En estos días de centenario de la Decena Trágica me ha reaparecido
a cada rato la imagen de Victoriano Huerta. Creo entender por qué: su expresión
torva y lo que hizo con ella es, a mi modesto juicio, uno de los actos más
viles —o el más vil— que registre nuestra historia ya de por sí espesa de
acciones miserables. Pero en Huerta mirando desde sus quevedos oscuros o claros
noto una maldad cercana a lo diabólico, aunque sé que lo juzgo así no tanto a
partir del estereotipo de militar pétreo que tenía, sino por lo que luego, en
fechas como ésta pero de hace cien años, ejecutó para echar al suelo el primer
conato democrático del siglo XX mexicano.
Pues bien, hoy, en el sopor de la siesta, me aparecieron
como fugaz pesadilla o postpesadilla cuatro endecasílabos, una especie de
definición muy adjetivada de lo que siento por nuestro más célebre usurpador. El primer
sorprendido fui yo —quién más podría ser—, ya que no es común que me
sobrevuelen versos medidos, sino ideas en prosa, relatos, opiniones, crónicas
de lo que sea.
Antes de que la estrofa se escapara, encendí la computadora y la anoté, le apliqué un par de enmiendas y quedó así. Su valor, si alguno
tiene, creo que está más en la anécdota que acabo de contar que en los versos
en sí. Digamos que es la manifestación pesadillesca de un odio que en verdad sí
guardo, sea cual sea el formato literario que yo use para repudiarlo, por aquel criminal histórico. Van
los endecasílabos.
Sigue aquí, ruin, oculto
tras la puerta
mirando con temible
rostro duro
ese tipo cloacal de gesto
oscuro
esa sierpe mendaz, el
traidor Huerta.