Me había
ido bien y allí mismo, afuerita del bar El Nopal, sentí la obligación de
ayudarlo. Tenía los ojos hinchados, el pelo revuelto y ya había perdido tres
dientes. Los que le quedaban eran grandes y amarillos, y cuando hablaba le
salía una voz cavernosa, triste, una voz como emitida desde el fondo de un
desastre. Era él, ahora de bolero lumpen, casi cuarenta años después de haberlo
conocido. El tatuaje en el brazo —un ojo con tres lagrimitas oscuras— me ayudó
a identificarlo. Era él. Me atreví a preguntarle mientras lustraba mis zapatos.
Usted ya no se acuerda de mí, le dije. Levantó la cara sin dejar de cepillar
uno de mis empeines. No, patrón, la verdad no. El enrojecimiento de sus ojos
mientras miraba hacia arriba y el pelo desgreñado y brilloso por la suciedad le
dieron por un instante cierto aire de divino rostro sin corona de espinas. Bajó
la cara y siguió con su chamba, concentrado ya en el jabón de calabaza. Yo lo
conozco, amigo, le dije. Usted vendía loches. Ah, sí, respondió, de eso
hace un chingatal de años. Pero ya ve, me acuerdo de usted muy bien. Usted se
ponía en la Presidente Carraza y la calle Blanco, en su carrito, agregué para
que tuviera mejor noticia de mi buena memoria. Y recordé más. Él boleaba y yo
le compartía uno de mis mejores recuerdos de la infancia. Ahí voy, con el poco
dinero que había disponible. Me alcanzaba para un lonche de mortadela y al
llegar le pedía, como bocadillo de entrada, las “chichitas” del pan, los picos
que quitan y tiran los loncheros antes de preparar lo que sigue. El tipo me los
daba sin chistar y poco a poco se hizo costumbre: me veía venir y ya tenía
seis, ocho o diez picos de francés, y yo era feliz en ese instante. Así hasta
que salí a estudiar a Durango y así hasta que, sin darme cuenta, el lonchero
desapareció hasta el reencuentro de hoy. Usted siempre me regalaba los piquitos
de pan, remaché. Ah, respondió sin emoción. ¿Y por qué dejó los lonches y ahora
bolea?, pregunté. Me fue mal, amigo. Me gusta tomar. Hago esto sólo para seguir
tomando, ya qué, dijo mientras untaba grasa El Oso al mocasín. ¿Toma aquí en El
Nopal? Sí, dijo. Entonces voy a pedirle un favor. Soy amigo del dueño. Ahora
mismo vamos y le decimos que usted ya jamás pagará aquí sus tragos. Cada vez
que venga, que le abra una cuenta y yo la pagaré. Volvió a mirarme desde su
banquito portátil de bolero. Vi en su mirada que no me creyó, pero yo le
hablaba en serio. Yo le iba a pagar una alegría con otra.