Entre muchos otros,
Facebook tiene un dispositivo que diariamente recuerda a cada usuario sus
antiguas apariciones en esa red social.
Si uno subió una foto hace dos años, cualquier día de estos la telaraña
de Zuckerberg nos la trae a cuento con la intención de que la relancemos. Facebook descubrió entonces que nos gusta recordar, que en el
pasado encontramos motivos suficientes para reafirmar lo que somos.
Así como Facebook, mi
mente se atarea en recuerdos que detonan caprichosamente, al azar de cualquier
estímulo. Algunos me alegran, la mayoría no, pero no elijo ni los unos ni los
otros. Lo que hacen es llegar sin aviso, instalarse en mi conciencia y
permitirme la proyección íntima de viejas películas vividas en carne propia.
Ayer, por ejemplo, vi en línea la portada de un libro español que de inmediato
provocó un bullidero de recuerdos hasta llegar particularmente a uno. El libro
era una bella edición de El gallo de oro,
el famoso relato de Rulfo que a la postre fue convertido en film. La primera
versión, homónima, tuvo a Ignacio López Tarso y a Lucha Villa como
protagonistas; la segunda, titulada El
imperio de la fortuna, a Ernesto Gómez Cruz y a la hermosa Blanca Guerra.
Ver esa portada me recordó el centenario de Rulfo, y tras recordar eso recordé
que hace 28 años, cuando Pedro Páramo
cumplió cuarenta de vida, decidí escribir algo sobre el habla en el campo
lagunero.
Ya en aquellos años —yo
tenía como treinta— la agenda periodística me la imponía solo, así que decidí
emprender un recorrido por nuestro ámbito rural con el fin de platicar con
ejidatarios viejos. En mi Caribe tomé el rumbo de Gómez Palacio hacia El
Compás. Antes, mucho antes de llegar a mi destino, cambié de planes, me detuve
en una ranchería cualquiera donde vi a un viejo sentado en un tronco convertido
en banca. Le expliqué mi difuso propósito periodístico y accedió a conversar.
Sólo me pidió un favor: “Vamos a mi cantina”, dijo. Lo seguí unos cincuenta
metros hacia un cuarto de adobe aledaño a una parcela con sorgo, quitó un
candado y vi que la cantina era en realidad esa bodeguita de adobe. En el
interior estaban tirados algunos arreos de labranza y una hielera antigua de
Carta Blanca, de aquellas que tenían tapas corredizas de lámina galvanizada. Movió
una de las hojas y vi que en un lago de agua quizá fresca nadaban cinco
botellas de caguama. El viejo sacó una para mí y otra para él. No había vasos.
Luego salimos del cuarto y nos sentamos en unas endebles sillas de alambrón.
Creo que conversamos como tres o cuatro horas, y entre cerveza y moscas el
viejo me iluminó con el mejor español campirano de La Laguna. No recuerdo su
nombre, pero cada que pienso en Rulfo no es extraño que derive en mi alma aquel
personaje de Pedro Páramo con el que
conversé caguamas mediante.