sábado, octubre 30, 2021

Acequias 85 en circulación




















Acequias
, revista de la Universidad Iberoamericana Torreón, deambula ya en su ejemplar 85. Su contenido es de acceso gratuito y puede ser leído en la web de la Ibero Torreón. También hay ejemplares físicos en El Astillero Librería y en la propia Ibero. Su editorial resume el contenido de esta manera: La llegada del otoño trajo consigo la vuelta de nuestra comunidad universitaria a las instalaciones del plantel. La seguridad sanitaria, por supuesto, ha sido una prioridad en el regreso, y es de reconocer el cuidado que todas las autoridades tanto de la Ibero Torreón como municipales, estatales y federales han puesto para que el retorno sea seguro. Asimismo, estudiantes, docentes y personal administrativo se han sumado con solidaria disciplina a los procedimientos que sin duda seguirán garantizando un regreso sin riesgos al trabajo en la modalidad presencial.

En este nuevo número de Acequias, el 85, incluimos el discurso de toma de posesión de Juan Luis Hernández Avendaño como primer laico en la rectoría de la Ibero Torreón. Luego del fructífero rectorado del maestro Guillermo Prieto Salinas, SJ, la nueva cabeza de nuestra universidad asumió en su primera alocución el compromiso de trabajar por un desempeño académico enlazado con la realidad en la cual se inscribe nuestra institución: “En tiempos donde el discurso dominante es que no se puede cambiar nada que desmoviliza y desmoraliza, hay muchos proyectos que dicen lo contrario, proyectos de defensa de territorio, del agua, de soberanía alimentaria, del trabajo digno, del cuidado de la casa común, de la reconstrucción del tejido social, entre otros muchos”, expresó el nuevo rector.

Cuatro ensayos de distintas disciplinas pueblan las páginas de este ejemplar de Acequias. De educación, preparado por la maestra Zaide P. Seáñez; de lucha por las víctimas de la desaparición, del maestro Francisco Rodríguez; de historia, los abordajes de Saúl Rosales y Jaime Muñoz, quienes se han preocupado por no pasar por alto el 500 aniversario de la Caída de Tenochtitlan; sobre redes sociales, del escritor Miguel Báez Durán, quien observa la necesidad de administrar mejor, o dejar, las nuevas herramientas para el vagabundeo digital; de antropología, de la maestra Laura Elena Parra, un recorrido sobre la tradición del “cabo de año”.

Por último, una muiniciosa reseña del escritor Daniel Lomas sobre el poeta argentino Carlos Dariel, quien hace dos años estuvo en La Laguna. Se suman a esta lista dos entrevistas sobre derechos humanos preparadas por Aitana Muñoz y Mariangel Siller, alumna y exalumna, respectivamente, de la carrera de Psicología en la Ibero Torreón.

Sin más, que esta salida de Acequias les sea grata y provechosa.

miércoles, octubre 27, 2021

La "a" de Rulfo

 







Puse en la voz de Julio Sosa el tango “Che papusa, oí”, escrito por mi ídolo Enrique Cadícamo, y reparé en el verso “de parla afranchutada” (que habla con estilo francés). El adjetivo deriva, claro, del verbo “afranchutar”, que a su vez proviene de “franchute”, deformación algo peyorativa de “francés”. La observación de esa palabra me llevó a recordar “¡Diles que no me maten!”, el famoso cuento de Rulfo, pues allí usa al menos cuatro palabras con esa “a” inicial que en ocasiones sirve para pasar de sustantivo a verbo y en otras como (o casi como) énfasis expresivo.

En efecto, en aquel relato Rulfo escribió “afusilarme” (fusilar), “apaciguarse” (quedar en paz), “arrastrado” (ser llevado a rastras), “arrinconado” (quedar en un rincón) y el extraño verbo “arrebiatado”, que no alcanzo a definir con precisión, pues la Academia señala que “rebiatar” es “Atar por el rabo”, pero en este caso no concuerda con el sentido que le dio el narrador jalisciense: “Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto”.

La “a” de Rulfo, como prefijo, está presente, pensé luego, en muchas palabras que se convirtieron en verbos muy útiles: “atravesar” (pasar a través), “acobardar” (incurrir en cobardía), “acariciar” (prodigar caricias), “acomplejar” (adquirir complejos), “atormentar” (dar o sentir tormento) y muchas más.

El recurso parece ser en varios casos un rasgo del habla popular, tanto que no se puede saber (al menos yo no lo sé) el sentido preciso de la palabra base. Entiendo, claro, verbos como “alivianar” (hacer más liviano),  “apendejar” (que es atontarse o atontar), “acomedir” (mostrar comedimiento), “arrejuntar” (juntar, en este caso las parejas sin que medie contrato civil o religioso), “ajusticiar” (hacer “justicia”), “agandallar” (tomar algo como gandalla, robarlo), "agüitar" (entristecerse, tener "cuitas", o también aburrirse) “acabalar” (acabar), “acuclillar” (ponerse en cuclillas), “arrempujar” (empujar), “apoquinar” (cooperar sobre todo con dinero, poner “un poco”) y más.

Hay, también, algunos enigmáticos: “arrecholar”, “amachinar”, “alebrestar”, “atarantar”, todos igualmente expresivos, no por nada los usamos tanto en la conversación diaria.


sábado, octubre 23, 2021

Un Redactario para todos

 











Comienzo este apunte sobre Redactario, libro cuyo tema es la enseñanza de la escritura, con una referencia al arte musical, ya que escribir y hacer música, aunque son dos actividades distintas, apuntan de cierto modo al mismo fin. Hace algunos años descubrí en YouTube una entrevista a Alfredo Kraus, gran cantante clásico español, tenor ligero; pueden encontrarla como “Alfredo Kraus habla de técnica vocal”. Toda su explicación es notable, pero, desde que la vi, no olvido su última respuesta, la que empieza más o menos en el minuto 22. Allí, el maestro Kraus hace un resumen de lo que lleva comentado en aquel diálogo y observa que cantar supone el dominio de muchas pericias, como cuidar la respiración, la colocación de las vocales, la gestualidad, la memoria de la letra, la dicción, el control del cuerpo… parece demasiado al mismo tiempo, de ahí que, enfatiza el maestro, quien desee aprender canto debe ser, en primer término, paciente, y trabajar mucho.

En efecto, el canto es un oficio complejo, demandante de muchas destrezas que deben actuar al alimón, y aunque su teoría puede ser explicada en líneas muy generales y más o menos asequibles, lo difícil es cristalizarla en la práctica, introyectarla de manera que parezca natural, no aprendida. Y casi como el canto es la escritura: para escribir bien, es decir, para redactar como es debido, con claridad e incluso con belleza, es menester hacerse de numerosas pericias, saber ortografía, de entrada, pero esto es apenas lo primero; seguiría tener nociones de gramática, ampliar el vocabulario, quizá un poco de etimología, mucho sentido de la lógica, “oído” si se quiere imprimir musicalidad a las frases, conocimiento de los tropos, ubicación de los géneros literarios y periodísticos (ya que cada molde prefigura un registro) y por supuesto un mínimo dominio del tema para no proferir banalidades. Escribir, en suma, tampoco es una actividad de ejecución sencilla.

Por esta razón es siempre agradecible la confección de manuales o compendios para el aprendizaje de la escritura como Redactario (Océano, México, 2021.336 pp.), el nuevo libro de Eric Araya. Oriundo de Antofagasta, en el norte chileno, Araya es comunicólogo especializado en lengua escrita y análisis lingüístico. Tiene cerca de veinte años dedicado a la edición y corrección de estilo, traducción e investigación del lenguaje pragmático y literario. Es también maestro, entre otras materias, de gramática, retórica, narrativa, poesía y ensayo. Desde 2006 vive en México, específicamente en Torreón, así que ya podemos considerarlo lagunero.

Redactario, libro hermano de Abecé de redacción (Océano, 2010) urdido por el mismo autor, lleva un subtítulo que anticipa el contenido: Sencillas recetas para redactar con soltura y distinción. En efecto, Eric Araya ha reunido 33 recetas (no por nada casi son la misma palabra redactario y recetario) encaminadas a socorrer redactores no sólo primerizos, pues otros escribidores un poco menos rezagados, entre los que me cuento, podrán encontrar de mucha utilidad el menú temático dispuesto por el filólogo de Chile radicado en La Laguna. El libro, por esto, es amplio y enjundioso en el sentido que da la RAE a esta palabra en su segunda acepción: “sustancioso, importante”. En las “recetas” de Redactario, como en un libro de cocina, no bastan los ingredientes, y por ello son acompañados por cuantiosos ejemplos que equivalen al “modo de hacerlo” habitual en los recetarios. Muchos de los ejemplos, además, fueron transcritos de obras importantes, de suerte que resulta imposible reprochar falta de autoridad.

Este nuevo título de Eric Araya es, como él lo advierte en las páginas liminares, un extenso curso sobre las malicias que debe adquirir todo aquel que aspire a redactar con claridad/calidad. El procedimiento en cada receta es similar, y esto produce la sensación de orden en un tema (la redacción) que por su naturaleza tiende a dispersar el pensamiento. ¿Por dónde comenzar la enseñanza de la redacción, con qué receta? El autor ha tenido forzosamente que establecer un orden, una especie de plano en el que se ven 33 colonias, todas ubicadas en la misma ciudad, afines en diferente grado, pero también distintas. De esta manera evita que el arte de escribir sea un laberinto —lo que parece ser a simple vista—, sino un espacio con zonas bien delimitadas.

Asimismo, este Redactario ha evitado el lenguaje técnico, pues su lector meta de momento no lo necesita. Si apela a uno que otro término especializado, es básico para designar tal o cual fenómeno, nunca para oscurecerlo o por pedantería. Pienso, por citar un solo caso, en la “coma explicativa”. La llama también “coma paréntesis” o “coma incidental”. Mencionadas así, estas comas pueden ser de difícil digestión para el redactor recién iniciado, pero el autor pasa rápido a la explicación y de inmediato a los ejemplos. La teoría, entonces, importa aquí menos que la práctica, así que la concatenación de temas y subtemas se engarza con abundancia de ejemplos correctos e incorrectos, e incluso con cuadros que sintetizan gráficamente lo tratado.

Y a propósito de cuadros y otros sistemas gráficos, Redactario es un portento de trabajo editorial, quizá una parte no muy visible de estos manuales, pero fundamental para alcanzar el objetivo de enseñar. Me refiero al cuidadoso manejo de redondas, cursivas, versalitas, negritas, cuadros, cabezas de descanso, notas en punto menor, sangrados y demás que dan al libro la eficacia anunciada en su propósito: ser un curso. Quiero suponer que, en este punto, el autor trabajó en apretada coordinación con los diseñadores, pues es imposible que un libro de este tipo se organice formalmente solo, nomás dejando caer el Word sobre la caja impresa.

He dejando al final una opinión íntima sobre la enseñanza de la redacción, o más bien sobre su eficacia. Desde hace mucho tiempo no soy muy optimista al respecto, y más bien sospecho que desde el exterior de esta enseñanza se piensa que es posible aprender a redactar con claridad y hasta belleza mediante clases y manuales. La respuesta que tengo vacila entre creer que es posible y creer que no lo es. Quizá es una perogrullada lo que diré, pero siento que la diferencia entre aprender a redactar y no aprender, como en todo lo complejo y aun en lo simple, está en la voluntad. Si la persona lo desea con alguna mínima convicción, si en su “proyecto de vida”, como dicen, está escribir con decoro, no hay obstáculo que impida tal fin. Si no, si escribir correctamente no es siquiera un minúsculo apetito, las clases y los manuales están de sobra.

Ahora bien, para las personas con interés por redactar con pulcritud, este Redactario es, desde ya, una herramienta estupenda porque quien lo articuló sabe bien, demasiado bien de lo que escribe y ha comprendido en la práctica académica que la única manera de ingresar en los misterios de la escritura es develándolos, mostrando que detrás de cada oración simple o complicada se esconde un mecanismo con engranes, pernos y resortes. Ese mecanismo, esos engranes, esos pernos, esos resortes están profusa y diáfanamente organizados en el curso de las páginas que al lector con voluntad, no al lector indiferente, podrán orientarlo hacia la arquitectura de textos en los que sonría la claridad del pensamiento y quizá, por qué no imaginarlo así, de la belleza.

Felicito a Eric Araya por la edificación de este valioso libro.

Nota. Texto leído en la presentación de Redactario celebrada en el atrio de Cimaco Cuatro Caminos. Participamos el autor y yo.

miércoles, octubre 20, 2021

Opaca urbe

 











Ya van llegando diciembre y sus posadas, se va acercando ya también la navidad, y como habrá cambio de gobierno en Torreón se me ocurre escribir una columna-carta a Santoclós. Sería muy larga, llena de peticiones viables y guajiras, pero aquí no tengo espacio para tanto. Anoto pues sólo el primer ítem: ¿sería mucho solicitar que pinten la cordonería y las rayas de los carriles en las arterias más congestionadas de la ciudad?

No soy urbanólogo, pero tengo ojos, así que, como cualquiera, puedo ver ciertos detalles de la urbe y enmendarlos en la mente. Hace un mes, para acabarla de amolar, fui a la Feria del Libro cuya sede está en Arteaga, al lado de Saltillo, y vi por enésima ocasión lo que es meter plata a una ciudad. Ya sabemos que acá llega el billete a cuentagotas, que jamás tendremos periféricos o pasos a desnivel de primer mundo, sino tramos y elevaciones agrietados, boludos, parchados y con baches que resucitan a la primera llovidita. No, no me hace ilusión ese aspecto citadino porque ya es imposible tenerlo, sino algo mucho más simple, casi una delicadeza que apenas daría un pellizco al presupuesto de obras públicas: que las rayas y la cordonería luzcan pintadas, las rayas de blanco y la cordonería de amarillo.

Advertí que casi es un capricho cosmético, pero en el fondo no lo es tanto, sino una necesidad que incide en dos costados de la realidad: por un lado, tener delimitados los carriles ayuda a conducir con más seguridad; por otro, se añade un mínimo de buen aspecto a las zonas viales. Ahora bien, como esto no se da en muchos espacios de la ciudad, se maneja allí con elevado riesgo y con el agravante de que todo luce horrible.

Cierto que hay lugares adecentados, como la zona que mencioné hace poco entre el desnivel del periférico y la colonia San Luciano, que siguen mejorando para que los ciudadanos que viven hacia el rumbo del TSM tengan un recorrido como el que merece su clase social y su buen gusto, pero hay otros como el bulevar Revolución entre la UTT y Soriana Fundadores, tramo donde ninguna raya es confiable y muchas empiezan en un punto y terminan mezclándose con las aledañas. Ayudarían mucho unas latas de pintura por allá.


sábado, octubre 16, 2021

Influencers para chicos y grandes








Entre las muchas profesiones aparecidas tras la invención de las redes sociales hay una que destaca por su brillo y su importancia: la de influencer. Nosotros, los rucos provenientes de la era de las cavernas, jamás tuvimos tales paradigmas, de modo que nuestro sueño fue ser futbolistas, pilotos, cantantes, modelos, y ya luego la vida nos ubicó en actividades imprevisibles y grises, convencionales. Hoy, gracias al torrencial intercambio de información suscitado en y por las redes, se ha abierto la posibilidad de ser famoso y rico al unísono gracias a la chamba todavía algo indefinible de influencer. ¿Y qué jale es este? Consiste básicamente, según he visto, en crear mucho “contenido” (las comillas son imprescindibles) atractivo para algún sector de la población dispuesto a convertirse en destinatario habitual, en receptor de los mensajes y casi por añadidura en fan/auspiciador de tal o cual personaje.

Casi todas los tópicos de interés público han sido cubiertos. Hay influencers de chismes, moda, deportes, cocina, cine, sexo, viajes, tecnología, todos de diferentes calidades discursivas y desenvoltura ante las cámaras. Los niños y los jóvenes suelen ser sus principales adictos, y la veneración del público llega al grado de convertir a los influencers en seres sobrenaturales, dueños de verdades casi netafísicas. Hasta hace poco pensé por esto que los influencers sólo podían tener punch ante personas de corta edad, pero ayer, por un video, supe de un caso que me pasmó: el de un tipo ya verdolagón que es considerado (no sé si decir autoconsiderado) influencer y por ello se dedica a dictar, valga el lujoso verbo, conferencias sobre éxito financiero o algo así. En el video de marras (jamás había usado esta horrible locución adverbial adorada por el periodismo añejo: de marras) el sujeto pontifica frente a un público adulto y de repente arremete a vituperios contra un mesero que andaba por allí.

Como digo, no me asombró que un influencer muestre un perfil de superioridad idiota e incluso no me asombra que el público celebre frases minusvalorativas, ya que hoy es muy común encontrar personas que en cualquier medio a su alcance manifiestan odio o rechazo a la pobreza en todas sus variantes (aporofobia, la llaman desde hace dos décadas). Lo que más me asombró fue ver, no sin tristeza, que la concurrencia estaba constituida por adultos acaso no muy viejos, pero adultos, la mayoría hombres. ¿En serio hay admiradores de influencers mayores de veinte años? Pues sí, lamentablemente sí. Esa escoria actual de las redes sociales, los influencers, no perdona sexo, clase social, interés temático y ahora edad. Ya no es necesario ser niño o adolescente para caer seducido por tarambanas y pagar por oír sus vacuidades en un salón de conferencias.

miércoles, octubre 13, 2021

La pasión según Cepillín

 









A Marcos le decían Cepillín, claro, porque era alto, flaco y cabezón. Los rulos negros y abundantes en la testa le daban un aire de palmera nocturna o jirafa con peluca, y aunque no tenía la complexión ideal de futbolista, su pasión más honda, su devoción más profunda era el deporte de las patadas y los goles. Pero no exactamente el futbol, hay que aclarar, sino un equipo de futbol, los Potros de Hierro del Atlante, equipo que desde hace varios años se desenvolvía en la liga de ascenso, lejos, muy lejos de sus antiguas glorias en la primera división.

El Cepillín—justo es acotar que el artículo “el” era parte de su apodo— solía discutir en las mesas de cantina con amigos igualmente futboleros. Como siempre, él quedaba un poco al margen de los debates, arrecholado en su condición de fanático un poco intruso: todos discutían sobre equipos de primera división, todos manifestaban su parcialidad hacia el América, Guadalajara, Cruz Azul, Tigres, Pumas…, todos tenían un favorito en el gran escenario de nuestro futbol. Sólo El Cepillín no. Él tenía el alma pintada de azulgrana, era atlantista hasta la médula, así que en las conversaciones quedaba siempre al margen, lo quisiera o no. Una vez se atrevió a criticar duro al América frente a un americanista: “Tú cállate, tú le vas al Atlante, no seas ridículo”.

Aquel día llegó a su casa un poco ebrio y con la púa clavada en el espíritu: era fanático de un equipo ya casi olvidado, un equipo que tenía años sin codearse con escuadras de primera. Ni sin alguna lágrima derramada en la soledad de su habitación, decidió cambiar. “Desde mañana, adiós al Atlante. Le iré a otro equipo”, pensó. De inmediato juntó sus cinco playeras del Atlante, los tres banderines y el balón con el escudo de los Potros, salió al patio y, radical, encendió una fogata donde incineró su pasión. “Desde mañana soy americanista”, se dijo convencido, y durmió.

El americanismo en El Cepillín duró lo que dura una madrugada, pues temprano, apenas abrió sus enrojecidos ojos, pensó en la pira y en la humeante promesa de la noche anterior. Se talló los ojos, bostezó, se rascó un poco las bolas y entonces dijo, se dijo: “Tú cállate, tú le vas al Atlante, no seas ridículo”.

sábado, octubre 09, 2021

Jugar con un soneto



I
No recuerdo cómo ni por qué ni dónde, pero hace varios años alguien me invitó a colaborar en el número especial de una revista que abordaría el tema de la lucha libre. Fue al cuarto para las doce, muy a la carrera, así que no tuve margen de maniobra para preparar un artículo de verse, algo amplio y digno de mi experiencia como luchalibrófilo con al menos cuatro décadas fielmente consagradas a tal enajenación. En apenas un día de chance lo único que pude armar fue un pastiche (“El pastiche es una técnica utilizada en literatura y otras artes, consistente en la imitación de diversos textos, estilos o autores en una misma obra”, nos aclara la vituperada Wikipedia).
Pasa esto. No escribo poesía ni soy su más voraz lector, pero muchos de los poemas que he leído me rondan en la cabeza, regresan a mí de manera muy extraña, a propósito de cualquier frase o palabra. La poesía que más retengo en la memoria es, por ello, la tradicional, con metro y rima. Así pues, voy por la calle o estoy tirado en la cama y aparece un verso conocido, lo repito en la mente y de inmediato juego con él, le doy vueltas, le cambio palabras y logro otro efecto semántico sin deformar la sonoridad original. Algo así, que a veces es difícil explicar los barroquismos de la cochambrosa mente humana.
El caso es que, con el apuro de escribir algo sobre lucha libre, me saltó un verso famoso, el del soneto anónimo “A Cristo crucificado”. Se lo han atribuido, en sesudos estudios de esos que los españoles urden sobre todos los temas de su tradición literaria, a Juan de Ávila, Miguel de Guevara, Teresa de Ávila e incluso a los santos Francisco Javier e Ignacio de Loyola. Vayan ustedes a saber. Pero la autoría es lo de menos; lo de más es que se trata, sin respingo ninguno de mi parte, de una verdadera obra maestra de la sonetística mundial. Es tal vez, incluso y si me apuran un poco, el mejor soneto escrito en castellano. Conmueven su fuerza, su música y la hondura de su sentido, y todo eso está más allá, sospecho, de que creamos en lo que nos enuncia. Este es el soneto, la perfección hecha palabra en español:

Soneto a Cristo crucificado
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

II
Pues bien, en aquel momento del que les platico me llegó a la cabeza, solito, sin pedirlo, el “No me mueve, mi Dios, para quererte”, y a partir de allí se derramó el juego. Parece una insolencia, pero debemos recordar que en literatura se valen estas cascaritas sin más mérito que el que les queramos achacar. Es un homenaje aunque algunos puedan creer que se trata de una grosería. Va ya, sin más rollo, este lúdico elogio para el famoso soneto y para El Enmascarado de Plata (el epígrafe es una payasada adicional):

Santo de mi devoción
(soneto en superlibre)

¡Lucha, lucha, lucha, no dejes de luchar
por una lucha libre divertida y popular!


No me mueve, mi as, para aplaudirte
la lucha que me tienes prometida,
ni me mueve la burla tan temida
para dejar por eso de seguirte.

Tú me mueves, oh rey, muéveme el verte
luchando en ese ring y adolorido,
muéveme ver tu cuerpo tan fornido,
muévenme tus candados y tu suerte.

Muéveme, en fin, tu ardor, y en tal manera,
que aunque no hubiera lucha, yo te amara
y aunque no hubiera rudos, te temiera.

No tienes que luchar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te aplaudo te aplaudiera.

miércoles, octubre 06, 2021

Ingenio popular sin orillas









No hace mucho tiempo, digamos que quince o veinte años atrás, ciertos creadores todavía diseñaban sus rutinas con la seguridad de poder repetirlas sin freno, como si en cada caso fuera la primera vez que las exponían. Un mago hacía sus trucos, un cómico disparaba sus chistes, un actor soltaba sus monólogos o un conferencista propalaba sus ponencias con la seguridad de que sus futuros públicos recibirían esos productos del ingenio como novedades, no como refritos. Todo fue que las cámaras comenzaran a aparecer por doquier, incorporadas en los celulares, para que las rutinas comenzaran a peligrar: alguien graba al mago o al cómico, lo sube a las redes y si aquello corre con suerte “quema” la futura sorpresa del espectáculo. Las cámaras son un mal de nuestro tiempo en este caso y en muchos otros, qué le podemos hacer, aunque, como ocurre con todas las nuevas tecnologías, también tienen su lado bueno.

Gracias a ubicuidad de las cámaras fotográficas y de video, hoy instaladas en un mismo aparato, y gracias también a la comunicación inmediata y libérrima que suponen las redes sociales, a cada rato recibimos memes, bendiciones, fotos, frases célebres, pornografía y en fin, toda una gama de mensajes que van desde la más ociosa estupidez hasta, a veces, material vagamente valioso al menos para pensar o sonreír.

Recién me llegó, por ejemplo, un pack (así llaman a la tanda de fotos en un mismo envío) con imágenes de negocios provistos de nombres ingeniosos, juegos de palabras cuyo fin es producir dos sentidos en uno gracias sobre todo a la semejanza fonética entre el giro del establecimiento y un personaje popular. Por ejemplo, la lavandería “Clean is Good”, la panadería “Bread Pitt”, la botella de “Miel Gibson”, la “Cantina Turner”, la peluquería “Barber Streisand”, la tienda de ropa “Indiana Jeans”, la huarachería “Chanclón Van Dam”, el empaque de pan “Elvis Cocho”, el gimnasio “Gym Morrison” y varios más.

En este caso no es perjudicial que las cámaras y las redes sociales difundan, y por lo tanto “quemen”, una imagen chistosa o pícara localizada en la vida real. Así la gente no tendrá la inclinación a plagiar y la creatividad seguirá, como hasta hoy, sin tener orillas.

sábado, octubre 02, 2021

Déjame que te explique, limeña




















Conocí a C.E. Feiling (digo, uno de sus libros) en el macedónico reducto de Fabián Vique, cueva sita en Morón, partido del llamado Gran Buenos Aires. Una tarde de 2010 hurgaba en su biblioteca y vi la extraña firma. “¿Y éste?”, le pregunté a Vique mostrándole la gorda edición de Los cuatro elementos (Norma, 2007) que contiene El agua electrizada, Un poeta nacional, El mal menor y el primer tranco de La tierra esmeralda (inconclusa), novelas que junto con el poemario Amor a Roma y poco más, constituyen la obra completa de este escritor nacido en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1961, y muerto muy joven, de leucemia, en 1997, a la corta edad de 37 años. Mi amigo me miró de reojo, casi sin ver, y sólo dijo esto: “Ah, un genio”.
La desenfadada seguridad de la afirmación me llevó a hojear. Unos pocos párrafos después, seducido por la expresividad de la prosa y más por la confianza que tengo en el buen gusto literario de Vique, le pregunté: “¿Y dónde puedo conseguir este librote?”. La segunda respuesta fue mejor que la primera: “Llevátelo, yo luego lo busco por acá”.
En 2011 volví a Buenos Aires y no llevaba en mi lista el libro que de Feiling me faltaba, el de poesía. Pero la suerte es la suerte, y a 15 irrisorios pesos, en un botadero de Corrientes, me topé con otro título del rosarino, con Con toda intención publicado por Sudamericana en 2005. No era necesario, pero al ver su cuarta quedé cabalmente convencido de que debía llevármelo, y lo compré.
Con toda intención es un racimo de artículos/ensayos/apuntes publicados en periódicos y revistas (Página 12, Clarín, La Nación, El País de Montevideo, La Gaceta del FCE…) entre 1988 y 1997. Meses después hinqué el ojo a esas páginas, y la penetrante mirada de C.E. (Carlos Eduardo, Charlie) Feiling coincidió con el elogio que Rodrigo Fresán le dedica en el prólogo: “Lo que sí sé es que cada vez que se me presenta semejante pregunta [¿qué es la inteligencia?] (…) me respondo siempre lo mismo. Me respondo: la inteligencia en Charlie Feiling”.
Fresán no exagera, pues Feiling fue de esos sujetos superdotados para pensar, para pensar en serio, con filo de bisturí. Todo en él fue vertiginoso: licenciado en Letras por la UBA, muy joven ya era allí profesor de Latín y Lingüística, luego de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Nottingham. En 1990 abandonó la vida académica y se dedicó sin descanso, durante siete años, los siete años que le quedaban de vida, a la literatura y el periodismo cultural, con los asombrosos resultados que ya vimos.
He leído —agradado y deslumbrado, o en orden inverso— los textos periodísticos que de Feiling reunieron Gabriela Esquivada (su viuda) y Alfredo Grieco y Bavio. Todos tienen dos huellas: la del prosista que escribe a vuelatecla, y la del genio que siempre encuadra sus afirmaciones desde ángulos, bajita la mano, interesantes.
Con toda intención es un libro inconseguible en México, por eso ni siquiera hice el intento por reseñarlo, además de que lo leí, recuerdo bien, en un mes de profunda agitación laboral. Fue muy extraño lo que se impuso en mi memoria y sé que jamás me abandonará. Abrí la puerta del libro y me recibió un apunte titulado “La canción más linda del mundo”. Feiling confiesa allí su lejanía de la música. Eso no le impide afirmar, para mi asombro, esto: “la música no será nunca mi tema. Sólo mi oído de tapia me autoriza a decir que ‘La flor de la canela’ es la canción más linda del mundo”.
Digo que me asombró no porque no me guste la “La flor de la canela”, pues es una canción inmensa, sino porque uno espera, luego de tan altos antecedentes, que “la canción más linda del mundo” para un tipo como Feiling sea algo más oculto, no tan evidente como una canción latinoamericana (peruana, ya sabemos) popular y entonada en todos lados por cualquier hijo de vecino.
Casi para seguir en el extremismo, el rosarino plantea que lo embruja la interpretación de “un señor apodado ‘Bola de nieve’”, de quien cita una ficha biográfica y hace un elogio que quizá desconcierta, pero conlleva una gran carga de verdad: “Lo que hace Bola de Nieve con ‘La flor de la canela’ va más allá, hay que buscarle un parangón fuera del ámbito de la música popular (…) Bola de Nieve corre a través de ‘La flor de la canela’ a toda velocidad. En un momento, el piano y la voz se separan, tocan temas distintos: entonces sabemos de la hermosura, y desde entonces cualquier otra versión del tema de Chabuca Granda nos hace recordar a un músico cubano, gordo y negro, llamado Ignacio Villa”.
El video de You Tube es muy malo. Supongo que fue entrecortado para editarle anuncios, pero se alcanza a percibir el detalle que destaca Feiling sobre la voz y la música, es decir, cómo en cierto tramo de la interpretación parecen correr por distintas avenidas.
El gusto es misterioso, y no por nada se rompe en géneros. Cada cual tendrá su tema favorito, y cualquier argumento es válido para defender algo que nos llega. A mí, por ejemplo, que me gustan tantas canciones, tantas letras, tantas formas de asumirlas con la garganta, si me preguntan en este momento cuál es la canción más linda del mundo, diré que “Mi destino fue quererte”, del saltillense Felipe Valdés Leal, en la voz de Flor Silvestre. Pero precisaría: no es a mi modesto juicio la canción más linda del mundo, pero sí la más triste. En fin, cada quien sus gustos y sus ratos.