Una conversación con mi hija derivó
en el tema del futbol durante la infancia. Claro que quise ser jugador
profesional, hija, le respondí. Todos los que alguna vez fatigamos canchas en
la niñez/adolescencia sentimos el deseo de vestir un uniforme consagrado.
Quien, ya adulto, diga lo contrario, miente o no jugó futbol. Yo sí jugué, ergo
quise llegar a la Primera División.
La historia de mi renuncia a ese anhelo
tiene que ver, creo, con una mañana sabatina de 1978 o 79. Antes de ese día yo
había jugado mucho futbol en la calle, en la cancha de básquet de la escuela y
en canchas de tierra, casi todas de Gómez Palacio y Ciudad Lerdo. Tenía como
quince años, entrenaba lo suficiente y no me sentía tan malo, pues tenía
técnica, decorosa gambeta, visión de campo y buena ubicación, aunque no le
pegaba fuerte a la pelota, no era muy veloz ni era rudo. Me consideraba —la
autoestima puede ser muy dadivosa a esa edad— un mediocampista con talento, con
toque, un enlace entre defensas y delanteros. Luego, cuando vi a Zidene y a
Riquelme, creí que yo creía ser como ellos. Pero no era así, como lo supe
brutalmente en la vivencia que relato.
Aquella mañana del 78 o 79 mi
equipo de la secundaría jugaría un partido en el agreste campo aledaño al IMSS
de Gómez Palacio. Ese campo atroz, irregular y con abundante piedrecilla de
río, estaba exactamente donde años después se instaló el supermercado Casa Ley.
Mi equipo era solvente, teníamos buenos jugadores y yo era titular, como se
dice, “indicutible”. Recuerdo que nuestro centro delantero era Héctor Macías,
un chico de Lerdo a quien no olvido porque jugaba de maravilla, anotaba muchos
goles, era rápido y preciso en sus disparos, la mejor de nuestras armas. El partico
comenzó y fue en ese momento cuando recibí un golpe de realidad.
En el equipo contrario, del que no
recuerdo nada, ni su nombre, alineaba un joven de mi edad. Era espigado
tirándole a flaco, no muy alto, veloz y correoso, de pelito cortado a lo escolar,
con raya al lado. Jugaba en la media pero muy adelantado, casi como eje de ataque.
Lo peculiar era su mando. Como Maradona, exigía que todos le dieran el balón y
se molestaba cuando sus compañeros decidían soltar la pelota a otro compañero.
Su liderazgo era evidente, gritaba, indicaba, dirigía todo, casi quería jugar
solo. Cada que le llegaba un balón, lo recibía perfectamente, levantaba la
cabeza, y si era necesario gambetear, gambeteaba; si era necesario pasar,
pasaba; si era necesario tirar, sacaba disparos hermosos. Todo lo hacía bien y
a una velocidad asombrosa. Por mi posición de medio, tuve la mala suerte de
toparme contra él en varias jugadas. En todas lo vi pasar como quien ve pasar
fantasmas, en todas me sacaba un eterno segundo de ventaja, en todas pensaba
más rápido y en todas elegía bien la siguiente jugada. No iba el minuto veinte
del primer tiempo cuando yo ya lo consideraba un extraterrestre, un jugador que
estaba a años luz de mi capacidad futbolística, y eso que yo, en teoría, “era
bueno”.
Es innecesario añadir que perdimos
el choque y que quizá para mis compañeros fue un partido más. Para mí no. Para
mí fue el punto de inflexión entre un pasado con ilusiones de llegar a la
primera y un presente en el que estalló esa burbujita inflada con ingenuidad.
Rumbo a mi casa, con mi mochila deportiva en la espalda, caminé pensando que a
la primera división llegaban los jugadores como el flaco, no los que, como yo,
lo deseamos pero no nacimos con las condiciones para lograrlo. Supongo que también
allí, de paso, sin que yo lo supiera, nació mi primera vinculación con estas
cosas de leer y escribir en las que al menos, quiero creer, quizá sí podría
ganarle, esté donde esté, al pinche flaco que me retiró de la Primera División.