Aquella fue una gracejada en la que de todos modos dejaba traslucir
algún dejo de sinceridad apuntalado en los atavismos de la época. Me refiero a
la autopresentación que escribí para un libro colectivo allá por 1990; se
supone que debía ser jocosa, y así intenté que resultara, pero recuerdo que
había fraguado con hipotética sorna una de sus frases aunque en el fondo sentí,
supersticiosamente, que se aproximaba a la verdad: “Escribe porque es completamente infeliz”, dije en tercera persona. No pasó mucho tiempo para que la
pose de desdichado me abochornara, y tuve que avanzar algunos años más para
comprender que, entre otros movimientos estéticos, el Romanticismo había remachado
la longeva idea de que la palabra artista era sinónimo de infelicidad, de
insatisfacción, de desacomodo existencial. Si tal era la norma desde entonces,
yo debía pues imponerme la obligación de ser desdichado o al menos de afectar
pesimismo.
Por supuesto hay algo de eso en quienes se dedican a trabajar con el arte y
el pensamiento, pues es imposible atravesar el río de la existencia sin sentir,
o al menos presentir, que son breves los pasajes cómodos y disfrutables, y que
durante la mayor parte del trayecto los remos se hunden y trajinan sobre agobios y
malestares incesantes. Con el costado triste, áspero, oscuro de la vida se
supone que trabajan el arte y la filosofía, así que nunca dejan de ser
sospechosas aquellas obras impregnadas de alegría o teñidas de optimismo. Este
es el prejuicio que ha operado en mi circunstancia de lector asiduo: hay
ciertas portadas, ciertos títulos y hasta ciertos sellos editoriales a los que
no me acerco porque sospecho en ellos el pecado de la autoayuda. Es, insisto, un
prejuicio y, como tal, un posicionamiento terco y al parecer irremediable.
Por lo dicho anteriormente no me ha venido mal Libros alegres, el
más reciente (que no el último) título de Armando González Torres (Ciudad de
México, 1964). Se trata de una colección amplia de apuntes publicados, como
aclara el autor, en el suplemento Laberinto de Milenio. En sus
piezas, el ensayista y poeta nos aproxima reflexiones sobre libros y autores
que no ignoran el flanco penumbroso de la existencia, pero que en sus obras, y
acaso también en sus vidas, han abierto cancha al optimismo, a la alegría, al
placer, a la esperanza, a la fe en ese animal por lo regular decepcionante que es el ser
humano.
González Torres observa que los libros convocados en su recorrido “conminan
a cultivar la mesura emocional y el equilibro intelectual frente a las inercias
nihilistas”, que “ejercen un efecto inmediato y lenitivo en el estado de ánimo
y uno emerge de su lectura con una perspectiva más jovial y una mirada más
brillante. Por eso he decidido compartirlos”.
Libros alegres sirve como menú
de posibilidades para los lectores (como yo) reacios a hincar el ojo en
páginas así remotamente alegres, para que echemos por tierra los clichés y nos adentremos
en textos que usan la inteligencia con el fin de celebrar algún pliegue de la vida. La
nómina de autores y de libros es amplia y por lo tanto irreductible al estrecho
recipiente de una reseña; hay nombres famosos, pero mucho más no tan conocidos,
sobre todo pensadores norteamericanos y europeos, de modo que Libros alegres (El tapiz del unicornio,
México, 2024, 165 pp.) es una elocuente guía de lectura para quien apetezca
acercarse a obras que en vez de anclar en los quebrantos del alma son, o pueden
ser, salvavidas de palabras, herramienta nada desdeñable si consideramos que
todos los signos del presente pueden ser considerados anticipo de calamidades inéditas en la ya
de por sí vapuleada historia de la humanidad.
Armando González Torres, uno de los lectores mexicanos más abarcadores, nos ha regalado en Libros alegres una brújula cuya aguja tiene como norte la luz —la voluntad de, pese a todo, sonreír— y no su lado opuesto.