martes, julio 30, 2024

Crónica sudamericana

 







Nota inicial. No soy de cargar cuaderno de anotaciones, pero me he valido de la herramienta “block de notas” del celular para recoger impresiones que después servirán en la hechura de la crónica. Dado que esto de trepar información a Facebook es un divertimento —de Maribel y mío— y no una obligación, me he dado un cacho de las vacaciones para trabajar en la selección de las palabras y de las fotos. Han pasado dos meses desde que terminó el viaje cuya crónica viene a continuación.

Ciudad de México

Dejamos suelo lagunero el lunes 15 de abril a las 6 de la tarde. Las dos maletas grandes iban retacadas de ropa, libros, revistas y algunas chucherías para regalar, lo justo para no desbordar el peso límite determinado por la línea aérea. Llegamos a la Ciudad de México y nos instalamos en el hotel Marlowe, a media cuadra del barrio chino, en el corazón de la capital. Pese a la temporada baja, el hormiguero de ese rumbo parecía incesante, lleno de burócratas mezclados con turistas. Curiosamente, el lunes de nuestra llegada se había alcanzado una temperatura récord de calor, casi como si nosotros lo hubiéramos arrastrado desde La Laguna. La primera noche de hotel fue atroz: la cama pequeña que nos asignaron y el calor invencible casi no me permitieron dormir. A la mañana siguiente pedí con cara de náufrago un cambio de habitación a cama doble, que por suerte pudimos conseguir. Durante las tres mañanas de la estancia en la capital el calor no dio tregua. Avancé asuntos de trabajo (revisiones y edición) y casi en las noches caminamos los ya conocidos rumbos de la alameda, Bellas Artes, el Zócalo y la Catedral. Comimos tacos, enchiladas, caldos tlalpeños y demás delicias de la gastronomía chilanga. Envié cuatro paquetes con libros y revistas por correo desde el hermoso edificio postal, y vi tres veces a mi hija, quien por su trabajo sólo podía encontrarse conmigo durante las noches. Así los días, salimos el jueves 18 por Avianca hacia Bogotá. El vuelo fue espantoso, incómodo. Probé suerte con esa empresa colombiana, pero sin duda está, en la relación precio-servicio, muy por debajo de Aeroméxico. Los asientos no se reclinan (al menos en la nave que nos llevó a Bogotá) y no dan nada para comer, sino que lo venden como Oxxo aéreo, con el mismo pintoresquismo de VivaAerobús. Fueron poco más de cuatro horas de tortura. Ya en el aeropuerto Eldorado casi perdemos nuestro vuelo de conexión. La razón es simple: aunque el pasajero no salga del aeropuerto pierde mucho tiempo en un filtro de revisión, como si uno no hubiera sido revisado ya en el vuelo de salida. Está bien que en Eldorado revisen a quien entra y a quien sale de allí, pero me parece una grosería que revisen también a quienes van de paso, en tránsito, pues si no confían en la revisión de la ciudad de origen, ¿para qué dejan volar a los recién llegados? Pese a las innecesarias carreras dentro del aeropuerto, llegamos a tiempo para abordar el siguiente avión, el de Bogotá a Santiago de Chile. También por Avianca, fue apenas mínimamente mejor que el anterior.

Santiago de Chile, Ñuñoa, Viña Del Mar, Valparaíso y Concón

Llegamos a la capital chilena al mediodía del 19 de abril, y rápido debí cambiar dólares a pesos chilenos. Como su moneda tiene muchos ceros, el desconcierto inicial es inevitable.

Llegamos con un hambre de caníbales y luego de establecernos en el departamento salimos en busca de cualquier comida. La encontramos en una pollería casi contigua al edificio. El encargado de la tienda se asustó cuando le pedimos medio pollo para cada uno. Nos persuadió de que era suficiente un medio pollo para los dos. Y así fue: el medio pollo era en realidad medio guajolote y venía acompañado por un kilo de hermosas papas a la francesa que devoramos sin mucha elegancia. Luego de esa ingesta urgente, descansamos un poco, pues debíamos prepararnos para mi presentación en la biblioteca pública de Ñuñoa. Ñuñoa es una comuna de la Región de Santiago, y una comuna es algo así como una municipalidad, aunque la verdad todavía no entiendo bien la división administrativa chilena. Llegamos en punto de la hora luego de vivir cierta tensión sobre un taxi que tomó Vicuña Mackenna, luego la larga avenida Irarrázaval y parecía que no llegaba, pues era hora pico, viernes por la noche. Al fin aparecimos en la biblioteca y allí estaban ya Diego Muñoz y Gabriela Aguilera, nuestros anfitriones, además de varios amigos de la corporación Letras de Chile. El diálogo entablado fue muy cordial. Hablé de mi trabajo literario y de libros y autores mexicanos, todo en un ambiente de calidez extraordinaria. Al final, muy cansados ya, Maribel y yo compramos lo básico en un súper para preparar unos sándwiches que también nos supieron a milagro.

A la mañana siguiente, la del sábado 20 de abril, Diego pasó muy temprano por nosotros para viajar a Valparaíso, Viña del Mar y Concón, tres ciudades unidas en la costa del Pacífico chileno. En la carretera pudimos apreciar que la orografía de Chile casi no permite las planicies, y todo es cerros, subidas y bajadas.

Llegamos a Viña y paramos en la Quinta Vergara, espacio en cuyo museo tendría mi segunda presentación, esta sobre literatura negra y literatura a secas. Antes, nuestro anfitrión, Jorge Ramírez de Arellano, del Grupo Cultural Vórtice, nos condujo al anfiteatro (el famoso “Monstro de la Quinta Vergara”) donde se celebra cada año el Festival Internacional de Viña del Mar. Luego, entramos al museo del Palacio Vergara y en uno de sus salones ofrecí mi exposición en diálogo con Diego. Nuevamente el público se mostró muy atento a mis palabras. Al final buscamos un lugar donde comer: lo encontramos en El Faro de los Compadres, un restaurante con vista al aneblado Pacífico. Diego y Maribel despacharon albacora, un pescado al parecer maravilloso, y yo no pude dejar pasar la oportunidad para acceder a uno de los platos favoritos de Neruda: caldillo de congrio (que es una especie de pez anguila, alargado), delicia de la gastronomía marítima de Chile. El regreso a Santiago fue igualmente placentero, pues la conversación con Diego es imposible que se derrumbe en la monotonía. ¿No será de interés saber que su padre homónimo, también escritor, fue compañero de escuela y amigo de Neruda y que el mismo Diego niño conoció y trató al Nobel chileno y a decenas de escritores más?

El domingo se dio nuestro primer día descansado en Santiago. Decidimos ir al estadio La Cisterna de Palestino para ver al equipo local contra la Universidad de Chile, mi querida “U”. No pudimos entrar, el estadio es muy muy muy pequeño y todos los boletos sólo habían sido vendidos por internet. Tampoco fue traumático, rondamos por el entorno del estadio (los grafitis tienen una actitud política muy combativa), compramos algún souvenir y vimos dos escenas en las que los temibles carabineros a caballo perseguían aficionados remisos a quedar fuera del estadio. Mejor fue tomar un taxi y alejarnos. Decidimos entonces ir al Palacio de la Moneda, para las fotos oficiales en el santuario laico del querido presidente Salvador Allende. Caminamos la Alameda, nombre que los chilenos dan a la avenida Libertador Bernardo O’Higgins. Comimos por allí, pizza esta vez, y terminamos con un cafecito y una vuelta a casa con algo de confusión, pues al ver el mapa uno sigue las calles sin saber que en Santiago, ciudad hermosa y cosmopolita, pueden cambiar de nombre de un crucero a otro.

El lunes despertamos otra vez temprano; a las 9 pasaría por nosotros Eduardo Contreras, escritor de novela negra que nos llevaría a la Universidad de Chile, donde yo conversaría con alumnos. Nos recibió la maestra Ximena Vergara, quien amablemente había preparado un amplio abanico de preguntas sobre mi trabajo literario. Dos horas de diálogo con estudiantes se fueron sin notarlo y sin duda fui feliz con el interrogatorio de los jóvenes. Al terminar, optamos por volver al departamento pues por la noche tendríamos una cena organizada para nosotros en el restaurante Las Trancas, frente al parque de Ñuñoa, donde fuimos agasajados por Eduardo Contreras, Cecilia Arancibia, Josefina Muñoz, Max Valdés, Diego Muñoz y Paola Villa, entrañables amigos de la corporación Letras de Chile que días después, en un alarde de generosidad y casi al final del viaje, por cierto, me invistió como primer miembro honorario extranjero de la admirada institución.

Al día siguiente, martes 23, salimos tarde en busca de los recuerditos chilenos. Los hallamos en la Feria Artesanal Santa Lucía, y luego de las compras y tramitar una comida rápida subimos al cerro de Santa Lucía, una edificación portentosa desde la cual es posible admirar la extensión plena de Santiago. Pese a mi rodilla algo maltrecha, ascendí y junto con Maribel gozamos de las vistas disponibles desde aquel laberinto de escaleras y hermosos miradores. Aquí, como en todos los rumbos a los que recalamos, hice práctica de un oficio que estudié y me apasiona sin que haya sido mi profesión, aunque secretamente siempre quise abrazarla: la fotografía, arte que, más allá de la foto ocasional o de la inevitable y precaria autofoto, me permite jugar con el ritmo, la perspectiva y la composición en tercios y zonas áureas, y evitar a toda costa los horizontes caídos, los excesos de aire mal distribuido o los pies amputados por poquito.

Al día siguiente, el noveno de nuestro periplo, trabajamos en casa durante toda la mañana. Pese a la temporada del año, el sol seguía picando, así que salimos hasta que la tarde lo mitigó. Esta vez fuimos al Parque Metropolitano, un inmenso espacio (el cuarto bosque urbano más grande del mundo) que sirve como pulmón de la capital chilena. Allí, subimos por el teleférico a la cresta del Cerro San Cristóbal en cuya cumbre destaca la escultura monumental de la virgen de la Inmaculada Concepción. La vista desde ese punto es periférica, abarcadora de todo el valle santiaguino, urbe más poblada de edificios de lo que yo recordaba, pues había estado allá en 2011.

Al siguiente día fue menos agitado. Era el último en Santiago, y ante la inminencia del viaje decidimos tomar el día con calma. Trabajé todo el día en edición y ya muy tarde erramos para el rumbo del parque Bustamante, donde comimos en uno de los establecimientos ubicados en la avenida Ramón Carnicer. Por allí también compré libros. Apenas oscureció, volvimos a nuestro reducto en la calle Gral. Jofré para preparar maletas.

Agradecidos por la hospitalidad del país, partimos de Chile el viernes 26 de abril, nuestro décimo día de viaje. Tomamos el Cata Internacional, asientos 1 y 2 de la parte alta en un bus de dos pisos para tener una panorámica frontal de la cordillera andina. Poco a poco salimos de Santiago y poco a poco se nos fue revelando el inmenso universo de roca que nos esperaba durante seis o siete horas. El viaje es corto, pero se alarga en función de la sinuosidad del trayecto. Lo que más esperábamos era atravesar el Paso de los Caracoles, un zigzag de 29 curvas cerradas a una altura de más de tres mil metros sobre el nivel del mar. Como el trayecto es lento, pude hacer varias fotos a medida que ascendíamos aquel ir y volver en una de las incontables montañas de Los Andes en el lado todavía chileno. Hizo un día pleno de sol, y gracias a esto pudimos ver todas las tonalidades cordilleranas: ocres, grises, azulados, rojizos, verdosos, púrpuras, amatistas, una paleta apabullante de matices bajo el azul intenso del cielo. Llegamos a Mendoza cuando comenzaba a anochecer, y allí comenzó la segunda parte de nuestro viaje sudamericano de 2024.

Mendoza

En la capital argentina del vino fuimos recibidos, en contraste, por el verdor incansable de sus calles. Era otoño, pero el inusitado sistema de acequias que en red abarca toda la ciudad, mantiene incólumes las arboledas. Nos hospedamos frente al parque principal mendocino. Caminamos por su noche, hambrientos, y en la peatonal Sarmiento encontramos una gran oferta de platillos. Elegimos unas exquisitas milanesas de ternera acompañadas con “fideos”, lo que para nosotros son espaguetis.

Al día siguiente comenzamos tarde la visita a las cuatro plazas equidistantes de la principal. Lo hicimos caminando, así que sólo pudimos con tres. Recalamos en el Mercado Central, un lugar bello y limpio donde encontramos un negocio llamado El Mercadete, donde insumimos una parrillada de lujo y una cantidad excesiva de malbec. Allí conocimos y conversamos largamente con Barbie y Carlos, mendocinos radicados en Puerto Madryn, a donde, así como así, nos invitaron en un viaje próximo.

El domingo recorrimos el bosque San Martín. Había un maratón, lo vimos un momento y continuamos con una visita al lago. Luego comimos bifes. En la noche nos recibió en su casa, con su familia, nuestro amigo Leandro Hidalgo, escritor. Además de empanadas, nos regaló con un malbec espectacular de la marca Alegoría.

Pasamos el lunes en el armado de maletas y en trabajo en casa, y sólo salimos a comer pizza y a preparar la salida de Mendoza. Viajamos toda la madrugada a Buenos Aires, donde seguí con mi trabajo de edición. Caminamos un poco en los rumbos clásicos de la Avenida de Mayo. Era de algún modo una pausa en el viaje, y nos hospedamos en las inmediaciones de Monserrat, no lejos de la Casa Rosada, donde el primero de mayo, por cierto, pudimos ver el aparato represivo para disuadir la manifestación de los trabajadores, pues en este momento —la absurda presidencia de Milei— la manifestación y la protesta públicas son allá delitos que de entrada merecen gas, balas de goma y macanazos.

Colonia del Sacramento y Montevideo

El jueves 2 partimos de Buenos Aires a Colonia del Sacramento, en Uruguay. Lo hicimos en el ferry de la empresa Colonia Express. Hacía frío, pero eso no impidió que saliéramos a la borda para ver desde allí el avance por el Río de la Plata. Llegamos a Colonia al mediodía, y allí pasaríamos una tarde casi completa. Visitamos el rumbo antiguo de la ciudad, en donde, pese a mi rodilla, ascendimos al faro que es su símbolo. De allí partimos el día 3 a Montevideo, en bus. Lo hicimos por el sur del Uruguay, bordeando el lado charrúa del Río de la Plata. Al llegar a la capital nos hospedamos en el Palacio Salvo, quizá el edificio más famoso de la capital uruguaya, un espacio lleno de leyendas que provocaron en Maribel —y en mí no— el gusto de convivir con fantasmas. Primero tuvimos dos días soleados, y entre otros lugares, erramos por la peatonal Sarandí, por la Rambla, fuimos al Café Brasilero (reducto archiconocido porque allí concurría —casi vivía— Eduardo Galeano) y por el mercado de la calle Tristán Narvaja, donde en un restaurante llamado Lo de Molina dialogamos con el brillante escritor y cantautor uruguayo Martín Palacio Gamboa, con quien discurrimos sobre literatura, música y política hasta llegar al intercambio de libros; con él recuerdo un detalle que me pareció significativo de la hermandad latinoamericana: al hablar con mutuo elogio sobre el dueto treintaitresino Los Olimareños, mencionamos a Braulio López y Pepe Guerra, esto el 5 de mayo en Montevideo; pues bien, el 13 de junio, un mes después, murió allá Guerra, lo que me llevó a pensar en el sincero homenaje binacional que le tributamos en el café de la calle Tristán Narvaja. Los dos días finales en el Uruguay fueron grises, onettianos, plenos de una neblina que al mirar por nuestra ventana del piso 14 anulaba la anchura del Río de la Plata. No pude no pensar que estaba en la ciudad del gran Mario Benedetti, escritor que puebla con su rostro los grafitis de muchas paredes montevideanas, y también en la ciudad de Zitarrosa, uno de mis ídolos de siempre, a cuya Fundación fui aunque estuviera cerrada.

Buenos Aires

Volvimos a Buenos Aires el martes 7 ya muy tarde, otra vez en el ferry de Colonia Express. Llegamos cansadísimos, y esta vez nos hospedamos en un edificio del barrio Caballito, cerca del parque Centenario. Hicimos la compra de los víveres para el consumo diario y así pasó el día 8, en el acomodo. El 9 participé en la Jornada de Minificción de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Me sentí muy buen recibido por un público que, pese al paro nacional de labores de ese día, hizo una entrada numerosa a la Sala Julio Cortázar, donde se dio la reunión organizada por Raúl Brasca y Martín Gardella. En las mesas participaron escritores como Luisa Valenzuela, Ana María Shua, Laura Nicastro, Leo Mercado, Claudia Cortalezzi y Dina Grijalva (mexicana). La cena colectiva se celebró en el restaurante Juana de Oro, cerca de la Feria, en el barrio de Palermo.

Los días siguientes tuvieron menos agitación. Fuimos un sábado al estadio Francisco Urbano, del Partido de Morón, para ver, con Fabián Vique, Jorge Figueroa y Ezequiel Gerace, un juego de la liga de ascenso. Tuvimos invitaciones a cuatro programas de radio (con Daniel Ovín, Ezequiel Gerace, Víctor Hugo Morales y Celia Carnovale, en este orden), una cena con Laura Nicastro y su esposo Quique Ruslender, un asado dominical en casa de la escritora Celina Aste y su esposo Maxi, una comida también dominical en casa de Andrea Burucua (donde además estaban Figueroa, Vique, Carlos Dariel y José Luis Bulacio) y otra comida en casa de Víctor Hugo Morales y Beatriz de Nava, su esposa, con quienes también fuimos a comer a La Dorita de Palermo (donde por cierto nos topamos con Ricardo Darín, en una anécdota que merece relato aparte); en la noche fuimos también con Beatriz y Víctor Hugo al teatro Trilce para ver la puesta de Luz de gas y allí mismo cenar, pues el Trilce tiene restaurante. Además de todo esto y más, pude charlar en distintos cafés con amigos como Enrique Medina y Ricardo Ragendorfer, y extrañé no poder saludar a Giselle Aronson, Fernando Veríssimo, Sandra Bianchi y Rodolfo Chisleanschi, José Juan Zapata y Jessica Jaramillo, Mario Berardi, Javier Ramponelli, Hugo Alejandro Gómez y Alejandro Dolina. Como dijo Favio: otra vez será.

La vitalidad cultural de Buenos Aires nos permitió ver varias obras de teatro, ir tres veces al cine Goumont (amenazado como tantas otras instituciones por el actual gobierno de allá) y comprar libros sobre todo entre los maravillosos bouquinistas del parque Centenario, donde también visitamos el museo de Ciencias Naturales y fuimos público del concierto de tango ofrecido por el Quinteto La Grela, con cuyo magnífico violinista, Diego Tejedor, quedamos de amigos.

Fue un viaje, pues, productivo en todo sentido, pues conjugó literatura, trabajo, vida cultural, amistad y setenta libros en tres países a los que queremos mucho: Chile, Uruguay y Argentina, a los cuales, por supuesto, siempre estaremos volviendo troileanamente en el recuerdo y quizá, por qué no, en un futuro no distante, de nuevo en la realidad de carne y hueso.