A
los 56 años le ocurrió algo inesperado: el amor. Él, Pedro Ponce, creía que ya
había pasado por esa calle, pues en dos matrimonios hizo tres hijos y siempre
creyó que había querido a fondo, plenamente. No contaba las mujeres anteriores
ni ulteriores a los matrimonios; tampoco las simultáneas, que tuvo si no a
montones, sí aquí y allá, como cualquiera. Por eso cuando comenzó los tratos
con María no supuso lo que ahora era una terquedad. La conoció en el negocio de fotocopias
donde ella trabajaba. Al establecer un nuevo despacho buscó en la cercanía un
punto para hacer las reproducciones de escrituras y contratos, y al hallarlo
justamente a la vuelta de su cuadra encontró a esa mujer de cuarenta o poco
menos, humildemente vestida y algo silenciosa, casi descortés con la clientela.
Al principio, como sucede siempre con ciertas bellezas no muy expuestas, la
pasó por alto. Fue en la segunda o tercera visita cuando reparó en sus ojos, en
su boca, en sus manos blancas y alargadas. Pensó que no pasaba nada, pero en la
madrugada ella se le apareció en el pensamiento. Recordó los ojos, la boca, las
manos blancas e imaginó su pelo, largo, negro y un poco ensortijado, fijo con
una peineta de plástico. Al amanecer, apenas recordó que había pensado en
María, pero no le dio importancia. Dos noches más ocurrió lo mismo: la pensó,
intrigado, inquieto ya de ver a esa mujer en las brumas del sueño. Buscó
entonces un documento y fue a fotocopiarlo sin necesidad, sólo para comprobar
que María no valía tantas evocaciones. Ella lo atendió y él obtuvo una mala
noticia: sí valía la pena. La miró bien y logró conjeturar un cuerpo hermoso
debajo de esa ropa horrenda por modesta y anticuada. María lo atendía como
autómata, sin modificar su gesto. Entonces las madrugadas de Pedro comenzaron a
pesar, a ser invadidas por aquella terca aparición. Sintió algo desconocido,
una obsesión que, supuso, era algo parecido al amor. Así, irremediablemente, la
abordó. Esperó su salida del trabajo y la persiguió de cerca. En otras
cacerías, al asediar a otras mujeres, se había sentido tenso, pero en esta
ocasión fue peor. Sentía que iba a fracasar, algo le indicaba que al menos iba
a ser difícil. La alcanzó, le ofreció un café y ella se negó. El deseo
persistió, y en el segundo intento lo logró. Luego repitieron tres cafés más,
casi tensos. En una oportunidad se le ocurrió cerrarle el paso e intentó un
beso que fue respondido torpemente, sin malicia, y el resultado fe
terrible: a los 56 ha perdido el apetito, no se concentraba en nada y sólo
pensaba en una triste realidad: en la invasión de María.