miércoles, enero 13, 2021

Detrás de las páginas

 








Saúl Rosales escribió alguna vez sobre la ambigüedad de la palabra “editar” (del verbo latino edere, producir). Se edita en muchas disciplinas, y esto provoca que, en el estricto espacio de lo libresco, la palabra designe para la mayoría una actividad vaga, incomprensible. Editar libros no es lo mismo entonces que editar en otras actividades. El verbo se usa en el cine para designar al especialista que se encarga de ensamblar de manera precisa los diferentes fragmentos de película previamente filmados; hasta donde sé, es un trabajo delicado, fino.

Se edita también en televisión más o menos con el mismo sentido que en el cine, aunque, por la velocidad que atañe al medio, sin el esmero artístico supuesto por esta labor en la industria cinematográfica. De unos años a la fecha, también hay editores y edición, así llamados, en el contexto de los periódicos, aunque es válido creer que dicho trabajo existió siempre: a cierta persona se le encomendaban una o varias secciones del diario y fungía como “jefe de sección” o algo parecido, pero no recuerdo que en nuestra lengua se le llamara “editor”. Un ejemplo más de trabajo editorial es el articulado en el espacio académico: cuando alguien coordina un libro colectivo, una investigación a varias voces, no es infrecuente que al final, en el libro, su crédito sea el de “editor”; también lo llaman, indistintamente, “coordinador”. Menciono por último que por allí puede haber editores de fotos, especialistas en pulir imágenes con programas como Photoshop y otros.

Este uso amplio del sustantivo “editor” y del verbo “editar”, como dije hace dos párrafos, aumenta la ambigüedad en la percepción social del trabajo editorial en el ámbito de la publicación de libros. ¿Qué hace un editor?, podrán preguntarse los curiosos. La respuesta no puede ser contundente, pues aun en el plano de lo libresco el trabajo editorial puede tener diferentes niveles de involucramiento con la meticulosa chamba de producir un libro. Pensemos, grosso modo, en los tres que ahora describo.

Un editor puede ser el creador de un catálogo, una especie de somelier de obras viables para la publicación. Es de suponer que este editor alguna vez se involucró en el proceso de edición a ras de suelo, pero en cierto momento, ganado ya un prestigio, se dedica a sancionar qué sirve y qué no sirve a los intereses de la editorial para la que trabaja, que en algunos casos puede ser suya. Este editor es un catador, alguien que prueba los libros en Word y califica si tendrán como destino una imprenta o el rechazo. Mientras escribo esto pienso en Jorge Herralde, el capo de Anagrama.

Otro tipo de editor, tal vez de ligas más pequeñas, hace lo mismo que el anterior, pero también se arremanga la camisa para trabajar en la edición en sí: corrige originales, revisa pruebas, maqueta el libro, echa vueltas a la imprenta… Y el último tipo de editor en esta lista demasiado esquemática es el que hace todo: consigue el libro, lo dictamina, lo revisa, lo formatea, diseña la portada, va a la imprenta y a veces termina hasta llevando el libro a las librerías.

El editor de libros (no confundir con el impresor) es un trabajador invisible. Su mayor mérito es no notarse o notarse poco, determinar fuentes, cajas, interlíneas, estructura del libro y portadas sin que al final se note porque todo ha quedado bien. Así como solemos entrar a una casa, sentir agrado y no preguntar por el arquitecto ni por el decorador, igual pasa con el libro. En la arquitectura de las páginas estuvo presente el editor, pero casi no debe sentirse que anduvo por allí.