Todo
comenzó casualmente porque todo comienza casualmente, si nos fijamos bien. Yo
había llegado a La Laguna apenas tres semanas antes y estaba en el proceso de adaptación
en todos los sentidos: en el cultural, muy sencillo porque aquí la gente es
afable y muy fiestera, y en el climatológico, más difícil porque en esta región
hace un calor de su puta madre y como vengo de Cuernavaca no estoy
acostumbrado. Mi único contacto era César, un primo chilango que de casualidad
vino a caer en Torreón también por motivos de trabajo. Él fue quien me
consiguió el departamentito en el que vivo. No tiene buen aire acondicionado y cuando
estoy en él casi me siento brócoli en vaporera, pues estamos a finales de mayo.
Tras llegar del trabajo procuro entonces escaparme un rato, no habitar entre estas
paredes que parecen placas de metal al rojo vivo. Descubrí una cantina a dos
cuadras, aunque esto no es meritorio pues casi cada esquina de Torreón tiene un
bar adecuadamente refrigerado donde tramitan las cervezas más frías del
universo. Allá me dirigía cuando llamó César. Que si lo acompañaba al beisbol,
dijo. Agregó que iría con su jefe del trabajo. Dudé en aceptar, pues de beisbol
no sé nada y me importa un pito, pero César insistió. Entonces accedí y media
hora después íbamos en su coche a las inmediaciones del estadio donde nos
encontramos con su jefe, un señor sonriente y pelón. Pero eso no era lo
importante, sino sus dos hijas veinteañeras, unos cromos, casi dos modelos.
Entendí la tirada de César. Lamentablemente quedamos colocados en un orden que
me hizo imposible la comunicación con Bianca, como se llamaba la que quedó
libre. Era impresionante: encantadora, usaba una gorra con la L bordada del
Laguna y celebraba las buenas jugadas del equipo. Bebía cerveza delante de su
padre y se mordía un poco la punta de las uñas cuando había tensión en el
terreno de juego. Quise caerle a como diera lugar, pero sólo al final del
partido pude cruzar dos o tres palabras con ella. Me llamó la atención que
hubiera retenido en la cabeza todo el juego, que ante mí lo analizara mientras
salíamos del estadio. Nuestro mánager debió ordenar toque de bola para avanzar
al corredor, no había out, allí
estaba la carrera del empate, dijo. No entendí nada, pero era delicioso
escucharla, sentir de cerca su examen del partido, la explicación de la derrota
propinada al equipo local, su sincera molestia de fanática. César me dejó en el
depa y lo primero que hice fue abrir la computadora y conectarme a internet.
Ahora era indispensable aprovechar las noches y aprender, pese al calor, todo
lo posible sobre beisbol, mi deporte favorito desde hace aproximadamente media
hora.