Descubrí
este bar por accidente. Salí tarde de la chamba (los encargos del jefe suelen
llegar con absoluta imprudencia) y tomé el bus a toda velocidad. Faltaban cinco
minutos para que comenzara la final y calculé: andarán en el minuto veinte
cuando llegue a casa. Bueno, me resigné. Luego fue suficiente una pestañita en
el asiento para advertir con espanto, al abrir los ojos, que había tomado la
ruta equivocada. En el entronque del bulevar me fui al oeste, en sentido
contrario al de mi casa. Bajé apenas me di cuenta del error. Y allí quedé, en
un barrio desconocido y mugriento. Caminé unas cuadras con apuro. Vi el reloj.
El partido ya comenzó, pensé. Y es la final y juega mi equipo y es el favorito.
No conocía el rumbo, era urgente encontrar a alguien para saber qué camión debía
tomar, y dónde también. Avancé dos cuadras más y parecía adrede: nadie andaba
en la calle. Entonces ocurrió el milagro: en una esquina vi el bar Playa azul
que en la pared lucía un anuncio en cartón fosforescente escrito a mano: “Hoy,
final del futbol en vivo”. Me asomé y estaba casi lleno; sólo una mesa con dos
sillas se abría como posibilidad. Fui hacia ella con el temor de que estuviera
reservada. Me senté y vino un mesero. Me ofreció tres marcas de cerveza. Pedí
una. Iban en el minuto diez, cero a cero. Sentí una alegría redonda, perfecta,
pues ya tenía cerveza y lo mejor: una tele con la final desde el DF. En el
minuto veinte llegó el fulano, un viejo como de sesenta años, correoso, bajo de
estatura y de rasgos esquinados como los de Cousteau el de los documentales marítimos,
aunque en jodido. Todas las mesas estaban ocupadas, pero yo tenía una silla
libre. Me preguntó que si no era molestia, y le respondí que no. Pensé que
movería la silla a otro lado, pero lo que hizo fue sentarse junto a mí. Traía
una cerveza en la mano y no la soltó hasta que el mesero vino a servirnos las
siguientes. Cousteau se me hizo conocido. Yo lo veía de reojo, entre jugada y
jugada de la finalísima. De perfil me pareció muy narigón, como los tiburones.
Pensé que esa comparación era perfecta, por lo acuático. El viejo jamás dijo
palabra, ni volteó a verme, pero fue mi compañero de mesa durante todo el
partido. Sentí que lo había visto en algún lado, pero no supe dónde. Le
recalculé la edad: quizá sesenta y tantos, casi setenta. El partido terminó, el
viejo dijo buenas noches y fue a pagar. Cuando pedí mi cuenta aproveché. “Ah,
quizá se le hizo conocido porque hace cuarenta años mató a dos cristianos en un
ratito. Se hizo famoso en los periódicos. En el bote le pusieron El Tiburón”,
dijo el mesero.