miércoles, marzo 02, 2016

Miedo













Por eso todos los días había sentido lo mismo. Todos los días de todos los años que tenía trabajando lo acosaba una sensación borrosa, como un miedo lejano, como una incomodidad palpitante en lo profundo de su alma. Era algo que no podía definir, amorfo y velludo como un grano pegado en los muros interiores de su cráneo. Se levantaba puntualmente aunque cada vez más golpeado, con un dolor recurrente en la espalda baja. Orinaba sentado mientras el agua de la regadera comenzaba a salir cálida. El regaderazo era un ensalmo, una pequeña salvación en aquellos primeros minutos del día. Para estirar un poco el goce de la cascada sobre el cuerpo tomaba un espejito pero no servía de mucho, por el vapor, y se afeitaba pues al tacto; luego de cada deslizamiento golpeaba el rastrillo en los azulejos para tumbar los minúsculos pelos incrustados entre las navajitas del Prestobarba. Salía con la sensación de que la vida no era tan mala, se secaba con firmeza y luego se peinaba hasta que quedaba como engominado. Así, relamido y con la toalla anudada a la cintura, caminaba a la cocina. Calentaba agua en la cafetera y de una vez le echaba dos bolsitas de té verde. Le gustaba esperar unos minutos tendido de nuevo en la cama, desnudo ya totalmente, verijón y con las manos anudadas a la nuca. Todo eso —las cuatro paredes, la cama, el agua, el jabón, el rastrillo, la toalla, el desodorante, la cafetera, el té— eran poco pero eran mucho al mismo tiempo, así que se obligaba a sentir que todo era producto de un privilegio mayor: el del trabajo. Ganaba una miseria, pero era suficiente para mantenerse en pie, limpio y alimentado, en un país que él consideraba cada vez más azotado por la decadencia de todo, por la podredumbre de todo. En fin, luego seguía vestir una de las diez o quince camisas, uno de los cinco o seis pantalones de combate y los zapatos de siempre, negros o cafés. Y así, con el portafolios firme en la mano derecha, caminar hacia el coche todavía en proceso de pago, pues iba apenas en el octavo abono, y en el coche escuchar las noticias del día, los comentarios siempre improvisados, los anuncios. Era la rutina, qué más podía hacerse. Luego llegar, estacionarse, marcar la entrada en el reloj e ingresar al cubículo. Lo mismo siempre hasta esta mañana. En vez de que la rutina siguiera su camino, el vigilante le ha indicado que pase al departamento de personal. Sabe para qué es, pues a otros los han echado con idéntico procedimiento. Por eso el miedo, por eso todos los días había sentido lo mismo, lo mismo.