Princewill
Chigozie Achinulo Ollerbides es el nombre de un joven futbolista que se
desempeña en las fuerzas inferiores del club Pachuca. Este dato me fue revelado
en un grupo de Whatsapp donde comparto saludos, chistes y noticias con varios
futboleros de La Laguna. La ficha de Princewill Chigozie añade que es mexicano
aunque nació en Texas, y que tiene 16 años ya entrados a 17. Su nombre, por
supuesto, es lo que de golpe llama la atención, y no sabemos si es
completamente inventado, artificial, o tiene su origen en alguna lengua poco
conocida. Salvo el apellido “Ollerbides”, que muchos hemos visto escrito
“Oyervides”, nada nos suena conocido en el nombre del joven, y ese “Achinulo”,
por caso, lo mismo podría ser africano o derivado de alguna lengua aborigen
americana. Vayan ustedes a saber.
Lo
cierto es que la comunicación actual nos ha puesto frente a una onomástica
infinita. Para ciertos ojos y oídos atentos es más o menos fácil distinguir,
así sea vagamente, rasgos que delatan el origen de nombres y apellidos. Los
apellidos más comunes en español son los que, por ejemplo, llevan al final la
partícula “ez”, lo que indica patronímico, es decir, que en la antigüedad se
formaron a partir del nombre del padre, de modo que la “ez” vendría a
significar, pues, algo así como “hijo de”: Gutiérrez es hijo de Gutierre, Pérez
es hijo de Pero, Fernández es hijo de Fernando, Hernández es hijo de Hernán,
Martínez es hijo de Martín, Sánchez es hijo de Sancho (como Panza, el del Quijote), López es hijo de Lope, Núñez
es hijo de Nuño, Jiménez es hijo de Jimeno, Rodríguez es hijo de Rodrigo,
Ramírez es hijo de Ramiro, y así muchos. Es de observar que a la fecha
sobrevive el patronímico, pero en varios casos no el nombre del cual derivó,
pues ya nadie o casi nadie se llama Gutierre, Pero, Sancho, Lope o Nuño. En
otras lenguas ocurre más o menos lo mismo: Johnson es el hijo de John
(John+son), o Fitzgerald, el hijo de Gerald.
Alex
Grijelmo habla en alguno de sus libros sobre los cromosomas de las palabras.
Son más o menos esos rasgos de los que hablo, como marcas que las palabras
tienen y ayudan a identificar su origen; en el caso de los nombres propios esto
es a veces muy evidente. Muchos nombres y apellidos de origen griego tienen
facha de plurales por la “s” final: Sócrates, Aristóteles, Onassis,
Papadópulos, Papadakis. Varios nombres de origen latino exhiben un diptongo
(unión de dos vocales), como Flavio, Sergio, Manlio, Emilio, Aurelio (que tiene
dos diptongos). Los nombres propios de origen hebreo llevan muy frecuentemente
la partícula “el” al final, lo que significa “Dios”: Rafael, Gabriel, Ismael,
Manuel, Samuel, Abel, Miguel, Joel. El “berto” de Alberto, Gilberto, Roberto,
Heriberto es germánico y significa “brillo, brillante”.
Como
me gusta el quechua aunque no sé nada sobre él, salvo que lo hablan en la
región andina, disfruto de sus nombres y apellidos. En ellos veo que estallan
la “p”, la “t” y la “qu” (con sonido de “k”): Felipe Huamán Poma, Atahualpa
Yupanqui, Alejandro Mayta, Ollanta Humala.
De
todas las modas nominativas la que menos grata me parece es la que incurre en
el abuso de rasgos extraños a nuestra lengua, algunos rayanos en el exotismo.
Meter “k”, “h” intermedia, “w” o dígrafos en cualquier lado (como si a mí me
hubieran puesto Jaimme, por ejemplo, sólo para obligarme a explicar toda la maldita
vida que mi nombre se escribe con doble m) es un preciosismo innecesario, lujo
que al final parecerá pifia del registro civil.
En
fin, digo lo anterior motivado por el extraño nombre de Princewill Chigozie
Achinulo Ollerbides, quien de triunfar en el futbol provocará que en el futuro
muchos bebés sean bautizados como Princewill Chigozie Muñoz o Princewill
Chigozie Vargas.