Comienzo
este apunte sobre Redactario, libro cuyo
tema es la enseñanza de la escritura, con una referencia al arte musical, ya
que escribir y hacer música, aunque son dos actividades distintas, apuntan de cierto
modo al mismo fin. Hace algunos años descubrí en YouTube una entrevista a Alfredo
Kraus, gran cantante clásico español, tenor ligero; pueden
encontrarla como “Alfredo Kraus habla de técnica vocal”. Toda su explicación es
notable, pero, desde que la vi, no olvido su última respuesta, la que empieza
más o menos en el minuto 22. Allí, el maestro Kraus hace un resumen de lo que lleva
comentado en aquel diálogo y observa que cantar supone el dominio de muchas
pericias, como cuidar la respiración, la colocación de las vocales, la
gestualidad, la memoria de la letra, la dicción, el control del cuerpo… parece
demasiado al mismo tiempo, de ahí que, enfatiza el maestro, quien desee
aprender canto debe ser, en primer término, paciente, y trabajar mucho.
En
efecto, el canto es un oficio complejo, demandante de muchas destrezas que
deben actuar al alimón, y aunque su teoría puede ser explicada en líneas muy
generales y más o menos asequibles, lo difícil es cristalizarla en la práctica,
introyectarla de manera que parezca natural, no aprendida. Y casi como el canto
es la escritura: para escribir bien, es decir, para redactar como es debido,
con claridad e incluso con belleza, es menester hacerse de numerosas pericias,
saber ortografía, de entrada, pero esto es apenas lo primero; seguiría tener
nociones de gramática, ampliar el vocabulario, quizá un poco de etimología, mucho
sentido de la lógica, “oído” si se quiere imprimir musicalidad a las frases, conocimiento
de los tropos, ubicación de los géneros literarios y periodísticos (ya que cada
molde prefigura un registro) y por supuesto un mínimo dominio del tema para no proferir
banalidades. Escribir, en suma, tampoco es una actividad de ejecución sencilla.
Por
esta razón es siempre agradecible la confección de manuales o compendios para
el aprendizaje de la escritura como Redactario
(Océano, México, 2021.336 pp.), el nuevo libro de Eric Araya. Oriundo de
Antofagasta, en el norte chileno, Araya es comunicólogo especializado en lengua
escrita y análisis lingüístico. Tiene cerca de veinte años dedicado a la
edición y corrección de estilo, traducción e investigación del lenguaje
pragmático y literario. Es también maestro, entre otras materias, de gramática,
retórica, narrativa, poesía y ensayo. Desde 2006 vive en México,
específicamente en Torreón, así que ya podemos considerarlo lagunero.
Redactario,
libro hermano de Abecé de redacción
(Océano, 2010) urdido por el mismo autor, lleva un subtítulo que anticipa el
contenido: Sencillas recetas para
redactar con soltura y distinción. En efecto, Eric Araya ha reunido 33
recetas (no por nada casi son la misma palabra redactario y recetario) encaminadas
a socorrer redactores no sólo primerizos, pues otros escribidores un poco menos
rezagados, entre los que me cuento, podrán encontrar de mucha utilidad el menú
temático dispuesto por el filólogo de Chile radicado en La Laguna. El libro,
por esto, es amplio y enjundioso en el sentido que da la RAE a esta palabra en
su segunda acepción: “sustancioso, importante”. En las “recetas” de Redactario, como en un libro de cocina,
no bastan los ingredientes, y por ello son acompañados por cuantiosos ejemplos
que equivalen al “modo de hacerlo” habitual en los recetarios. Muchos de los
ejemplos, además, fueron transcritos de obras importantes, de suerte que
resulta imposible reprochar falta de autoridad.
Este
nuevo título de Eric Araya es, como él lo advierte en las páginas liminares, un
extenso curso sobre las malicias que debe adquirir todo aquel que aspire a
redactar con claridad/calidad. El procedimiento en cada receta es similar, y
esto produce la sensación de orden en un tema (la redacción) que por su
naturaleza tiende a dispersar el pensamiento. ¿Por dónde comenzar la enseñanza
de la redacción, con qué receta? El autor ha tenido forzosamente que establecer
un orden, una especie de plano en el que se ven 33 colonias, todas ubicadas en
la misma ciudad, afines en diferente grado, pero también distintas. De esta
manera evita que el arte de escribir sea un laberinto —lo que parece ser a
simple vista—, sino un espacio con zonas bien delimitadas.
Asimismo,
este Redactario ha evitado el
lenguaje técnico, pues su lector meta de momento no lo necesita. Si apela a uno
que otro término especializado, es básico para designar tal o cual fenómeno,
nunca para oscurecerlo o por pedantería. Pienso, por citar un solo caso, en la “coma
explicativa”. La llama también “coma paréntesis” o “coma incidental”. Mencionadas
así, estas comas pueden ser de difícil digestión para el redactor recién
iniciado, pero el autor pasa rápido a la explicación y de inmediato a los
ejemplos. La teoría, entonces, importa aquí menos que la práctica, así que la
concatenación de temas y subtemas se engarza con abundancia de ejemplos
correctos e incorrectos, e incluso con cuadros que sintetizan gráficamente lo
tratado.
Y
a propósito de cuadros y otros sistemas gráficos, Redactario es un portento de trabajo editorial, quizá una parte no
muy visible de estos manuales, pero fundamental para alcanzar el objetivo de
enseñar. Me refiero al cuidadoso manejo de redondas, cursivas, versalitas,
negritas, cuadros, cabezas de descanso, notas en punto menor, sangrados y demás
que dan al libro la eficacia anunciada en su propósito: ser un curso. Quiero
suponer que, en este punto, el autor trabajó en apretada coordinación con los
diseñadores, pues es imposible que un libro de este tipo se organice
formalmente solo, nomás dejando caer el Word sobre la caja impresa.
He
dejando al final una opinión íntima sobre la enseñanza de la redacción, o más
bien sobre su eficacia. Desde hace mucho tiempo no soy muy optimista al
respecto, y más bien sospecho que desde el exterior de esta enseñanza se piensa
que es posible aprender a redactar con claridad y hasta belleza mediante clases
y manuales. La respuesta que tengo vacila entre creer que es posible y creer
que no lo es. Quizá es una perogrullada lo que diré, pero siento que la
diferencia entre aprender a redactar y no aprender, como en todo lo complejo y
aun en lo simple, está en la voluntad. Si la persona lo desea con alguna mínima
convicción, si en su “proyecto de vida”, como dicen, está escribir con decoro,
no hay obstáculo que impida tal fin. Si no, si escribir correctamente no es
siquiera un minúsculo apetito, las clases y los manuales están de sobra.
Ahora
bien, para las personas con interés por redactar con pulcritud, este Redactario es, desde ya, una herramienta
estupenda porque quien lo articuló sabe bien, demasiado bien de lo que escribe
y ha comprendido en la práctica académica que la única manera de ingresar en
los misterios de la escritura es develándolos, mostrando que detrás de cada oración
simple o complicada se esconde un mecanismo con engranes, pernos y resortes.
Ese mecanismo, esos engranes, esos pernos, esos resortes están profusa y
diáfanamente organizados en el curso de las páginas que al lector con voluntad,
no al lector indiferente, podrán orientarlo hacia la arquitectura de textos en
los que sonría la claridad del pensamiento y quizá, por qué no imaginarlo así,
de la belleza.
Felicito a Eric Araya por la edificación de este valioso libro.
Nota. Texto leído en la presentación de Redactario celebrada en el atrio de Cimaco Cuatro Caminos. Participamos el autor y yo.