Ni echando a volar la
imaginación como el Chicharito era posible anticipar el terremoto político del
domingo 1 de julio. Porque eso fue, una jornada con algo de sacudimiento
telúrico, una especie de sismo cívico que puede marcar un antes y un después en
la historia de México. El “antes” ya lo conocemos, y tiene que ver con un
sistema político que con mil defectos, autoritario y todo, emergió luego de la
Revolución y creó instituciones que ampararon a buena parte de la población
hasta entrar, en los setenta, a una etapa de deterioro que poco a poco fue
precarizando la vida nacional hasta derivar en un sexenio, el de Peña Nieto,
caracterizado por la desigualdad económica, la inseguridad y la corrupción a
escalas inimaginables, las escalas propias del neoloberalismo; el “después”, si
se consuma, tiene un buen principio —la jornada del domingo—, pero es obvio que
es apenas eso, un principio de algo que sólo con responsabilidad, trabajo y
tiempo puede modificar la desoladora realidad que enfrentará el nuevo gobierno.
No será fácil, porque el
hoyo es grande y porque hay inercias que resistirán cualquier conato de cambio.
Sin embargo, el comienzo es una especie de recomienzo, pues ya Fox, en el 2000,
amaneció a su cargo con un capital político que hizo pensar en un futuro
esperanzador. No ocurrió así, fue un fracaso. Los problemas y las inercias
pasaron como aplanadora sobre el inepto guanajuatense y luego hicieron lo
mismo, cada vez peor, sobre Calderón y Peña Nieto. Hoy, AMLO y su partido gozan
de un ímpetu civil parecido al que despertó el foxismo, e incluso más, pues ambas Cámaras,
varias gubernaturas y cientos de alcaldías ya conquistadas deben jalar, en
teoría, hacia el mismo lado, lo que de antemano plantea como inauditos los
pretextos en caso de que los cambios se demoren o no lleguen: el capital
político del Movimiento encabezado por López Obrador se encuentra frente a una
oportunidad que en definitiva se convierta, ahora sí, en una transformación, no
importa si le llaman “cuarta” o no.
Soy, por supuesto, de los
que confían en la posibilidad de que ese cambio ocurra, pero no ignoro que,
pese a los vientos favorables que soplan para el ganador y su partido, el
camino fue tortuoso y requirió de una política de alianzas más o menos indiscriminada
que de antemano supone un problema interno para el futuro presidente. Pero
confío en un cambio real, y quisiera imaginar que todo pueda ceñirse al
espíritu del primer discurso del domingo: no tolerar la corrupción, poner
primero a los pobres, ahorrar e invertir, abatir la inseguridad por la vía del
bienestar y no de las armas... Si eso se cumple, México deberá ser otro en
2024. De eso se trata, y tal fue el mensaje lanzado por el descomunal apoyo del
domingo: de que México sea otro y mejor.