A Marcos le decían Cepillín, claro, porque era alto,
flaco y cabezón. Los rulos negros y abundantes en la testa le daban un aire de
palmera nocturna o jirafa con peluca, y aunque no tenía la complexión ideal de
futbolista, su pasión más honda, su devoción más profunda era el deporte de las
patadas y los goles. Pero no exactamente el futbol, hay que aclarar, sino un
equipo de futbol, los Potros de Hierro del Atlante, equipo que desde hace varios
años se desenvolvía en la liga de ascenso, lejos, muy lejos de sus antiguas glorias
en la primera división.
El Cepillín—justo es acotar que el artículo “el” era
parte de su apodo— solía discutir en las mesas de cantina con amigos igualmente
futboleros. Como siempre, él quedaba un poco al margen de los debates,
arrecholado en su condición de fanático un poco intruso: todos discutían sobre
equipos de primera división, todos manifestaban su parcialidad hacia el
América, Guadalajara, Cruz Azul, Tigres, Pumas…, todos tenían un favorito en el
gran escenario de nuestro futbol. Sólo El Cepillín no. Él tenía el alma pintada
de azulgrana, era atlantista hasta la médula, así que en las conversaciones
quedaba siempre al margen, lo quisiera o no. Una vez se atrevió a criticar duro
al América frente a un americanista: “Tú cállate, tú le vas al Atlante, no seas
ridículo”.
Aquel día llegó a su casa un poco ebrio y con la púa
clavada en el espíritu: era fanático de un equipo ya casi olvidado, un equipo
que tenía años sin codearse con escuadras de primera. Ni sin alguna lágrima
derramada en la soledad de su habitación, decidió cambiar. “Desde mañana, adiós
al Atlante. Le iré a otro equipo”, pensó. De inmediato juntó sus cinco playeras
del Atlante, los tres banderines y el balón con el escudo de los Potros, salió
al patio y, radical, encendió una fogata donde incineró su pasión. “Desde
mañana soy americanista”, se dijo convencido, y durmió.
El americanismo en El Cepillín duró lo que dura una madrugada, pues temprano, apenas abrió sus enrojecidos ojos, pensó en la pira y en la humeante promesa de la noche anterior. Se talló los ojos, bostezó, se rascó un poco las bolas y entonces dijo, se dijo: “Tú cállate, tú le vas al Atlante, no seas ridículo”.