El
escritor argentino Enrique Anderson Imbert es autor de este microrrelato
titulado “Sadismo y masoquismo”:
“Escena
en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade y,
masoquísticamente, le ruega:
—¡Pégame,
pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El
marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con
la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
—No”.
Maliciosamente,
la escena debe ocurrir en el infierno porque Donatien Alphonse François de
Sade, mejor conocido en el bajo mundo de la filosofía como el Marqués de Sade,
vivió en el siglo XVIII, y Leopold Ritter von Sacher-Masoch en el siglo siguiente,
el decimonono. Sus apellidos sirvieron para crear un famoso par de adjetivos, “sadismo”
y “masoquismo”, conductas que basan el goce, sobre todo venéreo, en el
ejercicio de la violencia, sólo que la primera cuando es infligida y la segunda al recibirla, y ambas, se supone, con armónico placer. Son dos palabras que devinieron
siamesas, pues ya decimos sado-masoquista, o sin guion: sadomasoquista, como si
fuera una sola palabra, con el “sado” en función de prefijo.
Muchos
nombres y apellidos de personajes importantes asimismo han generado un adjetivo
que sirve para designar corrientes de pensamiento, épocas, conductas, rasgos,
cualidades…: adánico, socrático, aristotélico, platónico, mosaico (de Moisés), virgiliano,
ciceroniano, carolingio, dantesco, teresiano, cervantino, mozartiano,
napoleónico, sorjuanino, bolivariano, goyesco, juarista, marxista, isabelino,
freudiano, kafkiano, zapatista, villista, hitleriano, castrista, peronista, rulfiano,
cortazareano… Digamos pues que este recurso es común: al nombre o al apellido
se la añade un sufijo (ista, ino, esco…) que determina la relación del sujeto
con la doctrina, la época o el estilo que le cupo en suerte, como pasa con don
Porfirio, a quien le añadimos “ista” y da “porfirista”: “la moda porfirista”, “el
militarismo porfirista”. No debemos olvidar que el paso del nombre propio al
adjetivo obliga a eliminar la mayúscula: Madero-maderista, como sucede con los gentilicios:
Torreón-torreonense.
Hay
otras de uso más o menos común derivadas de nombres o apellidos: boicotear, por
Charles Cunningham Boycott, a quien alguna vez boicotearon. Galvanizar, por
Luigi Galvani, inventor de la galvanización. Algo parecido ocurre con Joseph
Ignace Guillotin y el filoso verbo “guillotinar”. Por culpa de William Linch,
promotor de la justicia por mano propia en Virginia, EUA, nació el nada
exquisito verbo “linchar”. La “mancerina”, que fue usada años ha para tomar
chocolate, debe su nombre a Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera, virrey
del Perú. Dos apellidos rusos dieron como resultado nombres para un par de
armas: el coctel molotov y el fusil kalashnikov, también llamado AK-47 (o sea, Automática
Kalashnikova 1947, por Mijaíl Kaláshnikov, su inventor, y el año de su
creación, el 47); no olvido decir que el AK-47 tiene en México un apodo que evoca
narcocorridos: cuerno de chivo. En el caso del “coctel molotov” o “bomba
molotov”, curiosamente no es invento de los rusos, sino de los fineses, que es
la otra forma de decir “finlandeses”; gracias a este artefacto ironizaron con
el nombre del ministro soviético Viacheslav Mólotov.
Dejo
al final algunos apellidos usados como sustantivos mediante el recurso de la
elipsis, o sea, de la omisión de una palabra o idea. Cuando decimos “compró un
Stradivarius”, obviamos la palabra “violín” o “instrumento”, “compró un
[violín] Stradivarius”. Lo mismo con “usaba una [máquina de escribir o una
pistola] Remington”, “conduce un [auto] Ford” o “guardaré la sopa en el
[recipiente] tupper”, por Antonio Stradivari, Eliphalet Remington, Henry Ford y
Earl Silas Tupper, respectivamente.