La metáfora del Big Brother suponía un estado totalitario, vigilante e intimidador. La idea era un tiro directo, ni siquiera chanfleado, contra el fantasma del estalinismo que poco a poco, en los tiempos de Orwell, luchaba por dominar una parte significativa del mundo. Caído en desgracia, el fantasma (por un tiempo rojo) del gran hermano pasó a desvanecerse, a desaparecer durante diez o quince años hasta la popularización de los celulares inteligentes, esos aparatos que nos acompañan incluso a, literal, cagar. No fueron las computadoras ni el internet en sí los que potenciaron el renacimiento del Big Brother, sino los móviles que, como su nombre lo indica, pueden moverse y hacer de la portabilidad el más grande invento de la comunicación humana hasta la fecha: con un celular en mano, cualquier sujeto puede estar en contacto con el mundo, enterarse de todo.
Esta
ventaja sobre todos los demás sistemas de comunicación inventados por el ser
humano ha hecho del smartphone una
tremenda fuente de placer, lo ha convertido en el fetiche erótico más
sofisticado de la vida contemporánea. En un celular está todo: mi trabajo, mi
música, mis textos, mis amigos, mis fotos, mis agendas, mis transas, mis
pasiones, mis ahorritos, mis compras, mis preferencias ideológicas, todo,
absolutamente todo. Un celular es, así, el alma y el cuerpo vicarios de su
dueño, de ahí que cuando nos lo roban, lo perdemos o lo olvidamos en casa o en
el auto, una emoción muy cercana al desamparo nos invade y sólo es posible evaporarla
con la recuperación del objeto, como si con ello nos volviera el alma al
cuerpo.
La
ventaja de llevar nuestra existencia en la palma es, mirado así, un privilegio
que alcanzó el homo sapiens desde que buscó comunicarse con señales de humo o
de tambor. Por fin podemos saber todo, hasta la ruta por la que vamos al súper,
lo que ha abatido las enormes lagunas de incertidumbre que hasta la llegada del
celular parecían infranqueables. Imaginemos a cualquier peregrino o navegante
de la antigüedad, digamos que del siglo XVI: al salir, no sabían con exactitud
nada. Se despedían de sus seres queridos y si el viaje duraba semanas, meses,
años, no había en el ínterin ni una foto, ni una palabra, nada que diera
noticia sobre el paradero del viajante. Asimismo, en el camino los viajeros accedían
a mares sin nombre, a geografías vírgenes en las que todo era desconocido y por
ello amenazante. El hombre se movía a oscuras, su vida diaria era un permanente
especular sobre lo ignoto.
Hoy,
si queremos saber el clima de cualquier parte del mundo, abrimos la aplicación.
Lo mismo si queremos saber una definición, leer una noticia, conocer un precio,
saber qué rostro tiene alguien. Esta ventaja, sin embargo, nos ha puesto de
frente a un Big Brother que no requiere hacernos manita de puerco para que
soltemos información: nosotros mismos, hechizados por la utilidad/vistosidad de
las aplicaciones, somos nuestros propios delatores, y un gran hermano, Facebook
o Google, da lo mismo, sabe gracias a nuestra propia iniciativa todo lo que nos
atañe.
El
debate sobre el agandalle de datos privados es una necedad de estos días, pues
no hay duda de que es necesaria una escalera grande y otra chiquita para luchar
contra las grandes corporaciones internéticas. Temo que nos apasiona estar a su
merced, saber que con sus algoritmos se anticipan a nuestros gustos. No digamos
pues que nos vamos de Whatsapp o de Tiktok si nos fascina estar allí,
delatándonos.