A diez metros estaba Nancy
escogiendo sus legumbres, su fruta de la temporada. Omar la miraba con los ojos
casi pegados a la visera, fija la gorra de beisbolista en el cráneo que dejaba
escapar unas patillas cortas y un poco de melena sobre la nuca. Notó que le
seguía gustando, que había ganado kilos, como todos, pero tenía aún ese aire
distinguido que tanto lo maravilló cuando ambos entraron a la escuela de
administración. Habían pasado 25, 30 años, daba lo mismo, era mucho tiempo sin
verla. Quiso abordarla en seguida, sorprenderla con un toquecito en el hombro,
esperar que diera la vuelta y estallara en un gesto de desconcierto y luego una
sonrisa de alegría, de esas sonrisas un poco incrédulas de los reencuentros
inesperados. Omar buscó otro ángulo, simuló que calculaba la madurez de una
sandía mientras ella apretaba levemente la consistencia de unos tomates. La
indecisión de abordarla sin más demora tenía varias razones. La primera era
simple: ¿y si en cualquier momento aparecía el esposo o el novio o lo que
fuera? Omar no quería verse forzado a saludar hipócritamente, a que lo
presentaran como amigo de la universidad y luego dos o tres frases más de
trámite hasta llegar al “bueno, un gusto verte”, de despedida. La segunda razón
era más difusa y se perdía en el recuerdo de un malentendido. Él le ofreció
noviazgo, ella dijo espérame, él se hizo mientras de otra novia y cuando ella
estuvo lista él ya no reaccionó; luego el trabajo fuera de La Laguna y más de
dos décadas sin saber de ella hasta esa mañana en el supermercado. Seguía
linda, cómo no, lo confirmó cuando, a cinco metros y colocado tras una
barricada de papas y de precios fosforescentes, la vio de espalda. Unos jeans
ajustados, bien embutidos, una blusa sobria y la cola de caballo muy juvenil,
pese a la edad. ¿Estaba sola? ¿Tenía hijos? ¿Terminó la carrera? ¿Trabajaba? La
ropa delataba que no le iba mal, y para confirmarlo ahí estaba el carrito bien
cargado de víveres. Logró aproximarse un poco más, mirarla de perfil. La blusa
se levantaba firme en el pecho mientras ella, muy concentrada, calculaba ahora
el punto de los aguacates con sus hermosas manos blancas de siempre. No
aparecía el esposo o el novio, Nancy andaba sola. Había llegado el momento de
abordarla. Omar avanzó cinco pasos y le dio los golpecitos en el hombro. Al
voltear, dijo el nombre mágico como afirmación, no como pregunta: “Nancy”. Ella
dibujó una sonrisa educada: “No, no soy ella, señor”, dijo y siguió con los
aguacates.