miércoles, enero 31, 2024

Libros de Calasso











He quedado satisfecho y justificado tras leer Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama, 2021), del editor y escritor Roberto Calasso (Florencia, 1941-Milán, 2021). Cierto que nacer donde él nació le da ventaja a cualquiera que apetezca hablar sobre libros, pero no es menos cierto que, si uno lo desea, incluso en una ciudad como la nuestra es posible nutrir una biblioteca digna de este nombre. Esto significa que quien acumula libros en algún momento de su empeño se topará con reflexiones similares a las de Calasso.

Por su aspecto de manual, Cómo ordenar una biblioteca es un título engañoso. No se trata entonces de un método para dar cuadratura decente al acomodo de los libros, sino de un ensayo relajado en el que su autor desarrolla una serie de ideas sueltas, todas enunciadas como en una sobremesa. En medio de la exposición aparecen temas y subtemas observados con inteligencia, serenidad y no escasa erudición, tanta que en algún momento me hizo recordar, así sea de lejos, al apabullante Umberto Eco de La memoria vegetal.

Tiene este libro de Calasso un montón de afirmaciones ideales para la cita textual, útiles para no estorbarlas con una reseña al uso. “Un lector que no sea capaz de fantasear frente a un catálogo es un lector improbable”, con lo que desea refutar la idea de los pocos libros. “Es esencial comprar libros que no vayan a ser leídos enseguida. Al cabo de uno o dos años, acaso de cinco, diez, veinte, treinta, cuarenta años, llegará el momento en el que se sentirá la necesidad de leer precisamente ese libro”, lo que refuerza la idea planteada en la primera cita y echa por tierra la azorada pregunta del visitante en casa: “¿Y ya los leíste todos?”.

Más adelante, brinca a otros subtemas. “No agregar a un libro huellas de la lectura es una prueba de indiferencia —o de mudo estupor—”, con lo que nos invita a leer con lápiz (así lo hago siempre, por eso marco lo que cito en este caso, y uso lápiz, no bolígrafo, que es lo que recomienda Calasso). También recomienda no salir de las librerías (de viejo, sobre todo) sin la sorpresa de lo que no esperábamos comprar. Y esto: “el orden de la biblioteca no encontrará nunca —no debería encontrar nunca— una solución. Simplemente porque una biblioteca es un organismo en permanente movimiento. Es terreno volcánico, en el que siempre está pasando algo, aunque no sea perceptible desde el exterior”.

En fin. Salí de este libro muy tranquilizado. Lo recomiendo.

sábado, enero 27, 2024

Tres miradas en Falacias para un autorretrato













No es infrecuente escuchar que la poesía es el más elevado de los géneros. Lo dicen sobre todo, no sé si con sinceridad o por pose mentirosamente apiadada, los narradores y los ensayistas. Lo cierto es que sea excelente, buena, regular, mala o pésima, la poesía tiene el mérito de la supervivencia a contracorriente, el heroico logro de persistir pese a la falta de lectores y por ello mismo de ventas en un mundo en el que lo no comercializable está condenado a desaparecer. De ahí que podamos hacernos algunas preguntas: ¿por qué persiste la poesía? ¿A qué se debe su presencia en un mundo que la desdeña y no suele hacerla comparecer ante las cajas registradoras?

Puedo intuir, a modo de respuesta tentativa, que la poesía subsiste, así sea prendida con las uñas al universo bibliográfico, por dos de sus rasgos más salientes: al trabajo artesanal de la palabra y a su capacidad para exponer la intimidad de sus autores. Otros géneros tienen ventajas para generar conocimiento, para informar, para entretener, para construir universos mediante la imaginación, para especular con las ideas más abstractas; la poesía, cuando es genuina, las tiene para desnudar la subjetividad, para exhibir el yo, para diseccionar la anatomía del alma. En este sentido, el buen poeta no requiere semblanza: si su obra ha sido urdida sin dobleces, los versos revelarán su autorretrato. La poesía permanece pues porque en ella siempre se agazapa un rostro.

Un autor polimorfo como Saúl Rosales, quien ha ejercido el cuento, la novela, el ensayo, el artículo, el teatro, la crónica y más géneros, por supuesto que nos ha dicho quién es en el espectro de su ya larga escritura. Podemos adivinarlo en sus relatos, podemos suponerlo en sus opiniones periodísticas, pero nunca podremos hallarlo mejor expuesto que en su poesía, como sucede si nos adentramos en las páginas de Falacias para un autorretrato (IMCE, Torreón, 2023, 143 pp.), su libro más reciente. En él, el autor lagunero ha reunido una colección de poemas que no por personales dejan de concernirnos, de inquietarnos y en ciertos casos de ayudarnos a pensar, pues también éste es un usufructo de la poesía.

Falacias para un autorretrato está dividido en tres habitaciones: la primera lleva el mismo título general del libro, la segunda es “Instante de la foto” y la última es “Oficio del alcohol”. Ciertamente hay predomino de una temática específica en cada apartado, pero esto no significa que el tríptico carezca de un hilo conductor e inevitablemente el mismo tono melancólico, o más bien francamente apesadumbrado, en todo el libro. Para lograr un mejor discernimiento de su contenido hago mi propia clasificación de los poemas de acuerdo a las líneas temáticas que he percibido en cada uno. Categorizo pues el contenido de Falacias en tres subtemas: de reflexión (digamos) social, de asombro ante la belleza del arte y de la mujer, y de bancarrota espiritual. Obviamente, esto no significa que en los poemas no se den mixturas, cruces, nutricias vinculaciones entre los tres subtemas destacados.

Del primer inciso, el que ubico en la dimensión social, hay muchos ejemplos en la primera sección del libro, la más larga y miscelánea. Poemas como “Dinero llama dinero”, “Sabor fértil del trabajo”, “Quién debe gobernar”, “Destino de revolución”, “Sofocación de la insaciabilidad”, “Viaje único”, “Reserva de desempleados”, “Memorando de la tierra”, “Soledad del sánwich de tomate”, “La mula de la vida”, “Esquina de Progreso y Porvenir”, “Dolor de macrobús” y “Calidad debida”, entre otros. En estos poemas, como rasgo general, se enuncia la posición ideológica, siempre zurda, desde la que mira el poeta, y los temas específicos rondan asuntos como la enajenación, el desempleo, el consumismo, el individualismo, la solidaridad, la falta de compromiso, entre otros. El autor no teme ser aquí tan explícito como es posible:

Un día y otro día el trabajo no aparece

lo único que existe en abundancia

para la esperanza y las necesidades juveniles

son plazas en el ejército nacional de reserva…

Otro amplio sector del poemario trabaja con la materia de lo que aquí he denominado “asombro ante el arte y la mujer”. Reitero que lo social, el tema anterior, puede también subyacer en los poemas de esta segunda índole, pero de un modo menos enfático. Casi toda la sección denominada “Instante de la foto” y buena parte de la primera, homónima del libro, destaca el brillo de la mujer como destinataria de veneración y de caricias aunque sólo sean ópticas; también, es resguardo de varios poemas en los que cuaja un asombro similar pero ante el arte principalmente musical y un poco menos el literario. Poemas como “Sueño de pintar”, “Manos de arquitecta” son ejemplo del tributo al imán femenino, y para muestra basta un fragmento de “Regazo de sol” en el que luego de describir la búsqueda de sol de unas precarias plantas domésticas, el poeta acusa igual inclinación, como la de sus árboles:

Igual yo

hacia esa forma de sol que eres

mujer

me desbordo

como hacia el alba, la aurora, la plenitud, la razón, el fin.

Eres regazo magnético de sol.

En este mismo territorio deambulan varios poemas asimilables a la llamada ars poética, es decir, aquellos poemas cuyo tema es la misma poesía (“Taller para el oficio”, “Agua de poetas” y varios más), además de los ya mencionados poemas de conmoción ante el arte como “Canción de Grieg”, “Minuto assai”, “Alba de Madera” o “Luna de miel con Gloria Lasso”

La sección final, “Oficio del alcohol”, alude al tequila y al vino como sedantes del infortunio, no como voraz ingesta que desbarata el ser. Igual que en varios poemas de las otras dos secciones, aquí la consciencia del fracaso, de la frustración, de la derrota y su deriva en el apocamiento son recurrentes, tanto que estos sentimientos, a todas luces malqueridos por quien los padece, sólo pueden ser mitigados con unas gotas de vino y en menos cantidades de tequila. Son los poemas que hace algunos párrafos ubiqué en el rubro “bancarrota espiritual” expresada frente a la mancha venenosa de la soledad y sus rigores.

Por todo lo dicho, y principalmente por todo lo no dicho aunque sobrevolado, Falacias para un autorretrato es un libro sobre tres poetas que conviven en Saúl Rosales. Podemos dialogar con los tres, con dos de ellos o con uno solo. En cualquier caso estaremos ante un ser humano auténtico, transparente en su asombro y en su tenaz abatimiento.

Comarca Lagunera, 25, enero y 202

Nota. Texto leído el 25 de enero de 2024 en la presentación de Falacias para un autorretrato celebrada en el recibidor de El Siglo de Torreón. Participamos Nadia Contreras, el autor y yo.

miércoles, enero 24, 2024

Melancoholía de Alfredo García Valdez

 











Además de la aparición de arrugas, canas y dolores físicos, otra de las desventuras que acarrean los años es la sensación de que el tiempo se evapora a una velocidad inaudita: mientras la niñez ha caminado sobre nosotros a paso de tortuga, en la edad avanzada los años parecen galopar en nuestra percepción y nos llevan a considerar que la vida restante será muy corta, casi un parpadeo. Esta reflexión apesadumbrada me embosca al ver que hace dos años ya, en enero de 2022, partió el poeta y periodista Alfredo García Valdez (Cedros, Zacatecas, 1964).

Aunque zacatecano, Alfredo desarrolló casi todo su trabajo de escritura en Saltillo. Allí ejerció el periodismo sobre todo cultural y, lo más importante, allí urdió una obra literaria cuya mayor peculiaridad, para mí, estuvo siempre signada por el cuidado obsesivo de la forma, esto en un grado de perfeccionismo inhabitual en quienes combinan la escritura atrabancada del periodismo con el trabajo ceñido a lo poético.

Como ocurre a casi todos los escritores afincados en provincia, los libros de Alfredo no son de fácil localización. Por suerte, sin embargo, hay uno muy a la mano: Doctrina de varia melancoholía, volumen publicado por la Secretaría de Cultura de Coahuila en cuya web es ofrecido gratis en formato PDF. Se trata de un racimo de poemas —la mayoría cortos— en los que el autor expresa emociones que oscilan entre la acritud y la resignación. Con un despliegue de imágenes imparable, los poemas llegan incluso a rozar el sarcasmo, pero no para granjearse nuestra sonrisa, sino para movernos a pensar en la inevitable catadura de la vida cuando se le mira desde la vigilia: todo lo que nos rodea es incierto, nuestra propia existencia está permeada por el sinsentido, lo que creemos sólido se diluye apenas lo bordeamos con la razón.

Desde que la leí por primera vez en el amanecer del milenio, la obra de García Valdez me pareció ajena a nuestra época; ha sido escrita por una mente que habitaba en otra música, en la fidelidad por ciertos poetas mayores como Darío, López Velarde y González Martínez, de ahí la sensación de extrañeza que sus versos, muchos todavía rimados, nos produce. Su obra es sin duda una de las más peculiares que ha dado Coahuila en las décadas recientes, y así sea en silencio, sin hacerse notar, sus pocos lectores lo tendrán presente como yo en este momento.

sábado, enero 20, 2024

Emprendedurismo Caracortada

 







Como pocas, como ninguna, la ironía es un tropo de excelente rendimiento. Según la definición de Helena Beristáin (Diccionario de poética y retórica, Porrúa, México, 1988), es una “Figura de pensamiento porque afecta a la lógica ordinaria de la expresión”. Para entender el gesto irónico es fundamental el contexto compartido de los interlocutores, el hecho de que estén en la misma sintonía mental para que uno entienda que lo dicho por el otro debe ser decodificado al revés, no en sentido estricto.

“Quizás Obregón 73 sea arrasado con todo y placa para que ocupe su lugar un estacionamiento-taquería de los que tanta fama y belleza han dado a la Ciudad de México”, escribió José Emilio Pacheco en una carta a José Luis Martínez. Sin contexto, la afirmación no se deja descifrar como ironía. Es necesario decir pues que se trató de una carta abierta del poeta y ensayista para solicitar el rescate de la casa donde vivió López Velarde en la Ciudad de México. La frase observa irónicamente que si las autoridades no rescataban el inmueble, se convertiría en un esperpento, en un “estacionamiento-taquería”, por lo que “fama y belleza” operan allí como pinchazos irónicos. Este ha sido un ejemplo.

Entre las características más salientes de la era del vacío lipovetskiano se encuentra el humor como flecha y como blanco, como presencia ubicua en la realidad mediática. Esto significa que hoy vivimos en el universo de la risa en todas sus modulaciones y variantes, en la gracejada perpetua, en la catarsis como dogma de vida cotidiana. Por esto el exitazo de las plataformas como Whastapp y TikTok, dispositivos que viabilizan lo humorístico a un ritmo frenético. Esta tendencia es ya el eje de la industria cultural: lo que divierte, lo que entretiene, lo que relaja y no se “azota” con análisis de cierto espesor o dramatismo, es lo que pasa a tener posibilidades de viralización, anhelo final de todo “contenido”.

Pero una cosa es la guarrada obvia en pos de la risotada y otra el guiño de la ironía. Por supuesto, cuando el humor se emboza y toma el camino de la sutileza es mucho más exigente, demanda del espectador una disposición espabilada. En este caso, el manejo atinado del instrumental lingüístico es imperativo. Voy al ejemplo.

En el mundo de la autoayuda o del llamado “emprendedurismo” (horrible palabra) el vocabulario habitual acumula expresiones como “liderazgo”, “esfuerzo”, “lealtad”, “disciplina”, “imaginación”, “sueño”, “lucha”, “emprendimiento”, “innovación”, “vocación”, “trabajo”, “tenacidad”, “triunfo”, “éxito”, “respeto” “cambio” y todas sus variantes serias. Decimos: “Bill Gates no dejó de trabajar y desde cero persiguió su sueño con una vocación que al final lo llevó a conquistar el éxito”. Las palabras aquí tienen un uso estricto, pero servirían igual, sólo que en clave irónica, si cambiamos el nombre y el apellido: “Joaquín Guzmán no dejó de trabajar y desde cero persiguió su sueño con una vocación que al final lo llevó a conquistar el éxito”.

Esta inversión irónica del argot exitista es esencial en Los capos de la mafia (2023, Ron Myrick) documental disponible en Netflix. Vi sólo su primer capítulo, el que aborda los empeños de Al Capone para convertirse en Al Capone. El producto audiovisual trabaja con la arcilla de la maldad encarnada en el popular Caracortada, pero la voz narrativa hace el abordaje de la biografía con el vocabulario del “emprendedurismo”, como si la mafia abrazara (¿o sí?) los criterios usados en el capitalismo para medir el éxito de sus personeros más salientes, llámense Bill Gates, Jeff Bezos o Elon Musk.

El documental sobre Capone no parece bromear; en efecto, señala que el mafioso acató pautas empresariales para trepar a la coronilla del poder. La narración avanza por ello como apología del crimen, como relato para que el espectador se autoperciba “loser” y sepa que para sacudirse tal condición es necesario que siga los consejos del manual del perfecto mafioso, el mismo que observó Capone como si se tratara del decálogo mosaico.

“¿Listo para comenzar tu propio imperio?”, es la pregunta detonante ofrecida por el video, y luego viene la guía: “Aprende de los mejores”, “Llévate bien con tu superior”, “Sé leal”, “Defiende tu título”… es decir, las reglas aplicables a la lucha entre empresarios, los mismos códigos, sólo que muy “al margen de la ley”.

Como los horóscopos, el vocabulario de la autoayuda, el echaganismo y la superación personal puede cuadrar a quien sea, de ahí que si aceptamos que es fundamental seguir nuestra vocación y es imprescindible no renunciar a nuestros sueños, Capone puede ser considerado hasta hoy, irónicamente, un modelo a seguir para trascender nuestra calidad de perdedores.

miércoles, enero 17, 2024

José Agustín de perfil


 











Como tantos, tuve primera noticia sobre José Agustín gracias a la famosa antología El cuento hispanoamericano (FCE, México, 1964, luego ampliada y reimpresa en numerosas ocasiones) del académico norteamericano Seymour Menton. Recorrí aquel libro en dos clases de literatura recibidas durante la carrera de Comunicación, una con Saúl Rosales y otra con Paco Amparán, esto hacia 1982.

Bien organizado según un criterio cronológico que hasta la fecha lo hace útil como material didáctico, el libro de Menton llegaba, hasta mi edición de los ochenta, al cuento “Cuál es la onda”, de José Agustín. No he olvidado el macanazo que significó su lectura, la sensación de haber arribado de golpe a una narrativa que en su insolencia y su ludismo nos (me) informaba que la literatura podía ser también un espacio en el que era viable meter todo lo que nos rodeaba: la música moderna, las maldiciones de la calle, las andanzas y los albures con los amigotes, el consumo de sustancias prohibidas, el sexo a trompicones, el desmadre en suma. No pasó mucho tiempo para que yo accediera a la precoz De perfil (Joaquín Mortiz, 1966), su libro más célebre, y entonces sí me declaré capacitado para considerar que las Letras, con mayúscula, no eran coto exclusivo de la solemnidad y sus almidonamientos, sino territorio en el que las palabras más frescas y las ideas menos tiesas también tenían derecho de circulación en las páginas de los libros.

Tras leer Inventando que sueño (Joaquín Mortiz, 1968) y De perfil, poco a poco fui sumando sus otros libros: La tumba, La panza del Tepozteco, Ciudades desiertas, Se está haciendo tarde, Furor matutino, los tomos de la Tragicomedia mexicana… Pasados los años, tuve además la oportunidad de presentar en Torreón dos de sus títulos, ambos en el Teatro Isauro Martínez: la novela Armablanca y una especie de crónica titulada Los grandes discos de rock (1951-1975), libro que comenté a teatro lleno y no sin dejar de sentir alguna envidia del público roquero de La Laguna, que seguramente me consideró, y con razón, un diletante en aquel tema.

Además del par de libros dedicados por José Agustín luego de las presentaciones, conservo una foto con él y en la memoria dos o tres conversaciones trenzadas a propósito de encuentros casuales en ferias. Lo recuerdo como un tipo de sonrisa fácil, atento a lo que uno le decía, inteligente y siempre “prendido”, para decirlo con un modismo de su juventud.

José Agustín, el eterno muchacho rebelde de la literatura mexicana, murió ayer a los 79 años. Descanse en paz.

sábado, enero 13, 2024

Dos Vientos del Pueblo más











 











En las pasadas vacaciones de fin de año fui un par de veces a la librería Educal de Torreón, sucursal que es parte de la numerosa cadena de librerías paraestatales del gobierno federal. Está, como sabe cualquier lector lagunero, en el Museo Arocena por el acceso de la calle Cepeda, no por el de la Juárez. Allí, en compañía de ese lector irrefrenable que es Gerardo García Muñoz, cuya visita a su tierra obedece al contacto familiar pero también tiene siempre un costado bibliográfico, compramos cada cual varios libros y luego pasamos a conversar en el restaurante aledaño que es parte del mismo Museo. Hay pues allí un tándem perfecto para los biblioadictos: libros y café.

En una de las incursiones pesqué dos títulos más de la Colección Vientos del Pueblo coordinada por Luis Arturo Salmerón en el Fondo de Cultura Económica. No sé cuántos sumo ahora, pero son muchos del ya abundante catálogo de esa serie caracterizada por sus altos tirajes, la brevedad de sus ejemplares y su bajo precio. Los que adquirí no pueden ser dos cuadernillos más distintos, lo que de rebote da idea de la heterogeneidad de mis intereses: Gustavo A. Madero (México, 2019) y La cancha. Dónde los invisibles todavía pueden hacerse visibles (México, 2023) de, respectivamente, Ignacio Solares (Ciudad Juárez, 1945-Ciudad de México, 2023) y Eduardo Galeano (Montevideo, 1940-2015).

Dada su corta cantidad de páginas, rasgo que los hace ser plaquettes, opúsculos o cuadernillos más que libros, los leí en dos ratos de distinto día, ambos en su correspondiente sentada. No quiero posponer un énfasis, quizá el que debería ser más subrayado: sus precios; el de Solares, once pesos; el de Galeano, quince. Por supuesto, estas módicas cantidades tienen la intención de echar por tierra una de las excusas más esgrimidas para no leer: que los libros son muy caros. Con esta colección se desbaratan pues dos pretextos de un solo tirón: el económico y, de paso, el de la falta de tiempo para leer, pues casi cualquiera tiene poco más de diez pesos libres y asimismo media hora disponible.

No me equivoqué al escoger los dos títulos que motivan este apunte: Gustavo A. Madero es un ensayo biográfico; aborda, claro, la figura del hermano del presidente asesinado tras el golpe de Estado que terminó en la usurpación de Victoriano Huerta. Con pasión apenas disimulada y para mí justa, el escritor chihuahuense, por cierto especialista en el periodo revolucionario, describe la personalidad de Gustavo Adolfo Madero y la generosa cercanía que, pese a cualquier amenaza, mostró frente a las turbulencias políticas padecidas por Francisco I. Tal relación tuvo, como sabemos, uno de los desenlaces más cruentos en la historia de México, el de la Decena Trágica en el que Gustavo A. padeció la muerte más sádica y miserable de aquel instante bárbaro. El opúsculo aduna como complemento varias imágenes de la Fototeca Nacional.

La cancha… de Galeano acoge cinco piezas extraídas de Cerrado por fútbol, uno de sus dos libros sobre este deporte (el otro es el más famoso título latinoamericano relacionado con tal tema: El fútbol a sol y sombra, también con tilde en la “ú” de la palabra que nosotros pronunciamos “futbol”). Es a veces complicado definir el género de la escritura dejada por Galeano; para no fallar puedo decir que es una mixtura de ensayo, artículo, crónica, memoria y relato. La prosa del uruguayo es muy peculiar, inconfundible, infatigablemente ocupada en mostrar la irracionalidad del poder y la necesidad de la belleza y la solidaridad, entre otras urgencias. La plaquette añade el aderezo gráfico del ilustrador Ricardo Peláez, homónimo del goleador necaxista.

Reitero pues que no hay excusa para eludir estas publicaciones buenas, bonitas y baratas, como plantea un añejo pregón publicitario.

miércoles, enero 10, 2024

Tropecé de nuevo con el mismo libro

 











Releer no tiene disculpa frente al pavoroso número de libros parados aburridamente en la fila, sin atención. Veo los estantes de todo lo que aguarda la visita de mis ojos y siento que “defraudo una espera”, como escribió Zitarrosa a propósito de otro tema. Pero a veces, sin querer queriendo, como reza la sentencia chespireana, un libro ya atendido vuelve como capricho y exige un nuevo recorrido.

Esto me pasó en la primera semana del año con La novia de Odessa (Emecé, Buenos Aires, 2001), libro de Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) que en 2021 me provocó, al concluirlo, una madrugada de alucinaciones impregnadas de su estilo literario y de sus melancólicos fantasmas. Volví a tomarlo con la sospecha de que no era para tanto, de que sus páginas no me resultarían tan meritorias, y que por ello una segunda lectura me dejaría la tranquilidad de saber que aquella madrugada alucinante, afiebrada, había sido un percance de lector desprevenido.

Erré. Otra vez, las páginas de Cozarinsky hicieron su labor y me ciñeron a un universo de personajes atrapados en una tristeza (más bien, reitero, en una melancolía) indefinible y puestos a vivir sobre las páginas con una prosa (vaya prosa) fortalecida por imágenes y pequeños rodeos que colman de inquietud cada renglón.

Mi cuento favorito es el que da título y tono al volumen, “La novia de Odessa”, el primero, al cual no vacilo en adherir la etiqueta de obra maestra. En este relato está agazapado, por así decirlo, todo el conjunto: historias de migrantes, de exiliados, de seres que exploran en su borrosa genealogía y en ese trance vislumbran un pasado que sólo puede ser reconstruido conjeturalmente, en inciertos retazos. El volumen reúne diez cuentos, y me cuesta elegir los más gratos por la sensación de que discrimino mal. Arriesgo que “Literatura”, “Bienes raíces”, “Días de 1937”, “Budapest” y “Hotel de migrantes” son imprescindibles para mí, pues en ellos late lo que ya señalé: un viaje al pasado desde el presente de algún personaje, por lo común judío, puesto a fraguar un collage con recuerdos nebulosos.

Supongo que en México muy pocos han leído a Edgardo Cozarinsky, quien también ha sido cineasta; recomiendo leerlo y luego de esto, como yo, quizá también releerlo. Así de bueno es.

sábado, enero 06, 2024

A treinta años de Dahmer

 








Coincidió que el primero de enero me eché en Netflix los tres capítulos de la miniserie documental Las cintas de Jeffrey Dahmer (Joe Berlinger, 2022, que a su vez es parte de la saga Conversaciones con asesinos) y al leer la fecha de muerte del protagonista vi que era una efemérides de este año: en 2024 el mundo cumple tres décadas sin el Carnicero de Milwaukee. A propósito del documental, por ello, y ahora que todavía el año calza pañales (la tercera acepción de DRAE para “calzar” permite usar así este verbo), escribo la presente evocación sobre el más célebre hijo de la ciudad cervecera.

Jeffrey Lionel Dahmer nació en Milwaukee el 21 de mayo de 1960, y hasta donde es posible afirmar, con base en los datos suministrados por el video, tuvo una infancia ordinaria. Hijo de un químico y una especialista en teletipos, presenció, eso sí, frecuentes discusiones de sus padres, quienes a la postre se separaron. Ya para entonces el pequeño Jeff hacía exploraciones por el bosque cercano y pronto tuvo una obsesión anticipatoria de lo que después le granjearía fama en todo el orbe: comenzó a recolectar cadáveres de animales para escudriñar sus entresijos. Esta afición se mezcló con el sentimiento de soledad experimentado tras la ruptura de sus padres, lo que se agudizó tras el nacimiento de su único hermano. La pasión de anatomista coincidió además con el descubrimiento de su homosexualidad, en la adolescencia, y poco después también con el del alcohol.

Las carambolas de la vida lo aislaron cada vez más. Fracasó en los estudios, consiguió trabajo en una chocolatería, decidió vivir con su abuela y al alimón frecuentó bares gays de la localidad. En el 78 perpetró su primer asesinato: invitó a un joven a su casa y optó por liquidarlo para evitar que llegara el indeseable momento de la despedida. En aquel primer caso usó una pesa de ejercicio de las llamadas “mancuernas”.

Tras un paréntesis de algunos años, recayó en el apetito de matar, y lo satisfizo. Sin saber bien a bien por qué lo hacía, luego pudo explicar que mataba, vejaba, desmembraba y conservaba, e incluso devoraba, todo en este copretérito, partes de sus víctimas para evitar perderlas, para tenerlas siempre junto a (dentro de) él.

En la época más activa de su vida criminal, Dahmer vivía en un modesto complejo de departamentos de la ciudad de Milwaukee, casi todo ocupado por afroamericanos, como se dice en EUA. Lo raro es que en su pequeño y sórdido habitáculo operó sin que el vecindario se las oliera (sin metáfora), aunque los ruidos de martillos y serruchos y la frecuente pestilencia llamaron la atención de algunos inquilinos sin que llegara a mayores, es decir, sin que hubiera denuncias ni las autoridades revisaran el escondrijo convertido en recurrente escena del crimen. La mayor parte de las víctimas eran jóvenes de tez oscura, de preferencia atléticos, 17 en total.

Las cintas de Jeffrey Dahmer apela a grabaciones de audio (interrogatorios) y algunos videos originales, además de reconstruir con difuminados actores ciertas escenas hipotéticas; tiene una estructura tripartita: fluye del pasado infantil y adolescente del Carnicero al periodo más productivo de su trabajo aniquilatorio, luego al inmediato momento de las investigaciones y, al final, al juicio y la condena en medio del morbo periodístico.

No soy mucho de ver películas ni documentales, pero tengo amigos que sí, algunos de ellos devotos de la bestialidad humana. Al recibir el tip sobre esta semblanza fui al documento y, la verdad, es notable la calidad de su edición. Por supuesto que tenía noticias sobre Dahmer (quién no), pero jamás me había detenido a recorrer las peripecias de este personaje que se convirtió, hasta la fecha, en dechado de lo que Bataille llamó “la parte maldita”. En efecto, en Dahmer afloró espléndidamente el lado más cavernoso del ser humano, la inclinación al salvajismo que ha sido domesticada o casi domesticada por las leyes y la cultura —“la civilización”—, pero que de vez en cuando, pese a la amenaza de la vigilancia y el castigo, estalla volcánicamente en individuos con el instinto de muerte desbocado.

Contra la defensa que argumentó locura, Dahmer fue hallado cuerdo y culpable, por lo que recibió una condena a no sé cuántas cadenas perpetuas en un juicio donde el acusado lució siempre sereno y hasta apuesto. Pocas semanas vivió tras las rejas, pues fue asesinado el 28 de noviembre de 1994 en una cárcel del condado de Columbia, Wisconsin, por un reo que para llevar a cabo su labor usó (“a la realidad le gustan las simetrías”, dijo Borges) una pesa del gym penitenciario. En Milwaukee fueron destruidas todas las pertenencias de Dahmer y demolido el Oxford, edificio de departamentos en donde, entre cuchillos, ácidos y congeladores, el Carnicero ejerció su vocación de asesino, anatomista y caníbal serial.

miércoles, enero 03, 2024

Criba 2023

 











Luego de confesar una vez más que mis hábitos de lectura no se ciñen a ninguna moda o a lo que recién va apareciendo en cantidades industriales, miro hacia 2023 y advierto que cumplí con la costumbre: los que leí no fueron los libros “del año” o lo que la publicidad impuso como urgente e “imperdible”, sino lo que decidí leer aunque estuviera ya descontinuado, fuera de anaqueles. Con una brevedad de flash consigno aquí los diez libros que más me gustaron, algunos de hecho reseñados en este espacio.

Hernán Cortés. La pluma (Taurus, 2019, 341 pp.), de Christian Duverger (francés), libro que complementa a Hernán Cortés. La espada, del mismo autor. Ambos son verdaderos monumentos biográficos, en este caso sobre el soldado/escritor que fue luego el principal dinamo del mestizaje mexicano.

El género y la lengua (Taurus, 2018, 91 pp.), de Pedro Álvarez de Miranda (español), ensayo que no por breve deja de ser lo mejor que he leído sobre el estatus y el posible futuro de lo que denominamos “lenguaje inclusivo”.

Regreso a Reims (Libros del Zorzal, 2015, 254 pp.), de Didier Eribon (francés). Tal vez fue el libro que más me conmovió el año pasado. Una memoria que analiza con crudeza la autopercepción de la desventaja intelectual de un provinciano, homosexual e hijo de obreros en la academia parisina de los setenta/ochenta.

Opiniones contundentes (Anagrama, 2017, 370 pp.), de Vladimir Nabocov (ruso). Complicación de entrevistas vigiladas celosamente por el autor de Lolita. El título cumple sin titubeos lo que sugiere: todo él es contundente.

Maniobras nocturnas (Emecé, 2007, 169 pp.), de Edgardo Cozarinsky (argentino). Otra novela relegible —por su prosa sinuosa, sugerente y autorreferencial— del autor de La novia de Odesa.

La velocidad de la luz (Debolsillo, 2015, 240 pp.), de Javier Cercas (español). Una espléndida novela más de mi narrador español favorito de los años recientes, historia donde se mezcla lo español con lo norteamericano en los mundillos literario y académico.

La era del fútbol (Debolsillo, 2005, 349 pp.), de Juan José Sebreli (argentino). Hasta ahora, el más acucioso alegato que he leído en contra del futbol, un ensayo que disecciona los entresijos mafiosos y manipuladores del deporte más lucrativo del mundo.

Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (Alfaguara, 2021, 151 pp.), de Gabriel García Márquez (colombiano) y Mario Vargas Llosa (peruano). Diálogo público en Perú de dos autores que a mediados de los sesenta comenzarían a convertirse en lo que fueron poco después y bien conocemos.

La vida contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2020, 216 pp.), de Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga (españoles), libro de divulgación científica en clave conversacional, ameno y lúcido a un mismo tiempo.

La pequeña tradición (UNAM/El Equilibrista, 2011, 134 pp.), de Armando González Torres (mexicano). Serie de ensayos sobre autores mexicanos, todos agudos y escritos con prosa tupida de belleza literaria.