Si
una bibliomanía juzgo bienvenida, esa es la bibliomanía ejercida al modo de
José Luis Martínez (Atoyac, Jalisco, 1918-Ciudad de México, 2007). No la del
enamorado de los libros que, sin ser del todo censurable, es más bien una de
las mil maneras del coleccionismo, de la acumulación por el solo orgullo de
poseer, en este caso libros. Aunque en algún punto cercana a la anterior, la
otra posibilidad busca trascender la superficialidad de la mera tenencia
bibliográfica por las utilidades intelectuales de un repositorio bien nutrido.
JLM fue, entre los eruditos mexicanos, un hombre que acumuló cientos de libros
cuyo fin no fue ornamental ni retentivo, sino generador de más conocimiento; es
decir, su acervo acusó propósito de fábrica y no nomás de bodega.
Espigo
la anterior idea sobre el afán libresco de JLM a partir de mi visita a La
biblioteca de mi padre (Conaculta, 2010, Ciudad de México, 107 pp.),
testimonio escrito por Rodrigo Martínez Baracs, hijo del gran ensayista
atoyaquense. En las páginas de esta memoria filial, Rodrigo Martínez describe
con minucia lo que promete su título, así que de un jalón recorremos setenta
años de incansable búsqueda, clasificación, lectura y divulgación bibliográfica,
la emprendida por el quizá y sin quizá principal conocedor de la literatura
mexicana del siglo XX. Al final, y sobre esto no parece haber acuerdo en el
mismo libro, JLM reunió en su casa de Rosseau 53, en la capital de nuestro
país, poco más de 50 mil títulos.
Además
de los paratextos introductorios y apendiculares (uno de ellos de Consuelo
Sáizar), La biblioteca de mi padre contiene nueve capítulos. En ellos
aborda “La formación de la biblioteca”, “Los grandes fondos”, “Historia”, “Arte
y libros de formato mayor”, “Enciclopedias, diccionarios y libros de consulta”,
“Filosofía”, “Estudios literarios y filológicos”, “Revistas y suplementos
culturales”, “Ciencias y educación” y “Cocina”. A partir de tal índice ya
podemos hacernos una idea de la biblioteca de aquel padre, un corpus que convirtió
a JLM en una institución metida en el cuerpo de un ser humano elegante y
generoso. Además de la descripción textual, Martínez Baracs añade algunas fotos
de las habitaciones de la casa que al final no tuvo pared virgen, pues todas
fueron usadas para empotrar anaqueles.
Casi
idénticas son dos frases que campean en el libro: “mi padre” y “la
biblioteca de mi padre”. No podía ser de otra manera, pues con la primera entra
a cada acción de su progenitor en virtud del trabajo intelectual por él
acometido (“Mi padre empezó a comprar libros sistémicamente a los 18 años en Guadalajara…”) , y con la segunda ingresa
a cada recoveco del repositorio instalado en la propia casa de los Martínez (“la
biblioteca de mi padre incluye todo lo más importante que se editó y publicó
sobre el tema [prehispánico] en los siglos XIX y XX”).
Cuenta el autor que JLM comenzó también muy joven con la pesquisa y resguardo de
hemerografía. Para ganarse la vida, fue funcionario público en varias
ocasiones, algunas de ellas como embajador. Para mí, su cargo más recordado y
ceñido a su vocación será el de director del FCE, que asumió de 1977 a 1982.
Allí prosiguió la benemérita labor editorial del Fondo, y entre sus mayores
logros se incluye la creación de la serie facsimilar de las Revistas
Literarias Mexicanas Modernas cuyos originales fueron tomados del
repositorio preservado por el propio director. Esta serie, para mí, es un
tesoro.
Su
hijo cuenta en el primer tramo del libro cómo y dónde su padre armó la
biblioteca. Por supuesto, mucho de bibliómano había en él, pues hurgaba en
catálogos, rastreaba en librerías de viejo, se suscribía a colecciones y
compraba revistas y suplementos con rigurosa disciplina. La amistad y el
contacto con escritores y editores le permitió recibir novedades, y en algunos
casos los viajes facilitaron la consecución de más títulos raros o
inconseguibles en México. Algunos, por cierto, no pudo tenerlos por lo
estratosférico del costo.
Martínez
Baracs explica que no sólo era reunir y llevar a casa. Luego de conseguir un
libro, seguía la labor de ubicarlo en el sitio temático adecuado y a ritmo
sostenido escribir los estudios que fraguó con rigor de inverstigador celoso
del dato exacto y la aguda observación. Las disciplinas que lo apasionaron no
fueron pocas: literatura mexicana desde el periodo previrreinal hasta el
presente, historia, arte, lengua y estudios literarios, filosofía, antropología,
entre otras.
El
recorrido es, inevitablemente, un compendio de nombres propios famosos y no
tanto. Escritores, editores, libreros, funcionarios remotos y cercanos en el
tiempo y el espacio aparecen aquí en virtud de los libros a ellos vinculados. Describe
su obsesión en la búsqueda de títulos para tener todo al menos en lo concerniente a sus intereses temáticos. El orden, la invasión de la casa, el intercambio,
las compras, la autorización para que otros usaran la biblioteca, los robos de
los que fue víctima, el rastreo en los viajes, las fotocopias cuando tal o cual
libro no estaba a su alcance... una máquina, pues, de reunir, organizar y
estudiar papeles para generar, a partir de esa labor hercúlea, trabajos que hoy
constituyen parte de lo más valioso que tiene la cultura mexicana. Si ya en sí
misma la configuración de la biblioteca-monstro era un gran servicio al país,
JLM lo complementó con la hechura de sus libros, de ahí que la suya no fue una colección
de bon vivant, egoísta, sino el motor de un trabajo cuyo fin estaba en
la gestación de una obra inteligente y útil para los demás. La biblioteca de
mi padre comparte algunas anécdotas, como ésta: en una ocasión Agustín Yáñez
visitó a su paisano y amigo JLM, vio dos de sus libros primerizos y simplemente
los tomó y se los llevó, “pues no quería que se leyeran ni que nadie los tuviera”.
También contiene, para bien, la buena noticia de que la biblioteca no terminó
despedazada en Donceles, sino adquirida por el gobierno mexicano para su
resguardo, ampliación y consulta.
El paseo por estas páginas motiva en automático una reflexión sobre la tenencia de miles de libros. ¿Para qué?, se preguntarán quienes ven esto como una incomodidad. Tienen razón, es una incomodidad, pues los libros pesan, ocupan mucho espacio, se empolvan, demandan más cuidados que un jardín y, cuando son muchísimos, fuerzan la radicación fija de su dueño, dado que el embalaje y la mudanza son pavorosos. Sin embargo, aunque en escala amateur y en la casi Nada editorial que es La Laguna, entiendo el tipo de lucha que obsesionó a JLM: hay escritores que además de amar al libro como objeto, desean abarcar cuanto sea posible el rizoma de sus intereses. Por eso la ramificación, por eso el fervor de cruzado para llegar a la utopía de conquistar todo el conocimiento. Al igual que cualquier otra utopía, la del saber absoluto es imposible de consumar. Esto no fue obstáculo para el maestro JLM, como ya pudimos atisbarlo gracias a la crónica de su hijo.