lunes, febrero 22, 2016

Las cáscaras imborrables













Aunque sea casi invisible para los ojos sólo acostumbrados al glamour del profesionalismo, hay una épica en el deporte callejero. El llano ofrece la oportunidad de ver —o mejor: de vivir— aventuras que se quedan en el recuerdo y forman pequeños orgullos colectivos en el barrio, en el ejido, en la escuela, en la empresa. Ya hay, por suerte, cierta literatura preocupada por retener esos instantes, por fantasear con el trabajo deportivo ajeno al pago. El futbol es, claro, como en la realidad, la actividad que más atención literaria ha recibido.
Como ciertos goles o ciertas jugadas, algunos relatos no caen de la memoria fácilmente. Pasan los años y quién sabe por qué extraña razón los recordamos con tanta transparencia que de alguna forma reaparecen, vívidos, proyectados en la pantalla de nuestra imaginación. Yo, por ejemplo, recuerdo con toda claridad el día en el que, echado frente a la tele en la casa todavía materna de Torreón, vi a Maradona tomar la pelota un poco atrás de la media cancha, recibir el pase “de gol” del Negro Enrique, pisarla raspándola en reversa para quitarse la primera marca y cómo, erguido el pecho, flotando en zigzag, etéreo en la carrera, avanzó eludiendo rivales hasta poner el balón al fondo de la red y de la historia.
Más que el último toque, lo que revivo es la expectativa de la jugada, su amplio e hipnótico desarrollo. Aquello fue pues, insisto, como un relato que nos mantiene en suspenso hasta derivar en un clímax contundente. Igual, sin que yo sepa bien a bien por qué, cuando pienso en cascaritas de barrio regresa a mi memoria “El tipo que pasaba por allí”, adherente estampa narrativa de Alejandro Dolina. Me gusta porque en medio de su sencillo y callejero planteamiento ocurre un hecho maravilloso, casi sobrenatural: “Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia”.
Son apenas tres párrafos, y en el segundo aparece, cuando ya nos fue planteado el asunto de esta veloz historia, el “pero” necesario para dar vuelta a la habitualidad: entra en acción un “tipo que pasaba por ahí” que no será esta vez un simple “tipo que pasaba por ahí”: “Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos”.
Luego del asombro, Dolina disminuye la velocidad del relato con una conclusión memorable, uno de esos trazos literarios que, como dije al principio, se quedan en la memoria como jugada real: “Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno”.
Breve y perfecto como gol olímpico, este relato de Dolina merece la antología. Si alguna vez echamos cáscara en el barrio, es indudable que sentimos en ese puñado de palabras la presencia del “tipo que andaba por allí” como una aparición mágica, como un dislocamiento de la realidad acontecido en medio de dos porterías. Como tantos ex jugadores de barriada, en medio del polvo y bajo los flechazos del sol lagunero, soy de los que al leer relatos de este tipo terminan por pensar que no lo leyeron, más bien que lo vivieron como experiencia única e irrepetible, tan real como una cáscara imborrable con los cuates.