Dedicar es habitual en el mundo del arte. Suele ser un paratexto inocuo, la mayor parte de las veces un mero guiño afectivo entre el autor y un ser querido o cuando menos apreciado. Acostumbramos, por ello, no poner atención a las dedicatorias, acaso el menos importante de los elementos que aderezan la creación artística. Ya Hugo Hiriart escribió un texto insuperable —insuperable por su humor y su agudeza— sobre el “Arte de la dedicatoria”. Aparece en el libro Disertación sobre las telarañas (Martín Casillas Editores, México, 1980), y en él discurre el ser de la dedicatoria, por decirlo con flequillo mamonamente filosófico. No amplío al respecto, sólo reitero que es el mejor texto que he leído sobre las características de la dedicatoria.
Me
vino Hiriart a la cabeza porque recién, al repasar el libro Tango: discusión y clave (Losada, Buenos
Aires, 1997; la primera edición data del 63), de Ernesto Sábato, reencontré su
bella dedicatoria a Borges, y me pareció percibir una suerte de eco. Losada
presenta esa dedicatoria en forma de caligrama: la tipografía, quiero decir los
renglones, construyen la silueta de una guitarra, y en ella el autor de Sobre héroes y tumbas expresa lo
siguiente: “Las vueltas que da el mundo, Borges: Cuando yo era un muchacho, en
años que ya me perecen pertenecer a una especie de sueño, versos suyos me
ayudaron a descubrir melancólicas bellezas de Buenos Aires: en viejas calles de
barrio, en rejas y aljibes, hasta en la modesta magia que en la tardecita puede
contemplarse en algún charco de las afueras. Luego, cuando lo conocí
personalmente, supimos conversar de esos temas porteños, ya directamente, ya
con el pretexto de Shopenhauer o Heráclito de Efeso. Luego, años más tarde, el
rencor político nos alejó; y así como Aristóteles dice que las cosas se
diferencian en lo que se parecen, quizá podríamos decir que los hombres se
separan por lo mismo que quieren. Y ahora, alejados como parece que estamos
(fíjese lo que son las cosas), yo quisiera convidarlo con estas páginas que se
me han ocurrido sobre el tango. Y mucho me gustaría que no le disgustasen.
Creameló”. Ignoro si esta dedicatoria apareció en la primera y en la segunda
ediciones, o sólo en la segunda, la que tengo.
En
1960, Borges había publicado El hacedor.
Lo dedicó a Lugones con una página que no vacilo en calificar de perfecta.
Entre otras palabras, dice: “Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y
le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca,
pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso
porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente
le importa menos que la sana teoría. En este punto se deshace mi sueño, como el
agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no
era la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta
y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me
digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y
la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo
afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.
Sólo
marco una curiosidad, no revelo nada importante. En ambas dedicatorias hay al
menos seis elementos afines: inusual extensión larga, cierta descripción de la
urbe, un sueño, admiración del autor al dedicatario, una relación algo tirante
entre ambos y deseo del autor de que la obra complazca al amigo.
Y
presiento una semejanza adicional: en ambas veo genuino afecto.