Aunque
sea casi invisible para los ojos sólo acostumbrados al glamour del
profesionalismo, hay una épica en el deporte callejero. El llano ofrece la
oportunidad de ver —o mejor: de vivir— aventuras que se quedan en el recuerdo y
forman pequeños orgullos colectivos en el barrio, en el ejido, en la escuela,
en la empresa. Ya hay, por suerte, cierta literatura preocupada por retener
esos instantes, por fantasear con el trabajo deportivo ajeno al pago. El futbol
es, claro, como en la realidad, la actividad que más atención literaria ha
recibido.
Como
ciertos goles o ciertas jugadas, algunos relatos no caen de la memoria
fácilmente. Pasan los años y quién sabe por qué extraña razón los recordamos
con tanta transparencia que de alguna forma reaparecen, vívidos, proyectados en
la pantalla de nuestra imaginación. Yo, por ejemplo, recuerdo con toda claridad
el día en el que, echado frente a la tele en la casa todavía materna de
Torreón, vi a Maradona tomar la pelota un poco atrás de la media cancha, recibir
el pase “de gol” del Negro Enrique, pisarla raspándola en reversa para quitarse
la primera marca y cómo, erguido el pecho, flotando en zigzag, etéreo en la
carrera, avanzó eludiendo rivales hasta poner el balón al fondo de la red y de
la historia.
Más
que el último toque, lo que revivo es la expectativa de la jugada, su amplio e
hipnótico desarrollo. Aquello fue pues, insisto, como un relato que nos
mantiene en suspenso hasta derivar en un clímax contundente. Igual, sin que yo
sepa bien a bien por qué, cuando pienso en cascaritas de barrio regresa a mi
memoria “El tipo que pasaba por allí”, adherente estampa narrativa de Alejandro
Dolina. Me gusta porque en medio de su sencillo y callejero planteamiento
ocurre un hecho maravilloso, casi sobrenatural: “Suele ocurrir en los equipos
de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi
siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los
potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en
puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como
Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si
repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna
explicación y ya nadie se acuerda de su existencia”.
Son
apenas tres párrafos, y en el segundo aparece, cuando ya nos fue planteado el
asunto de esta veloz historia, el “pero” necesario para dar vuelta a la habitualidad:
entra en acción un “tipo que pasaba por ahí” que no será esta vez un simple
“tipo que pasaba por ahí”: “Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos
del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos
anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió
seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el
partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos”.
Luego
del asombro, Dolina disminuye la velocidad del relato con una conclusión memorable,
uno de esos trazos literarios que, como dije al principio, se quedan en la
memoria como jugada real: “Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba.
Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a
verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de
primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha
preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella
tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno”.
Breve
y perfecto como gol olímpico, este relato de Dolina merece la antología. Si
alguna vez echamos cáscara en el barrio, es indudable que sentimos en ese
puñado de palabras la presencia del “tipo que andaba por allí” como una
aparición mágica, como un dislocamiento de la realidad acontecido en medio de
dos porterías. Como tantos ex jugadores de barriada, en medio del polvo y bajo
los flechazos del sol lagunero, soy de los que al leer relatos de este tipo
terminan por pensar que no lo leyeron, más bien que lo vivieron como
experiencia única e irrepetible, tan real como una cáscara imborrable con los
cuates.