La
primera edición data de 1991; la segunda, de 2014. Ignoro si entre una y otra
hubo cambios sustanciales o si la segunda recoge exactamente el mismo contenido
en un nuevo diseño tipográfico y demás. La duda no es tan ociosa, pues entre
ambas fechas se dio la masificación global de una innovación que cambió todo:
internet, el uso del mail y, algo después, más o menos a partir de 2005, la
aparición de las adictivas redes sociales.
Así
pues, Carlos Monsiváis escribió el epitafio del género epistolar cuando el
correo electrónico estaba a punto de revivirlo. No lo hizo del mismo modo que
en las cartas de papel, pues el correo digital añadió el rasgo de la inmediatez
en la correspondencia, pero el hecho cierto es que volvieron a cruzarse amplias
cartas de todo tipo entre interlocutores que asimismo volvieron a soportar en
la escritura sus necesidades, sus tratos a distancia. El teléfono fijo y el
celular (también recién popularizado al arranque de los noventa) podían
sustituir al mail, pero eran servicios todavía caros, así que la gente escribió
cartas, muchas cartas electrónicas al final del siglo pasado y principios del
presente.
Como
digo, todo se precipitó con la llegada de internet. Aparecieron los chats, los
mensajitos de SMS, los foros, los blogs. En menos de diez años, la computadora
y el celular (para llamar) cundieron en el mundo, y aún faltaba la llegada del smartphone que combinó la computadora,
el celular, la cámara fotográfica y el reproductor de audio, y que poco a poco incorporó
la vida entera gracias a la invención de miles de aplicaciones.
Monsiváis
alcanzó a ver esto. Poco antes, en 1991, había dado por hecho que la
correspondencia estaba muerta, de ahí que publicara El género epistolar. Un homenaje a modo de carta abierta
(Conaculta-Miguel Ángel Porrúa, 2014, 103 pp.). Nació en 1939 y murió en 2010,
así que la segunda edición es póstuma. Insisto en que no sé si tuvo algún
retoque, aunque supongo que no, pues aquí en nada se detuvo a escudriñar las
formas del diálogo a distancia surgidas tras la aparición de internet.
Contrapone el teléfono convencional, fijo, a la carta de papel, y en el momento
de escribir su réquiem por la carta tuvo razón: el género epistolar en papel ya
estaba dando sus últimos suspiros.
La
necrológica escrita por el famoso autor de Escenas
de pudor y liviandad sirve entonces, más que nada, para recordarnos el
valor que tuvo la carta física sobre todo en el siglo XIX y buena parte del
XX. Se divide en cinco capítulos, y en ellos, además de lucir su prosa siempre
barroca y zumbona, Monsiváis acude a la cita in extenso como recurso metodológico para probar sus afirmaciones.
Destaca que la carta de papel sirvió no sólo para comunicar a los distanciados,
sino para expresar de una forma específica, espesa de giros literarios, lo que
se decía de otra manera en el diálogo directo. Los ejemplos que cita son
elocuentes: las cartas amorosas, en su cursilería desbordada, son la evidencia
de que la combinación distancia+papel+escritura provocaba que los
corresponsales dejaran fluir un torrente metafórico imposible de poner en
práctica dentro de la conversación cara a cara. Trae incluso el caso de una
especie de manual para elaborar Cartas de
amor, del cual comparte esta cumbre de lo que hoy juzgaríamos como discurso
grotesco tanto escrito como oral:
“Bienamado mío: ¿Crees que yo pueda arrancarte alguna vez del pensamiento mío? Ya nunca te podré alejar de mi alma porque tú has sido en mi vida estrofa y luz.
Toda
mi existencia era un dulce arrobo porque esperaba el milagro de tu presencia y
ese anhelo vertió ansiedad en mi corazón.
Marché
a tu encuentro como una alucinada y rompí el hechizo de la soledad del alma. Tu
vida y la mía se encontraron como dos ríos lejanos en un abrazo que solamente
el infortunio podría deshacer”.
Monsiváis
recuerda que fueron mujeres las principales usuarias del género epistolar, dado
que, si en la realidad se les reprimía, la carta era un espacio en el que
podían expresarse y derramar sin freno su subjetividad, sobre todo la vinculada
a sus pasiones amorosas. Asimismo, como en el siglo XIX comenzó el auge de los
viajes por el mundo pero todavía sin cámaras fotográficas a la mano, no fue
extraño que la correspondencia sirviera como medio para compartir los asombros
provocados por el exotismo de las tierras visitadas y la alteridad cultural.
Otro
objetivo de la carta, dice el autor, era guiñar el ojo al futuro. Se escribían
para el espacio privado, pero no muy en el fondo en los corresponsales latía el
deseo de que las palabras fueran leídas públicamente en la posteridad. En este
sentido, la carta y el diario personal caminaron tomados de la mano durante
varias décadas, aunque el diario no tuvo tanto éxito entre nosotros. Este
género pariente de la carta, el diario, llegó incluso a convertirse en un
formato reconocible en libros con y sin ficción (hasta muy entrado el
siglo XX se escribieron novelas que simulaban ser diarios, como La tregua, de 1960).
El género de epistolar es, por lo dicho, un libro adecuado para recordarnos que alguna vez la escritura postal tuvo como imperativo el esmero y hasta el preciosismo literario, rasgos que el bajo costo, la facilidad y la inmediatez de la comunicación actual —piénsese en WhatsApp— ha sepultado.