Sentía que había perdido la inspiración, y ya no escribió nada, se
dejó morir como escritor. Sólo a veces, como esa noche, imaginaba historias en
la aridez de su mente, como aquélla del asesino que avanza sigilosamente. Va a
la casa —a la caza— de un tipo al que no conoce. Sólo sabe que es profesor, que
se llama Julio Pastrana y que se involucró con la mujer equivocada. En la
gabardina trae el arma. Hace frío y el viento lo intensifica, lo hace calar
hasta el esqueleto. Piensa en el plan que ha diseñado. Tocará la puerta, el
tipo abrirá y entonces cruzarán un breve diálogo. “¿Es usted Julio Pastrana?”,
preguntará el asesino. Pastrana dirá que sí, desconcertado. En la mano
seguramente tendrá un libro, y también seguramente vestirá ropa cómoda, quizá
una bata de franela, el atuendo ideal para un domingo de invierno. El asesino
le dirá que trae un mensaje, y Pastrana lo hará pasar unos metros sólo para no
mantener libre la entrada del aire helado. Ya dentro, el asesino dirá que no
trae ningún mensaje, que mintió, y de inmediato sacará la pistola con la que
matará a Pastrana. Tras disparar, se pondrá los guantes, saltará el cadáver,
llegará hasta la habitación del profesor y hasta el escritorio ubicado en la biblioteca.
Lo que sigue es simple: revolverá papeles, cargará una cámara fotográfica, un
reloj y dos anillos, lo que haya de valor para simular un robo. Poco después,
cuando ya haya desbaratado lo suficiente el orden de la casa, volverá hacia el cadáver
o lo que el asesino ha creído que es un cadáver, quien ensangrentado lo esperará ya con una pistola lista para ser activada. El asesino no tendrá tiempo para tomar su arma ya oculta en los pliegues de la ropa, pero entonces sucederá algo
extraordinario: Pastrana no conserva fuerza y se derrumbará sin disparar. Ahora
sí, el asesino ganará la calle luego de cerciorarse, por la ventana, que no
pasa un alma. Cuando ya se alejó lo suficiente, reparará en un detalle: si el
muerto no estaba completamente muerto una vez, bien podría no estarlo dos
veces, y lo delatará. Decide regresar para el remate. En el camino se
arrepentirá. No es necesario hacer nada. Recuerda que en efecto es un asesino a
sueldo, pero sin consistencia física, ni siquiera consistencia escrita. Se
trata apenas de un pobre asesino imaginario, de un hombre cuya historia apenas
existe en la agotada mente de un escritor retirado. El asesino reanudará su huida
y por dentro maldecirá al escritor que no lo ha escrito.