sábado, enero 30, 2021

Palabras con renombre


 









El escritor argentino Enrique Anderson Imbert es autor de este microrrelato titulado “Sadismo y masoquismo”:

“Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade y, masoquísticamente, le ruega:

—¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!

El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:

—No”.

Maliciosamente, la escena debe ocurrir en el infierno porque Donatien Alphonse François de Sade, mejor conocido en el bajo mundo de la filosofía como el Marqués de Sade, vivió en el siglo XVIII, y Leopold Ritter von Sacher-Masoch en el siglo siguiente, el decimonono. Sus apellidos sirvieron para crear un famoso par de adjetivos, “sadismo” y “masoquismo”, conductas que basan el goce, sobre todo venéreo, en el ejercicio de la violencia, sólo que la primera cuando es infligida y la segunda al recibirla, y ambas, se supone, con armónico placer. Son dos palabras que devinieron siamesas, pues ya decimos sado-masoquista, o sin guion: sadomasoquista, como si fuera una sola palabra, con el “sado” en función de prefijo.

Muchos nombres y apellidos de personajes importantes asimismo han generado un adjetivo que sirve para designar corrientes de pensamiento, épocas, conductas, rasgos, cualidades…: adánico, socrático, aristotélico, platónico, mosaico (de Moisés), virgiliano, ciceroniano, carolingio, dantesco, teresiano, cervantino, mozartiano, napoleónico, sorjuanino, bolivariano, goyesco, juarista, marxista, isabelino, freudiano, kafkiano, zapatista, villista, hitleriano, castrista, peronista, rulfiano, cortazareano… Digamos pues que este recurso es común: al nombre o al apellido se la añade un sufijo (ista, ino, esco…) que determina la relación del sujeto con la doctrina, la época o el estilo que le cupo en suerte, como pasa con don Porfirio, a quien le añadimos “ista” y da “porfirista”: “la moda porfirista”, “el militarismo porfirista”. No debemos olvidar que el paso del nombre propio al adjetivo obliga a eliminar la mayúscula: Madero-maderista, como sucede con los gentilicios: Torreón-torreonense.

Hay otras de uso más o menos común derivadas de nombres o apellidos: boicotear, por Charles Cunningham Boycott, a quien alguna vez boicotearon. Galvanizar, por Luigi Galvani, inventor de la galvanización. Algo parecido ocurre con Joseph Ignace Guillotin y el filoso verbo “guillotinar”. Por culpa de William Linch, promotor de la justicia por mano propia en Virginia, EUA, nació el nada exquisito verbo “linchar”. La “mancerina”, que fue usada años ha para tomar chocolate, debe su nombre a Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera, virrey del Perú. Dos apellidos rusos dieron como resultado nombres para un par de armas: el coctel molotov y el fusil kalashnikov, también llamado AK-47 (o sea, Automática Kalashnikova 1947, por Mijaíl Kaláshnikov, su inventor, y el año de su creación, el 47); no olvido decir que el AK-47 tiene en México un apodo que evoca narcocorridos: cuerno de chivo. En el caso del “coctel molotov” o “bomba molotov”, curiosamente no es invento de los rusos, sino de los fineses, que es la otra forma de decir “finlandeses”; gracias a este artefacto ironizaron con el nombre del ministro soviético Viacheslav Mólotov.

Dejo al final algunos apellidos usados como sustantivos mediante el recurso de la elipsis, o sea, de la omisión de una palabra o idea. Cuando decimos “compró un Stradivarius”, obviamos la palabra “violín” o “instrumento”, “compró un [violín] Stradivarius”. Lo mismo con “usaba una [máquina de escribir o una pistola] Remington”, “conduce un [auto] Ford” o “guardaré la sopa en el [recipiente] tupper”, por Antonio Stradivari, Eliphalet Remington, Henry Ford y Earl Silas Tupper, respectivamente.


miércoles, enero 27, 2021

Dejen todo en sus manos

 














Sin mucho encarecimiento, más bien con un velo de misterio, me habían recomendado pasar los ojos por Mario Levrero. Salvado el ítem, ahora me toca hacer lo posible por entusiasmar a otros para que lo lean. De veras, no cometan el error de postergar su acercamiento al libro que aquí convido: Dejen todo en mis manos (Random House, México, 2017, 121 pp.), novela corta cuyo buen sabor se expande y queda en el recuerdo como sólo pueden hacerlo ciertos ingredientes poderosos (el cilantro y la vainilla, por ejemplo).

Mario Levrero nació en Montevideo, Uruguay, en 1940, y murió allí mismo en 2004. En medio de esas dos fechas se dedicó a los oficios de librero, guionista de cómics, humorista y creador de crucigramas y de una obra literaria campechaneada entre el cuento, la novela y el ensayo. Según el editor, y le creo, se trata ahora de un escritor “de culto”, bien conocido y mejor admirado por una secta de lectores que lo considera un maestro. Con Dejen todo en mis manos, la novelita de su cuño que leí en diciembre, adherí sin trabas al contingente de sus fieles y casi secretos admiradores.

Dejen todo en mis manos está fechada en 1993, así que fue escrita en la madurez de Levrero. Destaco, entre sus muchas virtudes, dos que saltan a la sensibilidad del lector: la bella sencillez de su prosa y el encuadre tristón e involuntariamente humorístico de su protagonista. Cierto que abundan las historias de escritores fracasados o, si no fracasados, al menos lo suficientemente amarguetas como para llevarnos al sinsentido de la existencia y demás arañas. En el caso de este relato, el protagonista es un escritor de medio pelo, un hombre que ha hecho su chamba sin recibir mucho a cambio, ni dinero ni fama. La novela empieza por ello en un momento crítico: el novelista necesita un poco de plata para sobrevivir, y es por esto que acepta un ofrecimiento de su editorial: por dos mil dólares, accede a buscar al autor de un manuscrito sin firma.

No es común que en las editoriales aterricen propuestas deslumbrantes, pero aquí lo que detona el desarrollo de la acción es un gran libro. El editor sabe que se trata de una obra valiosa, e invita al protagonista, también escritor, a emprender la búsqueda mercenaria del autor desconocido. Están en Montevideo, “y aquí no existe la profesión de escritor, y el escritor está obligado a hacer cualquier cosa, excepto —naturalmente— escribir, si quiere seguir sobreviviendo”.

Cuando lee el manuscrito confirma que, en efecto, el desconocido es mejor que García Márquez (sic): “El argumento estaba construido en torno a un protagonista más bien contemplativo; y esa contemplación se refería mayormente al progresivo derrumbe de nuestras instituciones, nuestros valores, nuestra economía y nuestra cultura (…) Pero había mucho más, una visión profunda del mundo y del ser humano, e incluía piedad por el ser humano, reafirmación del individuo y exaltación del espíritu”.

El protagonista sale, pues, a la caza del fantasma que escribió tal maravilla. Su olfato lo lleva a un pueblo olvidado de la provincia charrúa, y es allí, mientras se desarrolla la pesquisa literaria, donde vemos que se despliega la personalidad del sabueso, su mirada sardónica de la vida y el tremendo imán que tiene la cercanía del amor descubierto a los tumbos en la aventura.

Dejen todo en mis manos es una gran novela. La leí y de inmediato sentí que le debía este piropo.


sábado, enero 23, 2021

Diálogo con el Vikingo

 











Dos libros más de Saúl Rosales han salido espalda con espalda, simultáneamente. Son Sor Juana en un vitral y Jesús Morales Hernández. Un vikingo en la guerrilla urbana. Ambos comenzaron a circular en noviembre y ninguno ha sido presentado por la razón que todos conocemos. Espero que este 2021 no avance tanto sin abrir la posibilidad de reunirnos para presentar libros pendientes y todo lo demás. Sor Juana en el vitral fue editado por Ruth Castro, y por mí Un vikingo en la guerrilla urbana. Ambos libros están disponibles en El Astillero, librería ubicada en la avenida Morelos entre Ildefonso Fuentes y Leona Vicario. Quiero por ahora detenerme brevemente en el segundo.

Saúl me pidió que escribiera el texto de la contratapa, y esto así: “En los sesenta y setenta el sistema político mexicano mostraba a plenitud su verdadero rostro autoritario y cerrado. La autodenominada ‘familia revolucionaria’ se había petrificado en el poder político-económico y cada seis años echaba a andar la maquinaria electoral que paría otro sexenio autoritario, cerrado y cada vez más rapaz. Debido a este contexto y con el fresco ejemplo de Cuba en la mente, muchos jóvenes de nuestro país fueron forzados a tomar el camino de la lucha armada en sus dos vertientes: la rural y la urbana. Estos jóvenes radicalizados en su deseo revolucionario fueron brutalmente perseguidos por el régimen que, por supuesto más numeroso y mejor armado, en muchos casos los alcanzó para luego someterlos a torturas indecibles y, en buena parte de los casos, matarlos/desaparecerlos. Jesús Morales Hernández es uno de aquellos jóvenes. Su ejemplo de idealismo, su temprana y sólida convicción política, lo llevaron a la prisión y al horror de la tortura. Como él, y éste es su triunfo, muchos jóvenes aceleraron la erosión del sistema político que de otra manera no hubiera cambiado ni un milímetro. Un vikingo en la guerrilla urbana, diálogo del exguerrillero con Saúl Rosales, testimonia que aquellas luchas, por heroicas, jamás deben ser olvidadas”.

Este es el segundo libro que el autor de Autorretrato con Rulfo ofrece sobre la guerrilla mexicana de los sesenta-setenta. El primero fue El Guerrillero, un acercamiento a la vida de Raúl Florencio Lugo, quien en su juventud, el 23 de septiembre de 1965, formó parte del grupo que emprendió el Asalto al Cuartel de Madera, en Chihuahua, hecho que hacia 1967 documentó profusamente otro lagunero, el profesor José Santos Valdés.

En Un vikingo en la guerrilla urbana, Rosales vuelca una larga entrevista sostenida con Jesús Morales Hernández, quien vive en Guadalajara. El motivo principal que derivó en la hechura del libro fue expresado sin rodeos por el entrevistador en el mismísimo arranque de la introducción: “Desde los primeros años de la guerrilla socialista, la rural y la urbana, he sentido la necesidad de purgarme del sentimiento de haber andado por caminos que sólo espinaban con las incomodidades convencionales de la militancia en la izquierda mientras un puñado creciente de jóvenes llevaba al grado heroico su compromiso con el pueblo. Esta obra intenta satisfacer tal necesidad”.

Las páginas de Un vikingoVikingo es el apodo de Jesús Morales— en la guerrilla urbana recorre, en efecto, el difícil camino elegido en la juventud por alguien que a la fecha puede contar de qué estaba hecha la realidad en aquellos años políticamente tortuosos, duros sobre todo para quienes se radicalizaban en su lucha por alcanzar cambios sociales.


sábado, enero 16, 2021

A merced


 






La metáfora del Big Brother suponía un estado totalitario, vigilante e intimidador. La idea era un tiro directo, ni siquiera chanfleado, contra el fantasma del estalinismo que poco a poco, en los tiempos de Orwell, luchaba por dominar una parte significativa del mundo. Caído en desgracia, el fantasma (por un tiempo rojo) del gran hermano pasó a desvanecerse, a desaparecer durante diez o quince años hasta la popularización de los celulares inteligentes, esos aparatos que nos acompañan incluso a, literal, cagar. No fueron las computadoras ni el internet en sí los que potenciaron el renacimiento del Big Brother, sino los móviles que, como su nombre lo indica, pueden moverse y hacer de la portabilidad el más grande invento de la comunicación humana hasta la fecha: con un celular en mano, cualquier sujeto puede estar en contacto con el mundo, enterarse de todo.

Esta ventaja sobre todos los demás sistemas de comunicación inventados por el ser humano ha hecho del smartphone una tremenda fuente de placer, lo ha convertido en el fetiche erótico más sofisticado de la vida contemporánea. En un celular está todo: mi trabajo, mi música, mis textos, mis amigos, mis fotos, mis agendas, mis transas, mis pasiones, mis ahorritos, mis compras, mis preferencias ideológicas, todo, absolutamente todo. Un celular es, así, el alma y el cuerpo vicarios de su dueño, de ahí que cuando nos lo roban, lo perdemos o lo olvidamos en casa o en el auto, una emoción muy cercana al desamparo nos invade y sólo es posible evaporarla con la recuperación del objeto, como si con ello nos volviera el alma al cuerpo.

La ventaja de llevar nuestra existencia en la palma es, mirado así, un privilegio que alcanzó el homo sapiens desde que buscó comunicarse con señales de humo o de tambor. Por fin podemos saber todo, hasta la ruta por la que vamos al súper, lo que ha abatido las enormes lagunas de incertidumbre que hasta la llegada del celular parecían infranqueables. Imaginemos a cualquier peregrino o navegante de la antigüedad, digamos que del siglo XVI: al salir, no sabían con exactitud nada. Se despedían de sus seres queridos y si el viaje duraba semanas, meses, años, no había en el ínterin ni una foto, ni una palabra, nada que diera noticia sobre el paradero del viajante. Asimismo, en el camino los viajeros accedían a mares sin nombre, a geografías vírgenes en las que todo era desconocido y por ello amenazante. El hombre se movía a oscuras, su vida diaria era un permanente especular sobre lo ignoto.

Hoy, si queremos saber el clima de cualquier parte del mundo, abrimos la aplicación. Lo mismo si queremos saber una definición, leer una noticia, conocer un precio, saber qué rostro tiene alguien. Esta ventaja, sin embargo, nos ha puesto de frente a un Big Brother que no requiere hacernos manita de puerco para que soltemos información: nosotros mismos, hechizados por la utilidad/vistosidad de las aplicaciones, somos nuestros propios delatores, y un gran hermano, Facebook o Google, da lo mismo, sabe gracias a nuestra propia iniciativa todo lo que nos atañe.

El debate sobre el agandalle de datos privados es una necedad de estos días, pues no hay duda de que es necesaria una escalera grande y otra chiquita para luchar contra las grandes corporaciones internéticas. Temo que nos apasiona estar a su merced, saber que con sus algoritmos se anticipan a nuestros gustos. No digamos pues que nos vamos de Whatsapp o de Tiktok si nos fascina estar allí, delatándonos.


miércoles, enero 13, 2021

Detrás de las páginas

 








Saúl Rosales escribió alguna vez sobre la ambigüedad de la palabra “editar” (del verbo latino edere, producir). Se edita en muchas disciplinas, y esto provoca que, en el estricto espacio de lo libresco, la palabra designe para la mayoría una actividad vaga, incomprensible. Editar libros no es lo mismo entonces que editar en otras actividades. El verbo se usa en el cine para designar al especialista que se encarga de ensamblar de manera precisa los diferentes fragmentos de película previamente filmados; hasta donde sé, es un trabajo delicado, fino.

Se edita también en televisión más o menos con el mismo sentido que en el cine, aunque, por la velocidad que atañe al medio, sin el esmero artístico supuesto por esta labor en la industria cinematográfica. De unos años a la fecha, también hay editores y edición, así llamados, en el contexto de los periódicos, aunque es válido creer que dicho trabajo existió siempre: a cierta persona se le encomendaban una o varias secciones del diario y fungía como “jefe de sección” o algo parecido, pero no recuerdo que en nuestra lengua se le llamara “editor”. Un ejemplo más de trabajo editorial es el articulado en el espacio académico: cuando alguien coordina un libro colectivo, una investigación a varias voces, no es infrecuente que al final, en el libro, su crédito sea el de “editor”; también lo llaman, indistintamente, “coordinador”. Menciono por último que por allí puede haber editores de fotos, especialistas en pulir imágenes con programas como Photoshop y otros.

Este uso amplio del sustantivo “editor” y del verbo “editar”, como dije hace dos párrafos, aumenta la ambigüedad en la percepción social del trabajo editorial en el ámbito de la publicación de libros. ¿Qué hace un editor?, podrán preguntarse los curiosos. La respuesta no puede ser contundente, pues aun en el plano de lo libresco el trabajo editorial puede tener diferentes niveles de involucramiento con la meticulosa chamba de producir un libro. Pensemos, grosso modo, en los tres que ahora describo.

Un editor puede ser el creador de un catálogo, una especie de somelier de obras viables para la publicación. Es de suponer que este editor alguna vez se involucró en el proceso de edición a ras de suelo, pero en cierto momento, ganado ya un prestigio, se dedica a sancionar qué sirve y qué no sirve a los intereses de la editorial para la que trabaja, que en algunos casos puede ser suya. Este editor es un catador, alguien que prueba los libros en Word y califica si tendrán como destino una imprenta o el rechazo. Mientras escribo esto pienso en Jorge Herralde, el capo de Anagrama.

Otro tipo de editor, tal vez de ligas más pequeñas, hace lo mismo que el anterior, pero también se arremanga la camisa para trabajar en la edición en sí: corrige originales, revisa pruebas, maqueta el libro, echa vueltas a la imprenta… Y el último tipo de editor en esta lista demasiado esquemática es el que hace todo: consigue el libro, lo dictamina, lo revisa, lo formatea, diseña la portada, va a la imprenta y a veces termina hasta llevando el libro a las librerías.

El editor de libros (no confundir con el impresor) es un trabajador invisible. Su mayor mérito es no notarse o notarse poco, determinar fuentes, cajas, interlíneas, estructura del libro y portadas sin que al final se note porque todo ha quedado bien. Así como solemos entrar a una casa, sentir agrado y no preguntar por el arquitecto ni por el decorador, igual pasa con el libro. En la arquitectura de las páginas estuvo presente el editor, pero casi no debe sentirse que anduvo por allí.

sábado, enero 09, 2021

Nombres, nombres


 

















Princewill Chigozie Achinulo Ollerbides es el nombre de un joven futbolista que se desempeña en las fuerzas inferiores del club Pachuca. Este dato me fue revelado en un grupo de Whatsapp donde comparto saludos, chistes y noticias con varios futboleros de La Laguna. La ficha de Princewill Chigozie añade que es mexicano aunque nació en Texas, y que tiene 16 años ya entrados a 17. Su nombre, por supuesto, es lo que de golpe llama la atención, y no sabemos si es completamente inventado, artificial, o tiene su origen en alguna lengua poco conocida. Salvo el apellido “Ollerbides”, que muchos hemos visto escrito “Oyervides”, nada nos suena conocido en el nombre del joven, y ese “Achinulo”, por caso, lo mismo podría ser africano o derivado de alguna lengua aborigen americana. Vayan ustedes a saber.

Lo cierto es que la comunicación actual nos ha puesto frente a una onomástica infinita. Para ciertos ojos y oídos atentos es más o menos fácil distinguir, así sea vagamente, rasgos que delatan el origen de nombres y apellidos. Los apellidos más comunes en español son los que, por ejemplo, llevan al final la partícula “ez”, lo que indica patronímico, es decir, que en la antigüedad se formaron a partir del nombre del padre, de modo que la “ez” vendría a significar, pues, algo así como “hijo de”: Gutiérrez es hijo de Gutierre, Pérez es hijo de Pero, Fernández es hijo de Fernando, Hernández es hijo de Hernán, Martínez es hijo de Martín, Sánchez es hijo de Sancho (como Panza, el del Quijote), López es hijo de Lope, Núñez es hijo de Nuño, Jiménez es hijo de Jimeno, Rodríguez es hijo de Rodrigo, Ramírez es hijo de Ramiro, y así muchos. Es de observar que a la fecha sobrevive el patronímico, pero en varios casos no el nombre del cual derivó, pues ya nadie o casi nadie se llama Gutierre, Pero, Sancho, Lope o Nuño. En otras lenguas ocurre más o menos lo mismo: Johnson es el hijo de John (John+son), o Fitzgerald, el hijo de Gerald.

Alex Grijelmo habla en alguno de sus libros sobre los cromosomas de las palabras. Son más o menos esos rasgos de los que hablo, como marcas que las palabras tienen y ayudan a identificar su origen; en el caso de los nombres propios esto es a veces muy evidente. Muchos nombres y apellidos de origen griego tienen facha de plurales por la “s” final: Sócrates, Aristóteles, Onassis, Papadópulos, Papadakis. Varios nombres de origen latino exhiben un diptongo (unión de dos vocales), como Flavio, Sergio, Manlio, Emilio, Aurelio (que tiene dos diptongos). Los nombres propios de origen hebreo llevan muy frecuentemente la partícula “el” al final, lo que significa “Dios”: Rafael, Gabriel, Ismael, Manuel, Samuel, Abel, Miguel, Joel. El “berto” de Alberto, Gilberto, Roberto, Heriberto es germánico y significa “brillo, brillante”.

Como me gusta el quechua aunque no sé nada sobre él, salvo que lo hablan en la región andina, disfruto de sus nombres y apellidos. En ellos veo que estallan la “p”, la “t” y la “qu” (con sonido de “k”): Felipe Huamán Poma, Atahualpa Yupanqui, Alejandro Mayta, Ollanta Humala.

De todas las modas nominativas la que menos grata me parece es la que incurre en el abuso de rasgos extraños a nuestra lengua, algunos rayanos en el exotismo. Meter “k”, “h” intermedia, “w” o dígrafos en cualquier lado (como si a mí me hubieran puesto Jaimme, por ejemplo, sólo para obligarme a explicar toda la maldita vida que mi nombre se escribe con doble m) es un preciosismo innecesario, lujo que al final parecerá pifia del registro civil.

En fin, digo lo anterior motivado por el extraño nombre de Princewill Chigozie Achinulo Ollerbides, quien de triunfar en el futbol provocará que en el futuro muchos bebés sean bautizados como Princewill Chigozie Muñoz o Princewill Chigozie Vargas.


miércoles, enero 06, 2021

Dos dedicatorias

 














Dedicar es habitual en el mundo del arte. Suele ser un paratexto inocuo, la mayor parte de las veces un mero guiño afectivo entre el autor y un ser querido o cuando menos apreciado. Acostumbramos, por ello, no poner atención a las dedicatorias, acaso el menos importante de los elementos que aderezan la creación artística. Ya Hugo Hiriart escribió un texto insuperable —insuperable por su humor y su agudeza— sobre el “Arte de la dedicatoria”. Aparece en el libro Disertación sobre las telarañas (Martín Casillas Editores, México, 1980), y en él discurre el ser de la dedicatoria, por decirlo con flequillo mamonamente filosófico. No amplío al respecto, sólo reitero que es el mejor texto que he leído sobre las características de la dedicatoria.

Me vino Hiriart a la cabeza porque recién, al repasar el libro Tango: discusión y clave (Losada, Buenos Aires, 1997; la primera edición data del 63), de Ernesto Sábato, reencontré su bella dedicatoria a Borges, y me pareció percibir una suerte de eco. Losada presenta esa dedicatoria en forma de caligrama: la tipografía, quiero decir los renglones, construyen la silueta de una guitarra, y en ella el autor de Sobre héroes y tumbas expresa lo siguiente: “Las vueltas que da el mundo, Borges: Cuando yo era un muchacho, en años que ya me perecen pertenecer a una especie de sueño, versos suyos me ayudaron a descubrir melancólicas bellezas de Buenos Aires: en viejas calles de barrio, en rejas y aljibes, hasta en la modesta magia que en la tardecita puede contemplarse en algún charco de las afueras. Luego, cuando lo conocí personalmente, supimos conversar de esos temas porteños, ya directamente, ya con el pretexto de Shopenhauer o Heráclito de Efeso. Luego, años más tarde, el rencor político nos alejó; y así como Aristóteles dice que las cosas se diferencian en lo que se parecen, quizá podríamos decir que los hombres se separan por lo mismo que quieren. Y ahora, alejados como parece que estamos (fíjese lo que son las cosas), yo quisiera convidarlo con estas páginas que se me han ocurrido sobre el tango. Y mucho me gustaría que no le disgustasen. Creameló”. Ignoro si esta dedicatoria apareció en la primera y en la segunda ediciones, o sólo en la segunda, la que tengo.

En 1960, Borges había publicado El hacedor. Lo dedicó a Lugones con una página que no vacilo en calificar de perfecta. Entre otras palabras, dice: “Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría. En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no era la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

Sólo marco una curiosidad, no revelo nada importante. En ambas dedicatorias hay al menos seis elementos afines: inusual extensión larga, cierta descripción de la urbe, un sueño, admiración del autor al dedicatario, una relación algo tirante entre ambos y deseo del autor de que la obra complazca al amigo.

Y presiento una semejanza adicional: en ambas veo genuino afecto.


sábado, enero 02, 2021

Planes de lectura

 









El final y el principio de los años abre siempre una rendija al diseño de planes. El que más sirve para el choteo es el proyecto de hacer dieta y ejercicio, y ciertamente no es de poco valor si consideramos la tendencia general al sedentarismo provocado sobre todo por el uso de computadoras. No está mal, por esto, vislumbrar un programa aunque sea laxo de buena alimentación y actividad suficiente para oxigenarse y fortalecer el esqueleto. Igualmente, no está mal la planeación de algún ahorro y otros propósitos habituales en el proyectismo de enero. Ya verá cada quien qué tanto cumple y qué tanto no.

Uno de los planes menos recurrentes en el arranque de los años es el de leer. No lo digo por quienes ya de por sí leen, sujetos que con plan o sin plan mostrarán avidez por encarar renglones, ni por aquellos que rechazan la lectura como si pegara lepra, sino por las personas que oscilan entre el deseo ferviente de leer y no lo cristalizan porque la vida suele torcerlos hacia otras actividades. A tales personas desean encontrar los tres párrafos siguientes.

Cuento un par de experiencias cercanas, ambas muy distintas. En 2019 pensé en un plan de lectura diversificado por géneros. Me propuse leer novelas, cuentos, ensayos y poesía casi por igual. No lo cumplí, me hice trampa. Ya para marzo de ese año había leído algunas novelas y varios ensayos, pero pocos cuentos y menos poesía. Terminé leyendo 22 libros de ensayo (tres editados por mí, y también los cuento pues incluso suelo leerlos al menos dos veces), 12 novelas, como 80 cuentos de distintos autores y muchos poemas en desorden. Tuve por primera vez la precaución de anotar cada avance y al final obtuve una sensación mixta: por un lado, me alegró el dividendo; por otro, me apuró como siempre el caos de mi vida y mis lecturas.

La segunda experiencia que comparto se dio en el 2020, año de la pandemia. No sé por qué no seguí el método trazado un año antes, y comencé a leer como lo había hecho siempre: movido por el pálpito, por la corazonada de que debía leer tal o cual libro, y no otros. Así el procedimiento, llegué a diciembre sin saber con claridad qué tantos autores y de qué géneros había leído. No sé si leí más que en 2019, pero supongo que no. Sé, eso sí, que fue un año de radicalización en cuanto a la edad de los libros. Procuré negarme a la lectura de novedades y hundí la mirada casi exclusivamente en obras de cierta edad, una especie de fetichismo que me llevó a rechazar lo recién hecho y respetar lo ya cuajado, lo ya destilado por el paso de los años. Francamente, el método de 2020 no me gustó, pues le abrió en exceso la manga al capricho y al desorden.

Por todo, no recomendaría un plan de lectura demasiado rígido, pero tampoco permitir que el solo azar haga de las veleidosas suyas. Creo que el mundo actual es muy hábil para distraernos, para sujetarnos de las solapas y retener nuestra mirada en tonterías de redes sociales y demás pérdidas miserables de tiempo, así que, para dar la batalla, es prudente un mínimo trazado de proyectos. Pensar al menos, no sé, en dos libros al mes, y campechanear los géneros y los autores con una pizca de orden, será como prometerse caminar media hora todas las mañanas, un propósito asequible, y no ganar el maratón, un disparate que desde ya vamos a incumplir. Suerte con su lectura.