La ruta era alucinante, de pesadilla, una brecha seca en medio del
semidesierto lagunero. El sol caía como soplete, sin piedad sobre la tierra
sólo decorada por arbustos estoicos y uno que otro rocón calizo. ¿Quién abrió ese camino en la
nada? Horacio lo recorría por el asunto de las
fotos. Deseaba llegar a los petroglifos,
hacer las tomas, y volver. Quizá no calculó bien lo que le habían informado:
llevaba cerca de una hora en esa ruta de piedrecilla gris y no aparecía nada,
sólo el panorama de los arbustos a los costados del Renault en movimiento. Una
hora después de conducir comenzó a tener miedo. ¿Iba en realidad hacia los petroglifos? Esos vestigios no eran
muy famosos, se les mencionaba poco en la documentación científica y turística
del norte, y según cierto investigador, realmente un charlatán, representaban
misteriosos ritos, maldiciones de seres sobrenaturales y esas cosas más o menos
exitosas en las publicaciones esotéricas. Horacio sólo quería tomar unas fotos,
no interpretar los signos acuñados hace cientos de años. Tenso ya tras el
volante, adelantaba la cabeza para encontrar el cerrito. Ya está cerca, pensó
para darse ánimos, pero veinte minutos después seguía sin encontrar nada. Tuvo
ganas de orinar y detuvo el coche. Mientras disparaba su chorro en una planta
hirsuta y espinosa, vio que una llanta trasera del Renault estaba muy baja. Fue hacia ella, la
tocó, luego se asomó a la cajuela y vio con alarma que estaba en problemas: su
refacción no tenía aire y, lo peor, no cargó gato ni cruceta. Un desastre. Por instinto
levantó la mirada y observó hacia todos lados: lo mismo, nada. No supo si
regresar o seguir adelante, pues no entendía con exactitud dónde estaba. Se
sintió indefenso. Desenfundó el celular, pero no tenía señal. Decidió seguir y
cinco minutos después halló una especie de cabaña. De allí salió un viejo. Le
compartió su problema y, sin decir palabra, el tipo sacó una cruceta, puso un
gato, quitó la llanta, infló la refacción con una bomba manual y la colocó. No
aceptó paga. Poco después encontró los petroglifos. Hizo las fotos y volvió por
la misma ruta con la sensación de que se había perdido. Ya no vio la cabaña.
Todo había resultado misterioso, mágico y amenazante, en efecto una pesadilla,
pero también —así la interpretó— una advertencia. Lo primero que buscó antes emprender el camino hacia el
cerrito fue lo más práctico y ordinario: una vulka.