Entre otras, una de las tragedias de la mente humana es su poca capacidad para
memorizar. Esto es más evidente para la persona con hábitos de lectura algo
voraces. Por más que se ponga empeño en retener, por más que la página se pueble
con notas o en hojas aparte se asienten comentarios, pasado un tiempo a veces nada largo lo leído se diluye de la mente hasta no quedar ni un mínimo vestigio
de lo que, en teoría, se iba a mantener incólume ante los embates corrosivos
del olvido.
Escrita
por George Steiner en alguno de sus demasiados ensayos, leí una defensa de la
memorización como parte del aprendizaje, habilidad a veces desdeñada por ciertas
pedagogías que la sienten anticuada, indigna de fomento entre los estudiantes.
¿Para qué memorizar, si todo está al alcance de un telefonito con internet? No
sin sorpresa de mi parte, algunos alumnos han celebrado la buena memoria que
supuestamente exhibo. Agradezco la amable percepción, pero lejos estoy de
sentir que tengo buena memoria. Tampoco es mala, y creo que se muestra mejor
en las secciones improvisadas de las clases o las conferencias, allí donde uno
debe responder de botepronto, sin asomarse al Google. Sé que hay portentos de
buena memoria, y que en el pasado hubo incluso generales capaces de saber el
nombre propio de cada uno de sus cientos de soldados, y de hecho la rima en la poesía tenía un fin mnemotécnico, de allí que muchos poemas de largo aliento
quedaran sujetos en la mente de los antiguos. Lo he dicho y escrito varias
veces: los dos amigos más Funes que he conocido son Gerardo García y Gilberto
Prado: ambos me han dejado boquiabierto con su capacidad de retención.
He
notado que en los años recientes mi memoria de un libro se pierde a las pocas
semanas, quizá a los pocos días. Lo que queda es un relente de lo leído, apenas
un lejano vapor de recuerdo, y por supuesto nada de orden textual. Si vagamente
recuerdo que en tal o cual libro había una frase memorable y la necesito exacta, debo buscar el subrayado, pues me resulta imposible reconstruirla sin
merma o tergiversación.
Ante la realidad del olvido que en corto tiempo arrasa las maravillosas frases e ideas que encuentro en los libros, frases e ideas que tienen toda la apariencia de ser inolvidables, he optado por un camino tranquilizador, el único que se me ocurrió para no desembocar en la amargura: gozar en estricto tiempo real y resignarme a subrayar lo que es o parece imborrable y sé que terminará olvidado. Mientras no olvide que lo subrayé, el olvido no se saldrá del todo con la suya.

