sábado, mayo 28, 2016

Beisbol















Todo comenzó casualmente porque todo comienza casualmente, si nos fijamos bien. Yo había llegado a La Laguna apenas tres semanas antes y estaba en el proceso de adaptación en todos los sentidos: en el cultural, muy sencillo porque aquí la gente es afable y muy fiestera, y en el climatológico, más difícil porque en esta región hace un calor de su puta madre y como vengo de Cuernavaca no estoy acostumbrado. Mi único contacto era César, un primo chilango que de casualidad vino a caer en Torreón también por motivos de trabajo. Él fue quien me consiguió el departamentito en el que vivo. No tiene buen aire acondicionado y cuando estoy en él casi me siento brócoli en vaporera, pues estamos a finales de mayo. Tras llegar del trabajo procuro entonces escaparme un rato, no habitar entre estas paredes que parecen placas de metal al rojo vivo. Descubrí una cantina a dos cuadras, aunque esto no es meritorio pues casi cada esquina de Torreón tiene un bar adecuadamente refrigerado donde tramitan las cervezas más frías del universo. Allá me dirigía cuando llamó César. Que si lo acompañaba al beisbol, dijo. Agregó que iría con su jefe del trabajo. Dudé en aceptar, pues de beisbol no sé nada y me importa un pito, pero César insistió. Entonces accedí y media hora después íbamos en su coche a las inmediaciones del estadio donde nos encontramos con su jefe, un señor sonriente y pelón. Pero eso no era lo importante, sino sus dos hijas veinteañeras, unos cromos, casi dos modelos. Entendí la tirada de César. Lamentablemente quedamos colocados en un orden que me hizo imposible la comunicación con Bianca, como se llamaba la que quedó libre. Era impresionante: encantadora, usaba una gorra con la L bordada del Laguna y celebraba las buenas jugadas del equipo. Bebía cerveza delante de su padre y se mordía un poco la punta de las uñas cuando había tensión en el terreno de juego. Quise caerle a como diera lugar, pero sólo al final del partido pude cruzar dos o tres palabras con ella. Me llamó la atención que hubiera retenido en la cabeza todo el juego, que ante mí lo analizara mientras salíamos del estadio. Nuestro mánager debió ordenar toque de bola para avanzar al corredor, no había out, allí estaba la carrera del empate, dijo. No entendí nada, pero era delicioso escucharla, sentir de cerca su examen del partido, la explicación de la derrota propinada al equipo local, su sincera molestia de fanática. César me dejó en el depa y lo primero que hice fue abrir la computadora y conectarme a internet. Ahora era indispensable aprovechar las noches y aprender, pese al calor, todo lo posible sobre beisbol, mi deporte favorito desde hace aproximadamente media hora.