Publiqué este comentario hace quince años. No estaba en el blog. La traigo ahora por razón evidente.
La vastedad intelectual de Umberto Eco
no se puede medir con unos cuantos elogios. Arquitecto de una obra literaria y
académica impar, Eco es hoy uno de los autores europeos más reconocidos por la
crítica y, caso asombroso, uno de los más favorecidos por el éxito comercial.
Pocos como él: libro tras libro convalida su tamaño como pensador y libro tras
libro aumenta el número de sus receptores. Calidad (literaria) y cantidad (de lectores)
reúne como pocos este autor nacido en Alessandria, Piamonte, en 1932.
Famoso sobre todo por El nombre de la
rosa, la novela que lo colocó en las crestas de la fama, Eco es, como se
sabe, un autor múltiple; de hecho, este autor es varios autores: hay un Eco
semiota, un Eco literato, un Eco historiador, un Eco lingüista, un Eco
periodista y un Eco etcétera. El penúltimo Eco es el que se manifiesta con toda
su malicia y con todo su humor en el Segundo diario mínimo, racimo de
colaboraciones aportadas a la revista L’Espresso, particularmente a la
sección “La Bustina di Minerva” que desde 1986 es —o era, no sabemos— visitada
por una legión de agradecidos seguidores.
El condimento fundamental del Segundo
diario mínimo es, inevitablemente, el humor. Con humor, con inteligentísimo
humor, Umberto Eco traza sus colaboraciones y sus decodificadores asistimos al
banquete de la risa y la razón. Estos artículos parecen el reposet donde Eco se
calza las pantuflas y se desanuda la corbata, donde deja de ser el erudito de
los Grandes Temas y con su agudeza de siempre reflexiona sobre las minucias de
la vida cotidiana que suelen ser desdeñadas por el mundo académico.
La sola lista de las colaboraciones
parece un muestrario de inquietudes hilarantes: “Cómo sustituir un carnet de
conducir robado”, “Cómo viajar con con salmón”, “Cómo comer en el avión”, “Cómo
no hablar de futbol”... El autor de Obra abierta exhibe facultades
humorísticas raras en un sabelotodo (esto es literal) de su talla, de donde se
puede inferir que los intelectuales no necesariamente son momias ineptas para
la risa. Es prudente advertir que los artículos contienen mucha información que
demanda un contexto italiano, pues el periodismo exige siempre, quiérase o no,
trabajar para un lector inmediato que en este caso es el transeúnte de Milán,
Roma, Nápoles, de Italia toda.
No está de más traer algunos bocadillos;
del artículo “Cómo usar al taxista”, probemos esto:
Si hacéis una carrera entre un taxista
de Frankfurt con un Porsche y un taxista de Río de Janeiro con un Volkswagen
abollado, llega antes el taxista de Río, entre otras cosas porque no se para en
los semáforos. Si lo hiciera, se le acercaría un Volkswagen abollado, montado
por chiquillos que estiran la mano y se os llevan el reloj (...) Por doquier,
para reconocer a un taxista hay un medio infalible. Es una persona que nunca
tiene cambio.
De “Lamentamos rechazar (informes de
lectura para el editor)”, donde Eco juega con el anacronismo e imagina a un
dictaminador —moderno y por tanto mercenario— que juzga obras ya célebres;
veamos la parte donde enjuicia En busca del tiempo perdido y el asma de
Proust:
Es, sin lugar a dudas, una obra que
requiere un esfuerzo: quizá sea demasiado larga, pero si hacemos una serie de pockets
se puede vender.
Sin embargo tal como está no funciona.
Es necesario un vigoroso trabajo de edición: por ejemplo, hay que revisar toda
la puntuación. Los periodos son demasiado trabajosos, hay algunos que necesitan
una página entera. Con un buen trabajo de redacción, que los reduzca al aliento
de dos o tres líneas cada uno, fragmentando más, poniendo punto y aparte más a
menudo, el trabajo mejoraría con toda seguridad.
Si el autor no quisiera, entonces mejor
dejarlo. Así el libro resulta —como diría yo— demasiado asmático.
No falta pues en el Segundo diario
mínimo el buen humor, aunque a veces haya pinceladas del Eco menos
conocido, un Eco que discurre por los laberintos de su nostalgia, un Eco que se
nos aparece juvenil, tan sincero que apenas puede uno creer que quien así
escribe es el autor de Semiótica y filosofía del lenguaje, por citar
sólo un caso de obra densa. En “Cómo comer el helado” Eco destroza el consumismo
con una situación vivida en su niñez, cuando sus padres le negaban cierto
exceso:
Yo, sin embargo, estaba fascinado por
algunos chicos de mi edad cuyos padres les compraban no un helado de cuatro
reales, sino dos cucuruchos de dos reales (...) Ahora, habitante y víctima de
la civilización del consumo y del derroche (como no era la de los años
treinta), entiendo que aquellos seres queridos ya difuntos estaban en lo
justo. Dos helados de dos reales en
lugar de uno de cuatro no eran económicamente un derroche, pero sin duda, lo
eran simbólicamente. Precisamente por eso los deseaba: porque dos halados
sugerían un exceso. Y precisamente por eso se me negaban: porque parecían
indecentes, insulto a la miseria, ostentación de un privilegio ficticio,
jactancioso bienestar. Comían dos halados sólo los niños viciados...
Como la naturaleza, el espíritu también
requiere su cuidado ecológico. De allí la importancia del humor, de la
escritura relajada que en el caso del Segundo diario mínimo refulge y
nos anima a encarar nuestro estrés con una risilla en los labios y con la
certeza de que la comicidad es una de las formas de la inteligencia. Al reír de
sí mismo y del mundo que lo rodea, Eco nos da, quizá sin pretenderlo, una de
sus mejores lecciones. Aprendámosla.