con la información sin límites que acumulan, la potencialidad del dispositivo como invasor de subjetividades y reproductor de actitudes acríticas y dóciles ante las dinámicas del consumo global. El smartphone es la más poderosa herramienta de generación informativa y de control creada hasta ahora por la humanidad.

El presente acercamiento desea sobrevolar tres realidades vinculadas con el uso de las redes y el smartphone, las tres apoyadas en lo que a su vez han reflexionada sobre el caso algunos pensadores de la actualidad: 1. La irrupción del teléfono inteligente, el imperio del fragmento y la intimidad como espectáculo; 2. El espectáculo como garante de la alienación en la era del vacío; y 3. El consumo y la vigilancia. Al final trataré de enlazar estos puntos en un solo ejemplo concreto de producto “viral” que de alguna manera supone la presencia de los tres factores enunciados.

Este tanteo sólo es, claro, una generalización. El tamaño del fenómeno es tan grande que en el puñado de páginas que viene sólo es posible atisbarlo de bulto, sin mucha precisión, como quien de lejos pinta una montaña en un cuadro impresionista. Son abundantes los estudios que han hilado fino al respecto, y junto con mi exposición acudiré a la autoridad de algunos estudiosos que de verdad nos pueden orientar en la jungla informativa de internet y, en particular, de las redes y el smartphone, su tótem. Las referencias documentales quedarán en el camino, no al final.

Smartphone y fragmento: la realidad como pedacería banal

¿A cuántos mensajes generados por otros estamos hoy expuestos en un día cualquiera de nuestras vidas? Junto a las conversaciones cara a cara, el programa de radio o la publicidad que miramos mientras vamos en el auto, da la impresión de que los mensajes disponibles en el teléfono celular son tantos que muchas veces ni los atendemos o apenas les dedicamos dos segundos antes de que el dedo los desplace en la pantalla táctil. Desde los ochenta, ya el zapping nos había inclinado a eliminar rápido lo que, tras un juicio velocísimo, no nos atraía. En lugar de cuatro o cinco canales de televisión abierta, pasamos a cuarenta, a ochenta de cable, de ahí que nuestra atención tuvo que adaptarse a la elección inmediata. Lo mismo pasó con el periódico: pasamos del diario comprado en casa y recorrido con morosidad, a cientos, a miles de periódicos y revistas disponibles en internet. Aunque en teoría podemos ver y escuchar miles de programas de radio y televisión, u “hojear” en línea miles de periódicos y revistas, la capacidad humana individual no da para tal hazaña diaria. Entonces quedamos a medio camino entre lo mucho y lo poco mediante el consumo de fragmentos, de pedacería que impide la fijación de las ideas y, sobre todo, su profundización. ¿Quién lee hoy un artículo de cuatro cuartillas o un reportaje de ocho páginas en una revista? Ya no digamos un libro. Se afirmará que fulano o zutano, pero es evidente que se trata de la inmensa minoría, pues la actitud abrumadoramente mayoritaria sólo consume mensajes breves y fáciles, y de preferencia “graciosos”, de ahí la eficacia de los memes.

En su libro No cosas (2021), Byun-Chul Han reflexiona sobre el smartphone, adminículo que en gran medida está detrás de varios cambios en la conducta del individuo actual. “En la comunicación digital, el otro está cada vez menos presente. Con el smartphone nos retiramos a una burbuja que nos blinda frente al otro”. A diferencia de todos los demás objetos, éste parece tener “vida” y por ello escuchar hasta los latidos de nuestra conciencia:

Las cosas no nos espían. Por eso tenemos confianza en ellas. El smartphone, en cambio, no solo es un infómata, sino un informante muy eficiente que vigila permanentemente a su usuario. Quien sabe lo que sucede en su interior algorítmico se siente con razón perseguido por él. Él nos controla y programa. No somos nosotros los que utilizamos el smartphone, sino el smartphone el que nos utiliza a nosotros. El verdadero actor es el smartphone. Estamos a merced de ese informante digital, tras cuya superficie diferentes actores nos dirigen y nos distraen.

A diferencia, entonces, de todos los demás objetos, nos acompaña celosamente, igual a una sombra que “Funciona como un confesonario portátil”. En la relación usuario-smatphone se establece pues una vinculación parecida a la libertad, pero que en realidad crea un vínculo de dependencia y control, un sistema en el que dócilmente suministramos datos personales como quien proporciona al celador los eslabones de su cadena:

Plataformas como Facebook o Google son los nuevos señores feudales. Incansables, labramos sus tierras y producimos datos valiosos, de los que ellos luego sacan provecho. Nos sentimos libres, pero estamos completamente explotados, vigilados y controlados. En un sistema que explota la libertad, no se crea ninguna resistencia. La dominación se consuma en el momento en que concuerda con la libertad (el énfasis es mío).

El uso que le damos ha derivado, además, en lo que el mismo Han describe en otro libro como La crisis de la narración (2023), crisis vinculada asimismo a la atención deficitaria, al hecho ya lamentablemente cierto de no atender mensajes con principio, desarrollo y fin, sino flashazos, fragmentos que impiden el discernimiento y la configuración de un pensamiento coherente. Habitamos una era “postnarrativa” en la que ningún relato se sostiene más allá de su utilidad inmediata volcada como entretenimiento, productividad y promoción del consumo. El caso más acabado de la “crisis de la narración” y el triunfo del fragmento y la dispersión son las “historias” de las redes sociales, que muy poco en realidad tienen de “historias” en el sentido histórico —valga la reiteración— de la palabra, pues no narran nada.

Debido al smartphone y a la posibilidad que ofrece para pulverizar los contenidos en microscópicos fragmentos de realidad, y más allá de la enorme cantidad de asuntos que tal bisutería puede ofrecer, es evidente que una ingente masa de contenido, acaso la mayor, se refiere a la vida privada. En El espectáculo de la intimidad (2008) Paula Sibilia analizó exhaustivamente este fenómeno del que ya podemos dudar poco como rasgo característico de nuestro tiempo. La intimidad, defendida antes a piedra y lodo, pasó a ocupar el protagonismo en las redes, de suerte que todo lo bueno, malo, soez, insustancial y banal que puedan generar los usuarios de las redes es exhibido sin discrimen. Del anonimato se pasó a la autorrealización mediante la desesperada captura de likes, una forma de reconocimiento que se basa en el vacío, en el mero hecho de existir que en muy pocos casos termina en la viralidad, a diferencia de lo que pasa con la vida privada de las Kardashian, quienes ganan millones de dólares con la sola mostración de su cotidianidad en reality shows que luego mueven a muchos desconocidos, por imitación, a pretender lo mismo: difundir sus comidas, sus casas, sus amigos, sus fiestas, sus viajes, sus compras, sus cuerpos, su Nada. Pregunta Sibilia:

¿Cómo interpretar estas novedades? ¿Acaso estamos sufriendo un brote de megalomanía consentida e incluso estimulada por todas partes? ¿O, por el contrario, nuestro planeta fue tomado por un aluvión repentino de extrema humildad, exenta de mayores ambiciones, una modesta reivindicación de todos nosotros y de cualquiera? ¿Qué implica este súbito enaltecimiento de lo pequeño y de lo ordinario, de lo cotidiano y de la gente común?

El fenómeno está ya enquistado, tanto que casi no hay usuario de las redes que no haya puesto en práctica la exhibición de sus quehaceres más ordinarios, “el show del yo”, la “construcción” de su visibilidad y el armado a punta de selfies de una “subjetividad atractiva” y siempre disponible, como lo anota Sibilia:

A lo largo de la última década, la red mundial de computadoras viene albergando un amplio espectro de prácticas que podríamos denominar “confesionales”. Millones de usuarios de todo el planeta —gente “común”, precisamente como usted o yo— se han apropiado de las diversas herramientas disponibles on-line, que no cesan de surgir y expandirse, y las utilizan para exponer públicamente su intimidad. Así es como/se ha desencadenado un verdadero festival de “vidas privadas”, que se ofrecen impúdicamente ante los ojos del mundo entero. Las confesiones diarias están ahí, en palabras e imágenes, a disposición de quien quiera husmear; basta apenas con hacer clic. Y, de hecho, todos nosotros solemos dar ese clic.

Esto sería inocuo si no supusiera detrás una maraña invisible de perjuicios, como el colapso de la atención, el vaciamiento de la actitud crítica, la ruptura de los lazos comunitarios reales, la crasitud intelectual, la cocción rápida de noticias falsas, el insulto y la crueldad en todas sus variantes, la vigilancia y el suministro incesante de información para el mercado “que todo lo devora y lo convierte en basura”, entre otros. Sobre la frivolidad en las redes, ya Umberto Eco dijo alguna vez (La Stampa, 2015) unas palabras que corrieron con mucha suerte ¡en las redes!: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”. Por supuesto, el piamontés tuvo adhesiones y repulsas, lo que hizo innegable la importancia del tema bajo la formulación de esta pregunta: ¿la democratización en la producción de mensajes sigue siendo válida incluso a sabiendas de que aliena, divide y viabiliza lo peor del ser humano y sirve en esencia a los intereses del mercado? Dado que tal “democratización” no desaparecerá, la respuesta pasa por la toma de conciencia, un desafío nada pequeño para quienes quieran colocarse al margen de la inercia.

Dieta baja en calorías

El filósofo Guy Debrord describió, en Comentarios a la sociedad del espectáculo (1990) no el auge, sino el pleno asentamiento de la sociedad del espectáculo, que es otra manera de llamar a la comunicación electrónica y sus imágenes como mediadoras entre el poder y quienes lo obedecen. Todo, hasta las guerras y las hambrunas, no se diga el arte, la farándula, los deportes y en general cualquier producto o servicio dispuesto para el mercado, debe ser transformado en show, pasar por las pantallas convertido en entretenimiento, un entretenimiento que en sus entresijos vehicula las órdenes del poder. El capitalismo vio que el sedante de los pasatiempos mediáticos garantizaba la desconexión del ciudadano, su entrega a la tragedia y a la comedia como anulación de cualquier desbordamiento opositor. Todo, así, comenzó a nutrir la voraz maquinaria del show-ideología. Un caso extremo es el peso de Hollywood en el contexto del entretenimiento global, pues sus ídolos son ídolos planetarios que modelan la subjetividad global, pero no es lo único: pasaron a formar parte de la diversión el deporte, la política, la ciencia, la historia, el comercio y, en suma, la vida cotidiana. Cualquier mensaje, para alcanzar el propósito de calar hondo en el público y alienar, debe ser producido con imágenes y sonidos, todo debe resaltar o atenuar según se requiera, y siempre distraer: “El espectáculo [entendido como medio de comunicación que todo lo espectaculariza y todo lo transfigura en herramienta de control] puede dejar de hablar de algo durante días y es como si ese algo no existiese”. No mucho antes de que internet se popularizara (de hecho sus afirmaciones originales datan de 1967), Debord había hecho notar la gravitación de los medios, es decir, del espectáculo, como máscara del poder y no como mero instrumento informativo o relajante: “El gobierno del espectáculo, que actualmente detenta todos los medios de falsificación del conjunto de la producción así como de la percepción, es amo absoluto de los recuerdos, al igual que es dueño incontrolado de los proyectos que conforman el más lejano futuro”. Ese futuro no resultó tan lejano, pues ya en 2024 unas pocas empresas controlan todos los flujos de comunicación y acopio de los datos que se generan en el mundo.

En una línea cercana, Gilles Lipovetsky exploró el tipo de sociedad al que accedíamos cuando se insinuaba la aparición de internet, ya cerca de los noventa. Se dejaba atrás una percepción de la realidad, digamos, más tensa, más solemne, regida por discursos religiosos o políticos que marcaban una relación histórica con el pasado y el futuro, y accedíamos a una era desenfadada en la que la relajación, el culto del ego, la entrega al consumo, el desdén por lo político y el fomento a la perpetua juventud, entre otros tics, se convirtieron en modelo de comportamiento. En La era del vacío (1983) destaca la emergencia del humor como hilo en el que se engarza la producción actual de mensajes (como los publicitarios). Todo ha sido permeado, de modo que

Incluso las publicaciones serias se dejan arrastrar por esa moda: basta con leer los títulos de los periódicos, las revistas, e incluso los artículos científicos o filosóficos. El tono universitario deja paso a un estilo más dinámico hecho de guiños y juegos de palabras. El arte, adelantándose a las demás producciones, ha integrado desde tiempo atrás el humor como una de sus dimensiones constitutivas: imposible de evacuar la carga y la orientación humorística de las obras, con Duchamp, el anti-arte, los surrealistas, el teatro del absurdo, el pop art, etc. Pero el fenómeno no puede ya circunscribirse a la producción expresa de los signos humorísticos, aunque sea al nivel de una producción de masa; el fenómeno designa simultáneamente el devenir ineluctable de todos nuestros significados y valores, desde el sexo al prójimo, desde la cultura hasta lo político, queramos o no. La ausencia de fe posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando no es ni atea ni mortífera, se ha vuelto humorística.

Todavía, y más crudamente, nos encontramos instalados en ese vacío inducido en el que el humor ubicuo —el gesto más recurrente de las redes— hace las veces de analgésico para mantenernos atados a alguna forma de consumo, pues ahora todos los caminos, incluidos la solidaridad y la contradicción antisistema, mueven a apetecer, comprar o pagar algo: un libro de Diego Fusaro no es barato; las gorras y los pantalones holgados de los raperos que critican al poder alcanzan precios altos en el mall; el servicio de internet para firmar adhesiones en la plataforma Change no lo regala Telmex; y la lucha para favorecer a los desvalidos necesita convertirse un poco en producto, venderse bien para alcanzar visibilidad y recibir donativos, de ahí que sea imprescindible el altruismo con foto de buen samaritano en Facebook y en Instagram.

El panóptico amable

Reseñé 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño (2015) en otra oportunidad (agosto de 2024), libro en el que Jonathan Crary señala que a internet sólo le falta conquistar el territorio del sueño para apoderarse completamente del individuo. Ya anda cerca de lograrlo, pues bien sabemos que el smartphone también nos acompaña, no necesariamente dormido en el buró, de madrugada. No sé si me excedí, pero observé que el trabajo, la vigilancia, la televisión precursora del embrutecimiento, el consumo, la desacreditación de las luchas colectivas, el infantilismo, la adicción a las anestesiantes redes y, en suma, “el asalto a la vida cotidiana”, todo apuntala el control y la anulación del quehacer político comunitario (real, no virtual) y la domesticación del individuo convertido en manso usuario de la tecnología digital. Sólo falta por invadir el reacio territorio del sueño, pero hacia allá se encamina el dominio. Si eso se consigue, o si esto ya se consiguió, el neoliberalismo o como queramos llamarlo habrá alcanzado la más alta sofisticación conocida “para la gestión y el control de los seres humanos”, para su conversión en zombis de tiempo completo con el paradójico efecto de que se sientan libres y felices.

Sobre ese extraño control, sobre esa peculiar vigilancia reflexionó Zygmunt Bauman en Vigilancia líquida (2013). Allí, dialoga con David Lyon y describe el paso de la vigilancia según el modelo de Jeremy Bentham y su panóptico a otro de carácter “líquido”, es decir, más amable y casi invisible. Hasta hace poco, las sociedades eran vigiladas, invadida su intimidad/libertad por ojos que las incomodaban. Tal vigilancia detectaba la transgresión a las normas (la resistencia “a ser controlado”) y legitimaba el castigo, como a su vez lo explicó Foucault. Siempre fue, por supuesto, ingrato saberse espiado, pues en algunos casos, como en el de la Inquisición, eran severas las consecuencias si se daba alguna mínima desviación de las prescripciones marcadas por un poder totalitario con ojos humanos para ver y manos para reprimir. La vigilancia ahora se da de manera distinta, como apunta Bauman: “Rastrear los nichos de mercado disponibles (…) ha resultado ser un ámbito especialmente apropiado para el desarrollo de la tecnología de la vigilancia, como hecho a su medida”.

Ocurre ahora que la vigilancia se tornó cordial, tanto que ya ni se nota y hasta ofrece recompensas (likes, por ejemplo) si la aceptamos, si nos exhibimos, si autodelatamos todo lo que hacemos, sea público y privado, y, sobre todo, si consumimos, pues

nunca se le habría ocurrido a Bentham que la tentación y la seducción eran las claves de la eficacia del diseño panóptico para provocar un comportamiento guiado por el deseo. En el modelo panóptico no había zanahoria, sólo palo. Una vigilancia panóptica asume que el camino de la sumisión del recluso pasa por la eliminación de la elección. Nuestra actual vigilancia por parte del mercado asume que la manipulación del gusto (a través de la seducción, y no la coerción) es la vía más segura para llevar a los individuos a la demanda.

Asistimos por ello a la devastación de la privacidad. El mundo académico, periodístico, intelectual y ciertos profesionales oficinescos llegaron al smartphone luego de depender de la computadora de escritorio o portátil; eran vigilados, pero representaban una minoría. Por otro lado, todas las demás personas que se vinculaban a oficios manuales o físicos todavía en los noventa vivían casi ajenos al universo de lo digital, alienados en la producción, y sin solución de continuidad pasaron de la tele al teléfono inteligente, de manera que su uso en esos casos se ciñó de golpe y en masa global a las redes sociales, con las consecuencias hoy salientes de banalidad y despolitización extremas.

Así, más que preguntarnos qué hacemos con el smartphone debemos preguntarnos qué no hacemos con él, pues ya no hay resquicio de la vida que parezca quedar al margen de este aparato. Hasta los actos más íntimos, como defecar, lo implican, y no se diga los aparentemente inocuos como pagar con tarjeta en una tienda (donde de inmediato nos llega la notificación del cobro) o caminar (donde mide nuestros pasos, el tiempo y nuestro gasto de calorías). La información generada y su vigilancia “líquida” (amable) ha dado resultados asimilables al aleph borgeano, un maremágnum de datos que sólo puede ser procesado por otras máquinas más poderosas que al clasificarlo (clasificar es una prerrogativa del poder, nos recuerda también Foucault) facilita dos ejercicios: el de vender y el de vigilar, en el orden que queramos, pues ambos actos son simultáneos. No hace tanto tiempo, vender tenía mucho de intuitivo: se estudiaban los gustos por comunidades, se les ofrecían los productos necesarios o se les inventaban necesidades igualmente vendibles. Intuir ya no es necesario en este momento, pues los gustos y las necesidades se pueden espigar individualmente y sin contacto físico entre el encuestador y el posible cliente, esto gracias al smartphone, herramienta inmejorable para saber qué desea exactamente cada quien y cuáles son sus apetitos más profundos para luego desplegar la oferta ante sus ojos.

En cuanto a la vigilancia, el poder logró neutralizar la oposición política, de suerte que la inmensa mayoría de los usuarios del aparato son inofensivos, meros consumidores que se creen libres e independientes, “dueños” de sus decisiones y a veces hasta inconformes con el statu quo. Hay un microrrelato de Fabián Vique que bordea lo anterior:

Una cámara te apunta al levantarte, una máquina graba todos tus movimientos, todas tus conversaciones, todos tus silencios. Vayas a donde vayas, un ojo electrónico te sigue. Tus palabras, tus gestos, tus pensamientos están registrados en un archivo. Hay miles de millones de archivos. El tuyo, no le interesa a nadie.

En efecto, los “archivos” de la mayoría no le interesan a nadie en particular, pero el egocentrismo, el autoengaño de los filtros fotográficos, el imperativo de mostrar  momentos alegres, la pulverización de la inconformidad, la ubicuidad del chistorete en millones de memes y videos chuscos, la adicción a los likes, toda esta vacuidad se almacena porque al mercado sí le interesa la sumatoria de datos, y no se diga al poder por lo menos a la hora de sondear la opinión pública o escrutar orientaciones del voto en coyunturas electorales.

Hasta la oposición anticapitalista ha llegado al colmo de la autodelación y por ello de la inocuidad: su crítica (a veces feroz, implacable, intransigente) ha sido canalizada por internet, ¡por las redes!, donde se expiden mensajes explícitos que son meros desahogos, meros puñetazos al aire, la demostración de que el sistema es plástico, hospitalario, acogedor de todo, incluido lo que se opone al mismo sistema que además, así, se garantiza dos ventajas: fortificar su epidermis democrática y operar el control de daños en caso de alguna remota y harto hipotética intentona emancipatoria, de algún propósito de toma del poder real por la vía armada de Twitter o Tik Tok, es decir, mediante una guerrilla que en todo caso lucharía disparando bombones de retórica.

A propósito de la vigilancia de todo y a todos, hace tiempo pensé en las personas que escapan hoy a la vigilancia. En términos cuantitativos son tan pocas que podemos reducirlas a cero: algunos aborígenes de la selva Amazónica, algunos vestigios de la edad de piedra en África, algún ermitaño de hace décadas en los apretados bosques de Canadá. Todos los demás, todos, estamos dentro del radar y tenemos una carpeta con nuestros datos físicos y, asombrosamente, psicológicos. Ni lo más oscuro, oculto y bochornoso se descarta (como nuestras preferencias por tal o cual modalidad pornográfica). En este sentido, ¿vale pensar en la renuncia al smartphone? ¿Quedaríamos al margen de la vigilancia si dejamos de usarlo? Quizá en algo se mitigaría, pero no desaparecería por completo. Por ejemplo, veamos a los parias de la ciudad, esos seres ya locos, desarrapados, presos del vagabundeo y la inmundicia. No tienen casa, comen donde encuentran algo tirado y quizá ya olvidaron hasta sus nombres, además de que nadie los reclama. ¿Ellos están a salvo? No. Aunque son inofensivos para el poder (más bien funcionales a él, como pensó Marx en el 18 de brumario de Luis Bonaparte) y no sirven al mercado, su errancia queda registrada en las cámaras de seguridad del gobierno, de los comercios, de las casas particulares… Cualquiera que salga a la calle existe para la vigilancia de las cámaras, todos cohabitamos hoy en un gran disco duro, hasta los “andrajosos” (lumpen significa andrajoso en alemán).

La joven en la maleta

Las cámaras, ahora en posesión de cualquiera gracias al smartphone, cumplen una cuádruple función: sirven para compartir la vida privada, entretienen, agilizan el consumo y vigilan. Traigo un caso con el que ejemplifico estas tres capacidades en el mismo producto audiovisual. Es el crimen contra Grace Millane, una joven inglesa, quien se citó mediante Tinder con un sujeto que en el primer encuentro la asesinó, la descuartizó en el hotel y la sacó en un par de maletas que después tiró. No es necesario decir mucho, pues con Google se puede dar de inmediato con esta terrible historia. En ella se mezcla la exposición de la vida privada mediante la plataforma Tinder; la vigilancia de numerosas cámaras que registraron a la pareja entrando al hotel, al tipo en el estacionamiento, luego comprando las maletas y una máquina para lavar alfombras, y al final saliendo del hotel con las valijas ya cargadas; el entretenimiento, al convertir este crimen en un fragmento audiovisual disponible en numerosas plataformas para satisfacción del morbo mundial; y, por último, como el fragmento reunió en muchas versiones no sólo las tomas de las cámaras, sino el material asequible gracias a las redes sociales de la joven y a las fotos y notas de la prensa, el caso así espectacularizado derivó en el consumo: si uno desea ver este video en Youtube, hay publicidad previa. Todos los caminos conducen al mercado.

Un párrafo como remate

Entre los dispositivos con posibilidades de conectarse a internet (un monitor de televisión y un refrigerador moderno también tienen esta capacidad) he destacado al smartphone por su tamaño, su peso, su portabilidad y su capacidad de almacenaje de datos, lo que permite llevarlo casi a todos lados. Debido a esto, siempre podemos ver y producir contenido, siempre podemos construir un yo atractivo para los demás y así, en teoría, salir del aborrecible anonimato; lamentablemente, también estaremos vigilados para reforzar nuestra anulación política y nuestro formateo como sumisos e insaciables consumidores. El porvenir no es muy halagüeño que digamos. Como dice Christian Ferrer, en el mundo de la comunicación digital no hay “afuera”, y en el infinito “adentro” ya sabemos qué hay: una máquina perfectamente aceitada para cooptar voluntades, para desarticular la movilización política que apunte más allá de las causas permitidas (salvar de su extinción al perrito de la pradera, ganar la calle con bicicletas, formar comunidades inconexas, recolectar cobijas para los menesterosos, firmar peticiones…) y principalmente para entronizar un mercado global que hoy parece indestructible y no ha dejado espacio de la vida sin permear.

Comarca Lagunera, 24, agosto y 2024